Se reúne el Consejo de Seguridad de la ONU. Predominan la denuncia y la advertencia de que la comunidad internacional debe evitar una posible guerra de Estados Unidos contra Venezuela.
Pide la palabra el representante del país agresor, y llena de blasfemias y nuevas amenazas el escenario que una vez pareció sagrado, y nació para garantizar la paz.
Quizá, en el recuerdo de los presentes, una verdad se impone: las veces que los gobiernos estadounidenses, republicanos o demócratas, han creado, a través de las más grandes mentiras, las condiciones –sus condiciones– para invadir a un país, aunque mueran miles de personas, y destruyan pueblos y ciudades.
La mirada puede posarse en el Panamá de 1989, invadido por las fuerzas del odio y el mal, en busca de la perpetuidad, en manos yanquis, del Canal interoceánico. La «justificación» era Manuel Noriega y su «vínculo con el narcotráfico».
Eran momentos en los que EE. UU. se mostraba como único dueño y señor. El «mundo unipolar» comenzaba a echar raíces, como yerba mala que se impone ante la falta de una contraparte creíble.
Cómo olvidar aquellos tanques y otros medios de guerra, con un rótulo siniestro que decía: «Feliz Navidad», mientras ametrallaban ciudadanos de los barrios pobres de la capital panameña.
Ni la ONU ni su Consejo de Seguridad pudieron desempeñar su papel, por cuanto no se les consultó y, por tanto, no hubo autorización previa.
La llamada Operación Causa Justa comenzó en diciembre de 1989, hasta el 31 de enero de 1990. Panamá había quedado mutilada.
Otro hecho –de las decenas que se pueden ejemplificar–, ocurrido en 1999, sin consulta alguna al Consejo de Seguridad de la ONU, fueron los bombardeos contra la entonces Yugoslavia.
La justificación del presidente estadounidense de turno, Bill Clinton, fue la de una supuesta limpieza étnica por parte de Yugoslavia, en la provincia de Kosovo, donde convivían albaneses y kosovares.
Clinton y el secretario general de la OTAN, Javier Solana, decidieron asesinar a miles de civiles, usar bombas prohibidas con uranio empobrecido, y destruir viviendas, guarderías, hospitales y escuelas.
Los daños del uranio empobrecido alcanzaron tal envergadura que todavía mueren niños afectados por las radiaciones, y unos 60 000 padecen enfermedades oncológicas, mientras los mutilados por igual causa suman cientos o, quizá, miles.
Se contabilizan 9 160 toneladas de explosivos lanzados contra varias ciudades del país. Yugoslavia fue desintegrada como república federativa, y su desarrollo fue revertido hacia mínimos indicadores económicos y sociales. Mientras, la provincia autónoma de Kosovo ha dado cabida a una de las mayores bases militares estadounidenses instaladas en Europa.
Ocurrió otro tanto en Afganistán, invadida en 2001, operación finalizada con la caída de Kabul en manos de los talibanes, en agosto de 2021.
Abominable e injustificada fue la invasión a Irak por tropas estadounidenses y de la otan en 2003, que dejó un saldo de alrededor de un millón de iraquíes muertos, heridos y mutilados. La «justificación» del entonces presidente George W. Bush fue la de supuestas armas de destrucción masiva en Irak, así como aparentes vínculos con la organización terrorista Al Qaeda, creada por la CIA.
Ambos hechos fueron desmentidos, un mes después de la invasión, por el propio presiente Bush, quien culpó a la CIA por brindar «información falsa». Pero ya era tarde, eran cientos de miles los muertos, a la par con la instalación de un centro de torturas en la capital iraquí.
La ONU, una vez más ignorada por EE. UU., transitaba de descrédito en descrédito, como arrastrada a los designios de Washington, y la comunidad internacional desamparada por quienes tienen el deber de que la paz deje de ser una aspiración y se convierta en una realidad.
Venezuela no puede ser otro ejemplo de un escenario en el que Estados Unidos descargue toda su arrogancia, a manera de bombas y misiles, y la ONU siga sin latir al lado o frente a los reclamos de paz.















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