Faltaría a la verdad quien no reconociera que más del 80 % de la población cubana de hoy día ha vivido en una nación bloqueada, cuyo responsable principal ha ignorado, durante más de tres décadas, los continuos reclamos de la comunidad internacional en la ONU para poner fin a esa política genocida.
Sueños de progreso como país, metas personales y aspiraciones colectivas se han visto truncados por más de 60 años debido al engranaje integral de una guerra no declarada contra la economía, la sociedad y la vida cotidiana de la Mayor de las Antillas.
«El daño que estas medidas causan al nivel de vida de la población no es fortuito ni fruto de efectos colaterales; es consecuencia de un propósito deliberado de castigar, en su conjunto, al pueblo cubano», aseveró en 2021 el líder al frente de la Revolución, General de Ejército Raúl Castro Ruz, a sabiendas de que, aunque se «pregone» que esa herramienta de presión genocida va dirigida al Gobierno, realmente sus efectos no se limitan solo al Estado sancionado.
Aun cuando la Isla ha denunciado públicamente los desafíos de su bloqueada economía, el recrudecimiento con nuevas y sistemáticas sanciones ha persistido, haciendo de las medidas coercitivas unilaterales una violación flagrante de los derechos humanos.
Como Cuba, otras naciones cuyo ejemplo de autodeterminación parece infundir miedo al imperio, han sido víctimas también de esa moderna forma de violencia.
El mundo lo sabe, y así lo reconoció en junio pasado, al declarar, en la Asamblea General de la ONU, el 4 de diciembre como Día Internacional contra las Medidas Coercitivas Unilaterales, de modo que sirva la fecha no solo para denunciar ese crimen, sino también para demandar su cese inmediato y promover alternativas que prioricen a los pueblos por encima de los intereses geopolíticos.















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