Un «negrito revoltoso» que nació en piso de tierra en Sagua la Grande, que había estudiado con mucho esfuerzo, dividió una telera de pan –muchos años después– en 17 pedacitos, y los repartió entre sus compañeros.
Para cortar las piezas –idénticas, como si de hermanos se tratase– midió con su dedo el grosor. Un fallo, y alguien se quedaría sin comer.
Los dos últimos pedazos fueron para él y para su jefe, el que le había encomendado esa «misión», el que siempre quería saber si alcanzaba comida para todos, el que jamás fue el primero en llevarse un bocado, el que les pidió a sus hombres comer lo mismo que los combatientes congoleños a los que ayudaban entonces en su proceso de independencia contra el Gobierno de Moise Tshombe, el que admiraba y respetaba a Fidel.
Acerca de su vínculo con el Comandante Ernesto Che Guevara, tuvo a bien, Víctor Dreke, conversar con Granma, sobre todo de los meses en que permanecieron en misión internacionalista en el Congo.
Desde la salida de la Isla, para los primeros cubanos que cumplirían con el compromiso solicitado por los patriotas congoleses, quien iba frente a ellos era aquel «negrito revoltoso», como se autocalifica. Además, desconocían la presencia del Che en ese terruño. «No tenía barba, estaba cambiado», evoca. Los servicios secretos cubanos se habían encargado de cambiar su imagen.
Así, sin presentarse con su identidad real, a los guerrilleros de la Mayor de las Antillas que de abril a noviembre de 1965 pelearon en aquellas tierras africanas, «él, de su puño y letra, les tomaba nombre y apellidos, las enfermedades de las que padecían, datos sobre sus familias, y ahí mismo les ponía un seudónimo, que decidió que fuesen números».
Moya fue el sobrenombre que Dreke –realmente el segundo al mando– asumió en esa epopeya. Mientras que al Comandante Guevara los nativos le decían doctor Tatu, y lo trataban con cariño, pues en medio de la guerra atendía a los enfermos y compartía con ellos sus medicamentos, recuerda.
Y es que el Che hacía de la solidaridad, de la ayuda, prácticas diarias, que fluían en él con entera naturalidad. Bien lo supo Dreke, quien asegura que, «cuando acompañas a un hombre en el peligro, en las situaciones difíciles, en la guerra, es que conoces de verdad cuánto vale y quién es realmente». Muy cerca estuvo del héroe de la boina y la estrella.
Ya lo conocía desde que, una vez, estando herido y acostado en una hamaca de saco de azúcar, sintió una voz firme que preguntó quién estaba frente al campamento. Buscaba una máquina de escribir. «Él escribía todos los días». Se le acercó, se preocupó por su estado de salud. Ya nadie rompería el vínculo entre aquellos quijotes.
Luego, en tierras africanas, supieron que se había constituido el Primer Comité Central del Partido Comunista de Cuba. Al conocer la noticia, el Che lo llamó y le dijo: «Moya, ahora eres mi jefe, fuiste nombrado miembro del Comité Central». De sus convicciones no puede dudarse.
Allá también, «tras el fallecimiento de su madre, lo vi cabizbajo, pero fuerte. No llevó su pesar a las tropas». Lo vio triste, enfermo de paludismo, preocupado por la liberación de otros pueblos, lo vio erguirse en los momentos decisivos, ser ejemplo.
«Era un estratega de la guerra de guerrillas. Peleó y supo morir defendiendo su causa, eso hay que respetarlo», asegura.
En el momento en que se conoció de la muerte del Guerrillero Heroico, Dreke no estaba junto a él. Se encontraba en Guinea Bissau, cumpliendo otra misión internacionalista. Hubo dolor, sí. Un hombre grande se despedía de la vida. Sin embargo, fue el impulso necesario para continuar con esa tarea que ahora tenían. Así, «en su homenaje –enfatiza– decretamos la operación El Che no ha muerto, y atacamos cuarteles durante 15 días».
Para Víctor Dreke –Moya– estuvo siempre en sus venas la disposición por hacer en favor de los demás. Pero junto al Che creció esa convicción. «Era el verdadero ejemplo de internacionalista», asegura.















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