CARACAS, Venezuela.–«Turiamo, 13 de abril 2002. A las 14:45 horas. Al pueblo venezolano… (y a quien pueda interesar)».
Mientras un gobierno de facto cambió el nombre de la República Bolivariana de Venezuela y desechó, de un plumazo, la democracia establecida, una carta del presidente constitucional, Hugo Chávez, viaja –escondida– en los pantalones del sargento primero de la Guardia Nacional, Juan Bautista Rodríguez.
Caracas estaba sumida en un caos. El 11 de abril la ultraderecha, con el apoyo de la cia, había asestado un golpe que le permitió al usurpador Pedro Carmona, presidente de la patronal Fedecámaras, autojuramentarse presidente interino de la nación.
Su orden fue clara y precisa: «Llévense a Chávez y que amanezca muerto». Mientras el Comandante bolivariano era trasladado de un sitio a otro, y lo mantenían incomunicado, las televisoras que apoyaron el hecho transmitían películas infantiles y estadounidenses, como si 19 personas no hubiesen muerto a causa de los francotiradores contratados por la oposición. «¡Se acabó!», «¡Chávez se rinde!», decían los titulares de los periódicos.
Por los pasillos de las instalaciones recreativas-militares de Turiamo, Juan Bautista maldecía a su Presidente, al chavismo. Compartía con los soldados, armados hasta los dientes, su deseo de ver bajo tierra al dictador que había hecho socialista a su país.
Así se expresaba, y a la vez, «sentía rabia e indignación de ver que los mismos compañeros de armas hacían aquel secuestro». Ante la primera oportunidad se coló en la Enfermería. Allí lo vio: en short, zapatos deportivos y franela, con los puños sobre el escritorio.
Cuando Chávez pensaba que estaba «listo para la parrilla», el Sargento se detuvo ante él, y en firme le dijo: «Mi Comandante, ¿qué hace usted aquí? ¿Usted renunció o qué broma fue?».
Chávez se levantó, lo abrazó, le dijo: «No, hijo, yo no he renunciado ni voy a renunciar. No sé nada de mi familia ni del pueblo». Bautista vio sobre la mesa hojas y tinta. Sabía que estaban ahí para que su Presidente redactase la dimisión. Había escuchado una y otra vez cuándo se lo ordenaban. «¡Cuente conmigo! Haga una nota y échela a la papelera».
«Yo, Hugo Chávez Frías, venezolano, presidente de la República Bolivariana de Venezuela, declaro: No he renunciado al poder legítimo que el pueblo me dio».
Cuando se llevaron al líder, Bautista buscó en la basura, guardó la carta en su pantalón y aprovechó el ruido del helicóptero para huir y llevar la verdad hasta el pueblo, que plantado en las calles clamaba: «¡Chávez, amigo, el pueblo está contigo!».
Desde Fuerte Tiuna, adonde primero fue llevado el mandatario, el comandante de la Tercera División de Infantería, general García Carneiro, subió a una tanqueta y dirigiéndose a la zona sur de Caracas, gritaba: «¡Soy un soldado y estoy con Chávez!».
La carta cumplió su cometido. En 48 horas la unión cívico-militar había propinado un contragolpe a la ultraderecha y al imperio. El Comandante fue rescatado, la democracia restablecida, y Carmona pasó a la historia como Pedro El Breve.
«El pueblo llegó a Miraflores para no irse jamás», aseguró el líder bolivariano. Así, 22 años después, cada vez que alguien quiere meter las manos en su Patria, los venezolanos le recuerdan que «todo 11 tiene su 13».
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