En su (a ratos autobiográfica) novela La borra del café, Mario Benedetti hace mención al bombardeo atómico contra Japón, en particular de la «segunda ciudad»: «El 9 de agosto de 1945 (…) los norteamericanos lanzaron sobre Nagasaki su segunda y descomunal bomba a, que despojó de sus vidas y de sus techos a decenas o acaso cientos de miles de seres humanos».
Benedetti, encarnado en su alter ego protagónico, va conversando con otros personajes que en ejercicio de lógica sinécdoque, hablaban del terrible acontecimiento refiriéndose únicamente a Hiroshima. Pero la percepción del narrador era otra:
«(…) No sé por qué la bomba de Nagasaki me afectó más que la de Hiroshima. Tal vez porque no solo representó el horror sino su continuidad».
Aún hoy se trata de justificar el uso de la bomba atómica en 1945 con argumentos que van desde el enfoque táctico (pletórico de cinismo) hasta el discurso (todavía más cínico) de que con el holocausto nuclear se salvaron, a la larga, más vidas. Para Charles Maier, profesor de Historia en la Universidad de Harvard, el bombardeo «parecía ofrecer una solución mágica que potencialmente podría ahorrar mucho dolor».
Truman, en una carta que pretendía responder a una resolución condenatoria del ayuntamiento de Hiroshima en 1958 contra el expresidente estadounidense por negarse a expresar remordimiento, llegó a decir que entendía el sentimiento de la gente de esa ciudad, pero que creía que «el sacrificio de Hiroshima y Nagasaki era urgente y necesario para el bienestar prospectivo de Japón y de los aliados».
Sin embargo, ese discurso valida aún más el malestar que provoca Nagasaki porque, incluso entendiendo -difícil ejercicio- la «necesidad» de semejante aberración en Hiroshima… ¿por qué una segunda bomba, todavía más potente, que causó decenas de miles de bajas civiles?
Lo cierto es que poco le importó a Estados Unidos «ahorrar dolor» o el «bienestar» del pueblo japonés. De lo que se trataba era de una demostración de poder, una bravuconada indolente para sellar el nuevo reparto del mundo, el ascenso de un nuevo imperio en una nueva época. Si Hiroshima fue un acto criminal, Nagasaki convirtió a Truman y a su camarilla en genocidas, en culpables de un delito de lesa humanidad, más allá de cualquier justificación.
Si en realidad existiera justicia por encima de la voluntad humana, no cabe duda de que a varios oficiales del ejército estadounidense y a muchos de sus principales políticos y funcionarios les hubiese tocado un asiento en Nuremberg. Pero esos juicios, como el Derecho en definitiva, no fueron más que un símbolo de poder, la materialización de la victoria de un bando en la guerra.
Muchos años después, Barack Obama visitó el Memorial de la Paz de Hiroshima, erigido en memoria de las víctimas del bombardeo. No ofreció disculpas. Inquirido por ello, respondió: «(…) creo que es importante reconocer que en medio de una guerra los líderes toman todo tipo de decisiones». Y sanseacabó. De Nagasaki ni hablarse demasiado.
Hace pocos días, el actual primer ministro japonés ni siquiera mencionó a Estados Unidos en su discurso rememorando el hecho, aunque sí que aprovechó la circunstancia para lanzar la admonición de turno contra Rusia. El Secretario General de la onu tampoco mentó al autor del crimen. No sorprende que haya incluso japoneses que coincidan con la «narrativa» de Truman y Obama: se hizo lo que tenía que hacerse.
Ese símbolo de continuidad del horror que Benedetti adjudicó a Nagasaki hoy pervive en la impunidad de los genocidas que usaron el poder oculto de los átomos, la «ira divina» sepultada en los microscópicos ladrillos del universo, contra hombres, mujeres, ancianos y niños inocentes. Y, más aún, se sobredimensiona en el olvido, que es la peor forma de impunidad, en esa otra forma de destrucción que no erosiona cimientos ni calcina huesos humanos, sino que ayuda a desvanecer la verdadera historia de los pueblos. Lo peor de Nagasaki es que sea víctima de la desmemoria y que, por ello, nos estemos condenando a que se repita.















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