ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

A escasos días de ser designado al frente del Comisariado Popular para la Instrucción Pública, el dramaturgo y crítico Anatoli Lunacharski presentó su renuncia al gobierno revolucionario. Era el año 1917, se habían sucedido los «diez días que estremecieron al mundo» (John Reed dixit): los bolcheviques, al frente del pueblo ruso, le habían arrebatado el poder al Zar y su claque. La tarea era ahora, no solo resistir, sino crear un nuevo mundo, una nueva forma de organizarnos como sociedad. En ese empeño era lógico que se cometieran errores y excesos.

Lunacharski, un hombre de profunda sensibilidad, estaba consternado ante la noticia de que el Ejército Rojo había bombardeado una catedral que se sostenía en pie desde el medioevo. Se cuenta que el rumor era falso, que fue desmentido, pero aun así Lenin promovió que se aprobaran circulares que instaran a las fuerzas armadas revolucionarias a respetar, siempre que no se pusiera en riesgo un objetivo estratégico, el patrimonio de la nación rusa. Solo así, Lunacharski reconsideró su renuncia y siguió trabajando junto a los bolcheviques. Escribiría por ese entonces: «Preservad, para vosotros mismos y para vuestros descendientes, las bellezas de nuestro país. Sed los guardianes de los bienes del pueblo».

El propio Lenin afirmaría muchas veces que era un absurdo repudiar el pasado cultural de Rusia, incluso si ese pasado estuviera estrechamente vinculado a épocas de explotación e injusticia. ¿Se iba a privar al pueblo ruso de la obra de Dostoievski y Tolstoi, de la música de Tchaikovski y Glinka, de la lírica de Pushkin y Tiútchev? Tampoco era lógico aislar a la Revolución del mundo, dejarla sin las mejores influencias del acervo universal. Era una injusticia privar a los hombres y mujeres, protagonistas de la gesta revolucionaria, del derecho a todo lo bello y lo sublime que sus antepasados habían producido.

Esta concepción ecuménica implica riesgos y disyuntivas que no siempre son fáciles de resolver. La autenticidad de un proyecto político, de una nación o de un sistema alternativo, también pasa por la construcción de un núcleo propio que no se vicie ni con paradigmas retrógrados ni con baladíes influencias externas. Martí lo resumiría con brillantez inigualable en su ensayo Nuestra América: «Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas».

El culto a la belleza es un ejercicio sano para cualquier pueblo, siempre que ese ejercicio no se guíe hacia cánones impuestos por vestigios de colonización (o activo influjo de ella) o que se trastoque en absurda veneración de lo superficial, esa «cultura del envase» que denunciaba Eduardo Galeano. En días recientes, en los que hemos asistido con extrañamiento a la premiación de un Mr. Cuba (que tiene precedente, menos conocido, en la participación de nuestro país –¡con amparo institucional!– en el certamen Miss Charm International)[1], vuelven a saltar las alarmas.

No se trata de satanizar a ese puñado de muchachos, que posan en trusa sobre el muro del Malecón bajo el inclemente sol de Cuba, o de atacar a quienes gusten de ese tipo de concursos, ciertamente frívolos. Se trata de preservar para nuestro país, con el fomento de la asimilación crítica, una cultura auténtica y verdaderamente emancipatoria, que haga culto a lo bello y lo sublime de nuestro pasado y de nuestro entorno, pero que no se someta a la trepidante globalización de la banalidad y la estupidez.

Si era legítimo que Lunacharski protestara contra la destrucción del patrimonio material de su país, aunque se estuviera construyendo un mundo nuevo desde sus mismos cimientos, también es legítima nuestra crítica a ese intento –consciente o no– de regresarnos a ese pasado que intentamos superar, sobre todo si para ello se esgrime el argumento falaz de que es correcto porque pasa o se hace en muchos otros países. Cuba no tiene que ser un país «normal»; en su singularidad está, quizá más que en cualquier otra cosa, nuestra forma de lo bello.

[1] Al respecto, recomiendo el artículo ¿Encantos para que Cuba se parezca más al mundo?, de Luis Toledo Sande, publicado en la revista digital La Jiribilla.

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Manuel dijo:

1

24 de junio de 2023

20:59:50


Bravo!