
De Wendell Phillips, abogado abolicionista estadounidense, José Martí dijo: «Implacable era y fiero, como todos los hombres tiernos que aman la justicia». Lo mismo se pudiera decir de Iroel.
Sus enemigos le inventaron una leyenda negra, lo intentaron caricaturizar como un hombre cruel, despiadado; como un cínico oportunista que buscaba medrar a costa de ir aplastando cabezas. Nada más lejos de la verdad: era implacable con el enemigo, cierto, pero incapaz de cometer un abuso; su fiereza era su forma de no rendirse nunca, de no ceder. Y aquella fiereza implacable de su carácter era la coraza de un padre amoroso, de un gran amigo, de un hombre bueno.
Dos pasiones obsesivas tenía Iroel: el bienestar de Cuba y cómo vencer al adversario. «Joder a los americanos», diría él, aunque no fuese políticamente correcto. Conspirador nato, siempre estaba a la búsqueda de aliados que comulgaran con sus principios, aun si no pensaban de la misma forma: los envolvía con su magnetismo, con su vehemencia, los comprometía. Discutía, contrastaba ideas, a veces –varias veces– se ofuscaba, pero sabía poner cualquier diferencia personal a un lado si la situación lo ameritaba.
Era un surtidor inagotable de proyectos, de nuevas formas de enfrentar en el plano ideológico a los muchos y poderosos enemigos de la Revolución. Siempre acudía a Fidel para sopesar sus propias iniciativas, para que no se quedaran a medias, para no conformarse con poco. Con pocos recursos era capaz de concretar lo que a muchos nos tomaría tiempo y material de sobra. Así forjó Ecured, el blog de La Pupila Insomne, la peña de La Pupila Asombrada y luego, en alianza con otro veterano de mil batallas, Randy Alonso, fundó Con Filo y Cuadrando la Caja, programas desde los cuales sumergirse a fondo en espinosas controversias de la sociedad cubana actual.
Era, por sobre todas las cosas, un hombre valiente. Jamás se amedrentó, incluso cuando lo dejaron solo, cuando le dieron la espalda, cuando renegaron de él. Se levantó una y otra vez, como un boxeador que se resiste al nocao, y volvía a lanzar puñetazos hasta ganar el round. Su tenacidad solo era comparable con su disciplina, con su manera de obligarse a seguir adelante, incluso cuando parecía que ya estaba todo perdido.
Le gustaba recordar que su padre, como elogio, le decía «cuadro político-militar», a medio camino entre el choteo y el orgullo (como casi todo lo que hacemos los cubanos). Y lo era: hasta el último momento de su vida estuvo dando tareas, leyendo y preparándose, fabulando sobre futuros y escenarios posibles. Presidió el Instituto Cubano del Libro y se ganó el aprecio de muchos intelectuales de prestigio, pero cuando dejó de ser un dirigente –en lo formal– supo seguir siendo líder, cuando solo contaba ya con su autoridad moral, con su ejemplo, con su talento.
Al final, el cáncer se le atravesó en el camino. Resistiéndose al nocao, Iroel le ganó varios rounds. Y juro que pensé que también le ganaría este último, el que resultó ser el final, el definitivo. No pensaba que lo pudieran vencer: Iroel era como una fuerza de la naturaleza, caótica e ineludible. Pero era un ser humano y su cuerpo no pudo más. El tremendo empuje de su espíritu no fue suficiente.
Con su muerte, la Revolución pierde a uno de sus más valiosos soldados; Cuba pierde a uno de sus más devotos hijos. Su familia, a la que quiero entrañablemente, pierde a su centro gravitacional. Y yo pierdo a un amigo. Lo voy a extrañar. Es imposible no hacerlo. Pero con él vuelvo a aprender la lección de que no hay vida después de la muerte que no sea la que nos ganemos con el cariño y la lealtad de los que nos sobrevivan.
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Joel Ortiz Avilés dijo:
1
20 de mayo de 2023
07:53:04
GERMÁN NOGUEIRA dijo:
2
20 de mayo de 2023
10:26:15
Rodolfo Dávalos dijo:
3
20 de mayo de 2023
11:40:50
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