Dice Eduardo Galeano: «¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales». Como Dios, el fútbol parece omnipresente por estos días de Mundial, levantando pasiones, generando enemistades temporales o vitalicias, agitando avisperos urbanos que estallan al sonido del gol. «Goooool», grita una calle cualquiera y aquello se parece tanto a la felicidad. Pero no todo es divino, hay un lado oscuro en el fútbol.
Es el mismo Galeano quien nos alerta: «El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue». La práctica popular del deporte se ha ido trastornando en un fenómeno propagandístico, en el que superhombres corren durante 90 minutos portando publicidad en su pecho. El deporte, más que derecho del pueblo, se va sumando a sus muchos opioides (como dijera Marx de la religión): una forma de aislarse de la realidad, de alejarse, de no tocarla.
El mercado ha devorado al fútbol, desde dentro. Los clubes venden y compran jugadores como si de bienes semovientes se tratara. En el moderno canje de esclavos, no se les mira la dentadura para comprobar su salud, sino que se analiza el historial de lesiones, las estadísticas y cuántas camisetas pudieran comercializar con su nombre. En el contrato que se firma con el atleta hay cláusulas deshumanizantes, que disponen de su imagen, de su vida personal. Todo vale.
Las selecciones, los equipos nacionales, tienen un aura distinta: pareciera que no pertenecen al mundo del negocio. Pero es solo fachada. El Mundial, ese evento que tanto interés genera, es el más grande de los negocios. La FIFA mueve cientos de millones de dólares por patrocinio y derechos televisivos. Y en donde hay dinero a raudales, nace, indetenible, la corrupción.
La polémica en torno al Mundial, todavía en curso, se ha centrado en supuestas violaciones de derechos, en los sospechosos manejos para que una nación sin tradición futbolística apenas pueda acoger un evento así, en las (nunca mejor dicho) faraónicas jornadas de trabajo para alzar de la nada estadios fastuosos, en cuyos cimientos se halla la entrega de cientos, quizá miles de trabajadores; los obreros olvidados a los que alguna vez cantara Bertolt Brecht.
Pero, ¿qué distingue a Catar de Sudáfrica, el país que hoy tiene a los estadios construidos para su respectivo Mundial completamente abandonados? ¿Quién ha violado más derechos humanos, Catar o Estados Unidos? ¿Surgió la corrupción en la FIFA cuando le otorgaron la sede por primera vez a un país árabe? Por supuesto que no. Catar ha terminado pagando muchos más platos de los que en realidad rompió. La suerte para ellos es que hoy pocos se acuerdan de esas polémicas. Solo hay un tema de conversación: ¿ganará Francia o ganará Argentina?
Por mucho que genere desconfianza entre intelectuales, el fútbol hace saltar de emoción hasta al que «más fino sea». Tiene esa fuerza mística, esa belleza del gol al ángulo, de la pared, de la gambeta. A ratos, sigue pareciendo ese «reino de libertad» prometido, ese oasis de fraternidad humana que se conjura con un balón y un mar de piernas. Y el negocio, las muertes, la compraventa de humanos, los tejemanejes… todo se olvida. «Gooool», estallan las calles del mundo… ¿quién sabe si por Messi o por Mbappé? Ya lo sabremos, de algún modo. Como de Dios, del fútbol no hay escapatoria.
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Dante Milla Ormaeche dijo:
1
17 de diciembre de 2022
22:15:35
Beatriz corona dijo:
2
23 de diciembre de 2022
07:33:23
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