En su Epístola a los Pisones (también conocida como Arte Poética), Horacio habla de dualidades que, aunque formuladas en la antigüedad, tienen hoy una gran influencia en las polémicas modernas que sigue suscitando la teoría literaria: ars e ingenium, la disyuntiva entre si la capacidad de creación de un literato procede de su genio innato o del oficio que desarrolle; verba y res, dicotomía entre continente y contenido, la eterna discusión entre qué vale más, si la forma en la que se narra o describe algo, o ese algo que se narra o describe en sí; y, finalmente, la contraposición entre docere y delectare, que es expresión de lo que se debe entender como finalidad de la literatura y del arte en general, si existen para entretener o para instruir.
Horacio resolvía la mayor parte de esas dualidades indistintamente. El literato necesitaba de ingenium pero también de ars, o sea, el artista nace y se hace, las dos cosas; el arte no dependía exclusivamente de la forma o del contenido, sino que ambos elementos eran indispensables para valorar una obra o un autor (aunque hubo casos en los que el continente tuviera mayor trascendencia, y viceversa); y los fines de la literatura (o del arte) podían apuntar a la instrucción o al entretenimiento, e incluso a ambas variantes.
A lo largo de la historia, la última de las dualidades horacianas a la que nos referimos ha tenido varias interpretaciones. El artista ha tenido, según la época, un papel de formador del gusto, de pedagogo de multitudes, o un rol de mero divertimento, una suerte de bálsamo para la vida de poderosos y oprimidos, una evasión.
El sistema mundo-capitalista actual, a fuerza de anular la influencia de las inquietudes y sensibilidades del creador, ha impuesto una forma específica de industria cultural que promueve, más que todo, productos seudoartísticos que no tienen nada de ars ni de ingenium, nada valioso en su res ni novedoso en su verba, pero que sí buscan, en todo momento, ese delectare como valor fundamental (y único).
Esa regla, expresa o implícita, también pesa sobre Cuba, que pretende enarbolar un modelo de resistencia contrahegemónica frente a las avasalladoras fuerzas del statu quo. No escasean en nuestras instituciones quienes, por afán de «satisfacer al público», niegan cualquier elemento de virtud en el arte, de alta elaboración, de pretensiones que van más allá de lo lúdico. En un país donde fue moda la Nueva Trova, donde el libro se convirtió en un fenómeno de masas, en una nación que se propuso colmar los medios de difusión masiva con ballet, teatro, cine de altos quilates, hoy es difícil escuchar a Silvio, disfrutar de películas más allá de Hollywood y Bollywood, acudir a festivales o eventos que promuevan el arte que sigue siendo original, que se resiste a los moldes del taylorismo intelectual.
A veces parece que, frente a la banalidad, la cultura cubana resiste en la clandestinidad, en pequeños nichos, en espacios televisivos a deshora, con actividades valiosísimas que tienen escasa o nula promoción (salvo excepciones). Mientras, en horario estelar, un presentador pregunta a sus invitados si se bañan a menudo o quién ronca más; o, un poco más tarde, pero aún en mejor horario y condiciones que otros programas mucho más valiosos, un conductor inquiere sobre si su invitada se depila, usa peluca o ropa interior al dormir.
La frivolidad es como el cáncer: hace metástasis y puede llegar a un punto de no retorno con mucha facilidad. Por el ánimo sincero de «deleitar» al público con opciones fáciles y sencillas (que, en el fondo, infravalora las potencialidades del pueblo como sujeto cultural) o tratando, ingenuamente, de competir con la oferta seudoartística que nos llega desde más allá del Malecón. ¿Estamos pasando de ser un país de alternativa, de vanguardia, a ser una de tantas cajas de resonancia de las mercanchiflerías globales, de sus antivalores, de su discurso ridículo y cretino, un barato y triste calco de las superproducciones que tanto impacto tienen hoy en el mundo; estamos creando y apuntalando a un público que solo quiere «evasión»?
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