Decir que en Cuba hay un «bloqueo interno» es un razonamiento falaz. Coloca, en un mismo plano, los errores o malas prácticas institucionales y la agresión premeditada e ininterrumpida de Estados Unidos contra nuestra nación durante décadas.
La única justificación lógica para el uso del término «bloqueo interno» sería que nuestros funcionarios, de manera consciente y dolosa, no quisieran que el país se desarrollara. Y eso es un sinsentido.
Lo anterior no implica que no existan esos errores o malas prácticas que, de una forma u otra, entorpecen o frenan el desarrollo económico y social de Cuba.
A la posible desidia de alguien, a la escasa preparación que pueden tener algunos cuadros o a los casos puntuales de corrupción, se les suma un factor que suele ser el más criticado: las trabas burocráticas.
Procedimientos que no hacen más que dilatar una decisión que se debe tomar de manera perentoria, a veces necesitada con urgencia; requisitos inútiles y papeleos absurdos que nada aportan, salvo una insulsa sensación de gravidez, de ceremoniosa formalidad; prohibiciones sin más argumento que las muy socorridas frases «eso nunca se ha hecho» o «eso siempre se ha hecho así». Sobran ejemplos de esas trabas que impiden o retrasan el éxito de proyectos o innovaciones que mucho bien le harían a la nación.
Esas trabas deben ser identificadas y eliminadas. Las personas que se parapetan detrás de ellas deben ser removidas, siempre que no sea posible ese ansiado «cambio de mentalidad».
Hay que dar cabida al talento y a la iniciativa de nuestros emprendedores, palabra que, por simplismo conceptual, se asocia en exclusivo al sector privado, pero que debe entenderse en todo ámbito laboral.
La aversión hacia esas trabas es lógica y comprensible. Sin embargo, no nos puede llevar a denostar cualquier actividad o norma regulatoria que esté vigente o que precisemos aprobar en el futuro. La regulación de la economía y del mercado es fundamental para asegurar tanto la justicia social como la soberanía popular, los dos pilares del proyecto revolucionario y socialista que defendemos.
El liberalismo no tiene nada bueno que ofrecerle a Cuba: sus promesas de desarrollo suelen venir acompañadas de mucha desigualdad.
El Estado puede y debe ejercer su poder para limitar al máximo esas brechas de inequidad, para controlar que las apetencias mercantiles de nuestras empresas, ya sean estatales o privadas, nunca se divorcien de los objetivos que perseguimos como país.
Para aquellos cuyos intereses son irreconciliables con el bienestar de la mayoría, para aquellos que buscan, de manera tácita o expresa, una acumulación de riqueza desmedida, estas regulaciones (que existen o que deben existir en el futuro próximo) son y serán trabas.
Para los proletarios, para los que vivimos de un salario, para los que necesitamos que el socialismo sea próspero, pero también sostenible y justo, esas regulaciones no son más que la garantía para nuestros derechos ciudadanos, para que la letra de la Constitución no sea una mera declaración política.
A regular, con tino e inteligencia, nos llaman los tiempos modernos: a expropiar al latifundista y a sus homólogos, a multar a los especuladores; a reprimir con toda la furia de la Revolución a los enemigos del pueblo, al oportunista que medra con su cargo y al nuevo rico que quiere hacer de Cuba un país «normal».
La Revolución, en palabras de Fidel, no se hizo para mantener un estándar de lujo, se hizo «en favor de aquella capa inmensamente mayoritaria de la nación que ni tenía casas ni centros de recreo ni escuela ni viajes a Europa ni a Estados Unidos, que no tenía máquinas lujosas (…) la gran capa que no tenía ayuda, no tenía hospitales, no tenía en muchos casos ni el pan de cada día asegurado para sus hijos».*
Ni una traba para el patriota que quiere el bien del colectivo, de su pueblo; toda la regulación para asegurar que esos principios fundantes del socialismo en Cuba no se olviden ni se distorsionen: esa debe ser nuestra aspiración.
*Discurso pronunciado por el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz en la primera Gran Asamblea de los Comités de Defensa de la Revolución, en la Plaza de la Revolución, el 28 de septiembre de 1961.


                        
                        
                        
                    












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