ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Tengo ante mis ojos un libro apasionante y terrible. Su título es Wannsee: The road to the final solution, publicado el pasado año por la editorial Oxford University Press. El autor, el historiador alemán Peter Longerich, nos conduce a través de los entresijos de uno de los episodios más escalofriantes en la historia del siglo XX, la denominada «conferencia de Wannsee»; esto es, la reunión en la cual fue decidida la logística básica que –en las proyecciones del nazismo– resultaba necesario desplegar para conseguir llevar a la práctica lo que denominaron «solución final de la cuestión judía».

Esta monstruosidad, presentada como problema para resolver, se tradujo en la planificación del exterminio organizado de 11 millones de judíos en la Europa ocupada por los nazis. Dicho proyecto y despliegue precisó de eslabones tales como la fuerza de militares y policías, el saber de juristas e intelectuales, el accionar de políticos, burócratas, apoyos como los del sistema de transportación y comunicaciones, así como del silencio cómplice o la ceguera inducida de millones de alemanes. De esto último da cuenta otra investigación, Los verdugos voluntarios de Hitler: los alemanes corrientes y el Holocausto (1998), conocida obra del historiador estadounidense Daniel Goldhagen.

Estuve en un hermoso y pequeño pueblo a orillas del lago Stanbergsee. Hermoso como si hubiese sido extraído de un cuento de hadas; con las aguas tranquilas del lago, botes amarrados al embarcadero, cisnes y el imponente paisaje de la base de los Alpes, con sus picos nevados, como fondo de la escena. El tren hasta Munich demora media hora y de allí hasta Dachau, donde estuvo el primero de los campos de concentración del periodo nazi, diez minutos acaso. Un domingo fui.

Esa visita, que recuerdo hasta en el más ínfimo de sus detalles, sigue siendo hasta hoy una de las experiencias más fuertes que me ha tocado vivir y, sobre todo, pensar. Desde antes de llegar conocía, imaginé, gran cantidad de historias acerca de la crueldad de «los campos», pero la diferencia (radical) esta vez emanaba del hecho de estar «allí».

La imagen de una pared, cubierta por la foto (decenas de veces ampliada) de una página del control de alimentación de los detenidos, y allí encontrar el consumo exacto, calculado en cantidad de gramos y mínimo vital de calorías, para extraer de ellos la mayor cantidad de trabajo hasta llevarlos al límite de la supervivencia y, de ese punto, a morir. O la reproducción de un gran mapa de Europa en el cual la delimitación –con un círculo– de un determinado lugar aparecía junto al nombre del sitio; Auschwitz, Belzec, Bergen-Belsen, Buchenwald, Chelmno, Dachau, Majdanek, Mauthausen, Ravensbrück, Sachsenhausen, Sobibor, Theresienstadt, Treblinka, nombres del terror. Y entonces, partiendo de cada uno de estos, líneas de puntos conectadas a nombres que nunca escuchaste: el entramado de las decenas de subcampos en los territorios ocupados por tropas nazis y donde se mantenía a centenares de miles de prisioneros en condición de obreros-esclavos de fábricas cercanas, en minas u otros empleos. Porque también aprendes que la burocratización y tecnificación del odio llegó al punto de que el diseño consideraba diferencias entre campos de concentración, de trabajo y de exterminio.

Pero si algo me impresionó aún más fue comprobar la cercanía de ese Dachau, que estaba visitando, a las granjas familiares dispersas por todo el perímetro. La contemplación del sitio, donde una comunidad definida por la humillación y la violencia permanentes, la tortura y el asesinato, no solo desarrolló su vida a escasos kilómetros de una de las grandes capitales culturales del país, sino que ello sucedía al lado de familias que continuaban sus existencias presuntamente normales.

Desde que, en tiempos de mi juventud, leí libros como Nuremberg: epílogo, de Arkadi Poltorak, y A fin de cuentas, de Boris Polevoi; vi largometrajes de ficción como Recuerda tu nombre, del realizador Serguei Kolosov, o Ven y mira, de Elem Klimov; o documentales como Noche y niebla, de Alain Resnais, o Shoah, de Claude Lanzmann, he seguido tratando de conocer y responder(me) preguntas acerca del Holocausto y del espectro de la condición humana, en particular, en las condiciones más extremas.

Recientemente fue 27 de enero, declarado por la Asamblea General de las Naciones Unidas como Día internacional de conmemoración anual en memoria de las víctimas del Holocausto. En esa fecha, del año 1945, las tropas soviéticas liberaron el campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau.

Recordar, leer y continuar esa búsqueda es parte de un proceso que no se detiene. Tratar de entender todo cuanto entonces sucedió y nunca olvidar: para que no se repita.

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Maph dijo:

1

2 de febrero de 2022

10:38:50


Realmente es una historia terrible para no olvidar. Considero aun pobre su conocimiento, aca en nuestro pais, sobre todo de la juventud. Se debe hacer lo posible, para que su reproduccion y difusion sea aun mayor.