Cuando el mundo reclama más diálogo, solidaridad y unión, en los caóticos momentos que vivimos, en medio de una pandemia terrible y de una crisis económica de gran envergadura, no debía haber espacio para imponer sanciones o amenazar a otro país.
No le favorece en nada a la Unión Europea (UE) seguir el ejemplo o el consejo de Estados Unidos, en cuanto a usar la política de sanciones económicas y comerciales contra algún país, sea de esa región o de otra, a la hora de juzgar actos o decisiones que pueden no ser compartidos por la entidad comunitaria.
Esta semana, al conocer las amenazas de sanciones a Rusia, por parte de la UE, la reacción de Moscú, a través de su canciller Serguéi Lavrov, fue la siguiente: «Estamos dispuestos a romper las relaciones con la UE en caso de que volvamos a ver que se imponen sanciones a algunos sectores, incluidos los más sensibles, generando riesgos para nuestra economía», reflejó el sitio Sputnik.
Aunque los guiones que luego se ponen en práctica en otras latitudes, y por otros gobiernos, parecen muy similares a los salidos del Departamento de Estado de EE. UU. –sanciones a Rusia, a Irán, a Venezuela, entre otros– cualquier desavenencia siempre tiene muchas más opciones para solucionarse a través del diálogo, que con la aplicación de medidas coercitivas que, como en este caso, podrían afectar a la propia UE.
«Fue la Unión Europea la que derrumbó en 2014 la arquitectura de multifacéticos vínculos con nuestro país, que se venían edificando durante decenios», resumió el Canciller ruso.
Recuerdo que, en los últimos años, el tema Ucrania fue politizado, y lejos de que Europa condenara el golpe de Estado contra el presidente de ese país, Viktor Yanukovich, se «engrasaron» todos los frentes, en primer lugar el mediático, para arremeter contra Moscú, por haber acudido en defensa de las poblaciones rusas en esa nación de la antigua Unión Soviética, y por propiciar, luego de un referendo público, el estatus ruso de la península de Crimea, en la costa septentrional del Mar Negro.
La consulta a la población de Crimea, el 16 de marzo de 2014, decidió, de forma mayoritaria (96 %) y soberana, vincular oficialmente los territorios de Sebastopol y Crimea a Rusia.
Occidente, que no dijo una palabra de condena contra el golpe de Estado en Ucrania, saltó como una liebre y, rápidamente, el Gobierno de Estados Unidos y la Unión Europea la emprendieron contra Rusia, y emitieron un conjunto de sanciones económicas.
El Gobierno de Vladimir Putin, por su parte, desde agosto de 2014 aprobó el programa federal Desarrollo social y económico de la República de Crimea y Sebastopol, por un total de 14 500 millones de dólares.
En 2018 se inauguraron dos centrales termoeléctricas en las ciudades de Simferópol y Sebastopol, con capacidad de 470 mw cada una. Una central similar fue puesta en servicio en la ciudad de Saki (120 mw) con la finalidad de obtener un superávit de capacidad generadora y eliminar, por completo, la dependencia de Ucrania en el sector eléctrico. De la misma manera, se han reconstruido 521 kilómetros de carretera.
Por su parte, los que auparon el golpe de Estado no han prestado «ayuda» a la Ucrania europea. Hoy se conoce la caótica situación de guerra tras la usurpación del poder, que ha dejado 6 400 personas muertas, otras 15 900 heridas y más de 1 800 000 desplazadas, de acuerdo con datos de la ONU.
Pero Occidente ha dedicado tiempo y recursos militares, para, a partir del escenario ucraniano, fortalecer a la otan y mover sus efectivos a las fronteras con la Federación Rusa, en una evidente provocación.
Moscú, a la vez que condena tal amenaza de las fuerzas de la OTAN, fortalece su capacidad defensiva con armas modernas y hombres en todo el territorio fronterizo de esa región.
Un agregado adicional a las tensiones entre Moscú y la UE, ha sido, en las últimas semanas, la injerencia directa del ente comunitario en el tratamiento que da Moscú al caso del bloguero ruso Alexei Navalny, provocador e infractor de las leyes de su país, aupado por Occidente, donde lo han querido convertir en un «líder» opositor al estilo del venezolano Juan Guaidó.
Hay razones suficientes para que la Unión Europea y Rusia no escatimen esfuerzos en buscar soluciones a través del diálogo, donde la injerencia foránea en cuestiones de política y leyes de un país soberano, no tenga espacio.
Siendo así, esa región y el mundo estarían más tranquilos y seguros.
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