Los viajes a San Miguel del Padrón tenían el atractivo de mis tía-abuelas maravillosas, pasar un rato empinando papalote, registrar el librero con libros de ciencia y técnica, o echarme a leer el que me parecía más misterioso entre todos los volúmenes: la Biblia. Este era grueso, con bordes gastados por el uso, y pasaba horas repasando –como si fueran aventuras míticas– aquellos relatos cuyo hilo conductor entonces no alcanzaba a comprender. Años después, recién entrando en la enseñanza secundaria, tuve mi primera discusión «política» cuando expresé que leía la Biblia y una de mis compañeras de aula reaccionó incómoda. De aquello hace medio siglo y todos, en el país, hemos aprendido a complejizar la realidad, los posicionamientos y los análisis para entender que nuestras líneas divisorias son las de las nociones de soberanía, independencia, subdesarrollo, agresividad imperial, humanismo, colonialidad, nacionalismo: era esto lo que había que interiorizar y defender.
Fratelli tutti (Todos hermanos), la extraordinaria Encíclica del Papa Francisco sobre la fraternidad y la amistad social, pronunciada el pasado 4 de octubre, me ha regresado a todos aquellos recuerdos de medio siglo atrás. Es curioso cómo, pese a no ser creyente en religión alguna, he pasado todo ese tiempo regresando a ese libro; decenas de los poemas que he escrito son dedicados a alguna de sus partes o personajes, incluso en mi manera de argumentar noto su marca. La historia de Jesús, su recorrido hasta terminar padeciendo clavado en la cruz (para así abrir el ciclo que hace posible la Salvación), es la historia más bella que existe, a mi entender, y no puedo imaginar un mundo en el que no acompañe a los hombres, sea de esta forma exacta o en cualquiera de sus posibles variantes o formas paralelas de contar el sacrificio, por el otro genérico. Dicho de otro modo: la historia de un hombre que padece como tal, siendo hijo de Dios, que sufre escarnio y violencia, que atraviesa el sacrificio, no para salvar a uno o algunos, sino a la humanidad, desde sus orígenes y hasta su final, que salva la condición humana del caos y el vacío espiritual.
La inspiración para la Encíclica está en la vida y obra de San Francisco de Asís, en celebración del cual el actual Papa tomó su nombre, y así recibimos un discurso cuya clave es que el santo: «caminó cerca de los pobres, de los abandonados, de los enfermos, de los descartados, de los últimos». A partir de aquí, manteniendo en todo momento esta perspectiva como idea orientadora, Francisco hace una profunda revisión de los problemas de nuestro tiempo en un extenso abanico de síntomas que incluye: conflictos armados, noticias falsas, crisis de la política, desempleo, populismos, autoritarismos, economías neoliberales, libre mercado, procesos de globalización, migraciones, cuidado del medioambiente y otros muchos problemas del presente. En palabras del Papa Francisco, él entrega esta Encíclica social: «como un humilde aporte a la reflexión para que, frente a diversas actuales formas de eliminar o de ignorar a otros, seamos capaces de reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en las palabras».
Su deseo es que se extienda por el mundo «el amor de Dios», no como un conjunto de palabras, sino como la más efectiva de las prédicas posibles que es vivir el dolor de los desposeídos, los humildes, esos a quienes llama «los últimos». Pero vivir el dolor del otro no termina con hablar sobre el sufrimiento, sino que demanda un amor activo que solo encarna cuando se está donde mismo ese otro se encuentra; es decir, con él, compartiendo y construyendo caminos nuevos de fraternidad, amistad y solidaridad. En voz de Francisco, «la ley suprema del amor fraterno» nos pide actuar siempre guiados por «la inalienable dignidad de cada persona humana más allá de su origen, color o religión». Como muestra de ejemplos a seguir, el Papa habla de los movimientos sociales y reivindica el trabajo de base en los espacios de pobreza y degradación; esfuerzo lento, donde el desgarramiento y la desesperación son presencia habitual, pero donde la fuerza que brinda el amor se sobrepone y nos pide participar. Esto recién dicho equivale a una batalla permanente porque «(e)l bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados cada día».
Las batallas de las que habla Francisco son tan numerosas como diversas, su visión del mundo nos presenta el choque sin descanso entre fuerzas que tienden a la comunidad entre personas o al egoísmo. Los campos de alineación son múltiples y cambian mientras que el amor es (y será por siempre) el verdadero eje divisorio a cuyo alrededor se colocan los actores. De esta manera, tomando como punto de partida –sigo palabras de la Encíclica– que «el mayor peligro es no amar», existimos a través de una prueba –en la cual la pregunta acerca de quiénes somos y qué estamos dispuestos a dar– sobrepasa diferencias ideológicas, nacionales, culturales, políticas o de cualquier otro orden, pues la balanza dialéctica queda establecida –en su formulación más básica– entre egoísmo y amor, entre solidaridad con «los últimos» o desprecio hacia aquellos seres a los que se considera inferiores. En palabras de Francisco: «La inclusión o la exclusión de la persona que sufre al costado del camino define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos. Enfrentamos cada día la opción de ser buenos samaritanos o indiferentes viajantes que pasan de largo». El arco del abrazo que nos propone es tan inmenso que allí están no solo los humillados económicos, desde quienes ven cada día con temor hasta quienes están ya en el hambre, sino los otros a quienes ha sido destinada esa otra pobreza que son la desatención a los ancianos y a quienes padecen limitaciones físicas, o el desprecio «cultural» (como a los indígenas), a los practicantes de otras religiones o a los que provienen de culturas no occidentales.
La presente Encíclica es un documento de fineza extraordinaria que, si bien no es un pronunciamiento político (como bien se precisa cuando señala: «(que otros sigan pensando en la política o en la economía para sus juegos de poder), tiene como fundamento el rechazo explícito a las sociedades enfermas (esas que se construyen “de espaldas al dolor”), la invitación a “volvernos capaces de salir de nosotros mismos hasta acoger a todos», el llamado al «cultivo consciente y pedagógico de la fraternidad», el asumir «la cultura del diálogo como camino; la colaboración común como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio» y ese concepto de la caridad según el cual, cuando las personas se unen «para generar procesos sociales de fraternidad y de justicia para todos», entran en «el campo de la más amplia caridad, la caridad política». Esta «caridad social», que nos permite «avanzar hacia un orden social y político» del cual sea ella misma el alma, reúne, en palabras de Francisco: «ambas dimensiones: la mítica y la institucional, puesto que implica una marcha eficaz de transformación de la historia».
Fratelli tutti me ha recordado la Biblia que aprendí a leer en aquella humilde vivienda en San Miguel del Padrón, y que luego refrendarían las conversaciones con mi tío Fidel, de denominación bautista, en la ciudad de Trinidad, y tantas otras que he tenido, a lo largo del tiempo, con cristianos de semilla y raíz. Se resumía, como bien anota el Papa Francisco, en lo siguiente: En el Nuevo Testamento resuena con fuerza el llamado al amor fraterno: «Toda la Ley alcanza su plenitud en un solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14).
Hay que leer este texto cuyo lenguaje e intención equivalen a un viento de fundación, generador, fresco. La Encíclica afirma: «La paradoja es que a veces, quienes dicen no creer, pueden vivir la voluntad de Dios mejor que los creyentes». Allí quiero estar: por admiración, por respeto, por solidaridad, por participación.
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Anibal Garcia dijo:
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27 de octubre de 2020
01:40:21
alexander dijo:
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27 de octubre de 2020
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Austin Llerandi dijo:
3
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Gualterio Nunez Estrada dijo:
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9 de febrero de 2021
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