No me detendré en el contexto y los entresijos del más conocido ensayo de José Martí escrito en 1891, cuyo nombre, Nuestra América, seguimos usando quienes aspiramos a la unidad de ese inmenso y rico territorio, que va del río Bravo a la Patagonia. Mi intención es otra: reflexionar sobre los retos múltiples que enfrentamos, y el papel de la izquierda y de la intelectualidad revolucionaria en esta hora de Nuestra América.
Michael Kozak, secretario adjunto de Estado interino para Asuntos del Hemisferio Occidental de Estados Unidos, en un artículo que reprodujo la página oficial de su Embajada en La Habana, escribe parodiando a Marx: «Un espectro se cierne sobre el Hemisferio Occidental: el espectro de la democracia». De alguna torcida manera, tiene razón (en el sentido opuesto al que sugiere): el imperialismo y sus lacayos han
desencadenado la guerra para revertir las conquistas sociales de los pueblos; una guerra que no es por la democracia, sino contra la democracia. Los pueblos responden también, en las urnas (México, Argentina, incluso Bolivia, porque no podemos olvidar que Evo ganó las elecciones) y allí donde hay gobiernos rapaces y serviles al imperio, en las calles.
Nunca ha sido más evidente: los complejos entramados de la democracia burguesa existen para conservar el poder burgués. Si no funcionan en su misión de mantenerlo, es que no funcionan. Y si no funcionan, en esa lógica perversa pero intrínseca al sistema, son declarados antidemocráticos. Cuando dicen que en Venezuela no funciona esa democracia, porque en las elecciones no ganan los representantes del poder transnacional (sin inspectores de la oea, por supuesto), tienen razón.
Pero nadie ha respetado más las normativas y los trucos de aquella democracia que los gobiernos de izquierda, como medio para propiciar el parto de la otra democracia, la que defiende y protege a los oprimidos. Mientras, los recursos de la democracia burguesa son utilizados por los opresores para aplastar la democracia: el poder militar, entrenado para reprimir y matar; el poder judicial, sinuoso y corrupto, dispuesto a suplantar al ejército; el poder financiero, para boicotear economías rebeldes y organizar sediciones; el poder mediático, para mentir y crear escenarios confusos. Los últimos 20 años han probado hasta la saciedad las insuperables limitaciones de la democracia burguesa. Y nadie la ha despreciado e ignorado más que quienes la enarbolan a nivel conceptual para desacreditar cualquier otro modelo más justo.
Hay que descolonizar los conceptos y las palabras, quitarnos de los ojos las «antiparras yanquis o francesas», al decir de Martí, para que podamos reconocernos. No existe una izquierda revolucionaria y una izquierda democrática: las revoluciones son el mayor acto de democracia que pueda concebirse. El socialismo (hablo, desde luego, del anticapitalista, del que no forma parte del sistema) o es democrático o no es. Pero aspira a otro tipo de democracia.
«Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador», decía José Martí. Es preciso crear, como hace dos siglos, caminos propios para la emancipación real. La batalla por la descolonización se libra sobre todo en la mente de los colonizados: «La colonia vive en la República», repetía Martí, y hablaba de un enemigo taimado que esperaba por nuestros errores, «el tigre», decía, regresa agazapado: «No se le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene al tigre encima».
El anticapitalismo puede tener su mejor expresión en sociedades que transitan sus vías múltiples, en acto de
creación heroica, pero también se manifiesta y no debe desdeñarse este plano, en las conquistas ciudadanas de los trabajadores, de las mujeres, de los jóvenes, de las minorías de cualquier tipo, y también, en sociedades que reivindican su soberanía frente al imperialismo. La lucha contra el imperialismo y contra el neoliberalismo, hoy, son las puertas del anticapitalismo. La unidad de nuestros pueblos, el escudo que nos protege en su paso por ellas. «Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos –reclamaba Martí–. (…) Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes».
Eso lo saben los centros de poder, y se declaran enemigos de cualquier gobierno que manifieste una voluntad de independencia. Participemos sin prejuicios teoricistas en todos los frentes que abra la dignidad, alertas siempre en cuanto a sus reales intenciones, pero no le cedamos ningún espacio a los que pretenden dividirnos. Tenemos que ser lo suficientemente flexibles en las metas y lo necesariamente firmes en los principios, en los objetivos finales. Empujar de conjunto cualquier proyecto emancipador, por limitado que sea o parezca, sin perder la razón más profunda de nuestra lucha: la justicia total. Y avanzar cuanto sea posible (y a veces lo posible parece imposible), hacia metas de mayor alcance. No se trata de moderar el discurso o de achicar las pretensiones, para nada, el salto es sobre el abismo, los revolucionarios somos realistas, es decir, construimos lo imposible.
Claro que vienen por nosotros, los que avanzamos más, los que recuperamos «el espíritu épico» de la independencia, y sostenemos revoluciones emblemáticas. Quieren nuestras cabezas en la punta de sus lanzas. ¿Hay que reiterar que queremos la paz? Pero no a costa de traicionar nuestra gloriosa historia, y nuestros sueños centenarios. Para no hablar, por pudor, de Cuba, que hace unos días conmemoró su aniversario 61, bajo un permanente e incrementado bloqueo contra su pueblo –y ha visto pasar a 12 presidentes estadounidenses empeñados en derrocarla–, lo hago de la Venezuela bolivariana que, gallarda, lo resiste todo: las guarimbas, el robo de los recursos financieros, la persecución de sus exportaciones de petróleo, los sabotajes eléctricos, las campañas difamatorias.
No existe posibilidad alguna de pactar con el imperialismo y mantener la viabilidad de los cambios y la sostenibilidad de la justicia. El Rojo será fusilado de inmediato, pero el rosado lo será después, en cuanto sea posible. Y será una muerte indigna.
Andamos desarticulados, posmodernos, en medio de una salvaje modernidad, a expensas de un imperialismo decadente que articula todas sus fuerzas, las de sus clientes y siervos, las de sus académicos orgánicos y sus sicarios, las de sus símbolos y sus artes oscuras, las de sus tecnologías. Es preciso que nos articulemos: articular los reclamos justos de todos los sectores de la sociedad. No se trata de subordinar unos a otros según la comprensión de uno de ellos o de alguna teoría.
La izquierda revolucionaria va por la justicia total, la que la época y las circunstancias visibilizan ya, aunque sea embrionariamente. Que todas las consignas que tiendan puentes sean bienvenidas. Articular a los partidos y a los movimientos sociales, en causas comunes, inmediatas o mediatas, y cuando sea posible, de largo alcance. Articular las diferentes formas de lucha: las de los partidos, las de los movimientos sociales, las de arriba y las de abajo, las del poder de base o las comunas, y también las de la vanguardia revolucionaria, las de las masas conscientes y las de sus líderes. Hay quien solo admite una, y ve a las demás como formas negadoras de su existencia.
Ha sido grande, a veces decisivo, el papel que han jugado los líderes revolucionarios en la historia contemporánea: desde Bolívar y Martí, desde Lenin, hasta Hugo Chávez y Fidel Castro. El Che Guevara dejó valiosos apuntes sobre la relación entre los individuos, el líder y las masas en un proceso revolucionario. Pero nada sustituye la inigualable experiencia democratizadora de una Revolución triunfante. Es cierto, un líder es nada, si no surge como expresión de las virtudes y ansias populares, y mantiene los pies en la tierra, el contacto íntimo con quienes lo sostienen: esa es su fuerza, sin ella, lo pierde todo. Es funcional al imperialismo que prescindamos de esos grandes líderes populares, que acortemos su liderazgo a períodos de cuatro o cinco años. No les creamos el cuento de la alternabilidad, siempre sistémica: los que pretenden cambiar o modificar el status quo no son elegibles. Mario Vargas Llosa alguna vez escribió, orgulloso, un extraño elogio sobre la democracia en Chile titulado “Bostezos chilenos”:
En el debate entre Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, que tuvo lugar pocos días antes del final de la segunda vuelta, había que ser vidente o rabdomante para descubrir aquellos puntos en que los candidatos de la izquierda y la derecha discrepaban de manera frontal.
Hablaba sin proponérselo de que nada cambiaba en ese país desde que Pinochet lo entregó amarrado y amordazado. Treinta años de continuismo pinochetista. Ahora el pueblo exige que se derogue la Constitución que diseñaron los militares, y Piñera trata de engañarlo con promesas y pactos a sus espaldas. Y Vargas Llosa se declara perplejo: no entiendo nada, asegura (y le creemos).
Evidentemente, no basta con que un partido o un movimiento se asuman a la izquierda del espectro político, es necesario impulsar un rescate de los oprimidos que a la larga afectará intereses locales e imperialistas, no importa si son de menos alcance; pero ello, a su vez, trae un nuevo reto: ¿cómo proceder cuando esas políticas, siendo exitosas, agotan sus posibilidades?, ¿qué hacer cuando la realidad exige un paso más en el proceso de radicalización?, ¿qué hacer cuando la reacción de los opresores afectados o de los potencialmente afectados, empuje a esos gobiernos a la adopción de una de estas dos únicas alternativas: la abdicación o la radicalización?
Por ello es imprescindible que entre todos construyamos el saber y el poder del pueblo, que hagamos a las masas protagonistas de su propio destino y conocedora de su historia. La primera gran conquista del socialismo es la conversión de las masas en colectividades de individuos conscientes, en protagonistas (sujetos) de sus vidas. Pero no es suficiente. La guerra cultural se libra entre dos formas de vida esencialmente opuestas; la del tener, que tasa a los seres humanos según los objetos materiales que puedan exhibir y la del ser, que establece la medida del éxito en la utilidad social, en la virtud, y que cultiva un tipo de realización que sin prescindir del bienestar material, prioriza la participación social del individuo. Digámoslo de otra manera: el “buen vivir”, que los pueblos originarios nos enseñan, frente a la “buena vida” del capitalista explotador de otros seres humanos y de la Naturaleza. El consumismo que genera la cultura del tener acabará con todos, ricos y pobres, opresores y oprimidos, con el planeta. El ecologismo salvador, el que va a las raíces, es necesariamente anticapitalista.
A veces las sublevaciones antineoliberales son como incendios forestales. Y el ímpetu justiciero se apaga en la nada, con su legión de nuevos mártires. Pero los nuestros, los de nuestra América, los chilenos, los colombianos, los ecuatorianos traicionados, los hondureños, no han sido abandonados por el Estado de Bienestar Social, no pertenecen al mundo rico (al mundo subdesarrollante, diría Roberto Fernández Retamar, abastecido por unas relaciones económicas internacionales injustas); ellos saben que el neoliberalismo y el pequeño y egoísta mundo rico de sus países subdesarrollados son los constructores de su pobreza. No todos saben, sin embargo, que tras ese pequeño poder hay otro mayor, que mueve los hilos y aprieta la soga en nuestros cuellos. Hay que mencionar por su nombre al imperialismo. Martí alerta sobre la necesidad de conocer al enemigo y de que este nos conozca y respete: “El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América”.
El imperialismo, que financia y conduce la subversión de los gobiernos revolucionarios o progresistas, criminaliza la solidaridad de la izquierda con los oprimidos. “Libero a Cuba de toda responsabilidad, salvo la que emana de su ejemplo”, declaraba el Che Guevara. Que nadie nunca libere a Cuba o a Venezuela de la responsabilidad que emana de su ejemplo de resistencia victoriosa, y de avance hacia nuevos cotos de justicia. Que nadie crea que dejaremos de gritar nuestro abrazo a los que dejan partes de su alma y de su cuerpo en lucha por la justicia social. No podemos dejar de ser solidarios, y seguir siendo revolucionarios. Y que nadie piense que nuestra solidaridad justifica el apoyo imperialista a los opresores. El primer acto de violencia, es el de la injusticia, dondequiera que exista. Queremos la paz, la necesitamos para crecer, para que la justicia se realice, una paz sin violencia, sin injerencias, una paz solidaria y digna.
Solo a los gobiernos progresistas y de izquierda les interesa la unidad de los pueblos de Nuestra América. Sin embargo, las ideas no se construyen en vano. “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra –escribía José Martí--. No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados”.
Quiero finalizar con unas palabras de Fidel pronunciadas el 28 de enero de 1994. Ese día, como todos sabemos, es el cumpleaños de José Martí y las palabras de Fidel retoman las que acabo de citar del Apóstol cubano de la independencia. Pero es importante el año, porque el país atravesaba una profunda crisis económica provocada por la entonces cercana caída del llamado campo socialista y el recrudecimiento del bloqueo imperialista, y resistía solitario en el hemisferio. Increíblemente, Fidel trasunta optimismo, habla ante cientos de delegados latinoamericanos y caribeños en un encuentro de solidaridad que se celebra en La Habana:
Hace falta conciencia, hace falta eso que ustedes han estado elaborando aquí, desarrollando aquí: hacen falta ideas, esas ideas básicas que hay que llevar a todos los demás. (…) y podemos decir que los pueblos están como la hierba en las épocas de grandes sequías, que absorben ideas como podrían absorber el agua, y que prenden como podría prender la pólvora.
Hace falta que esas ideas se trasmitan. Esas ideas están potencialmente ya en la mente de decenas de millones —por no decir cientos de millones— de latinoamericanos y de caribeños, y pienso que esos conceptos se irán elaborando y perfeccionando cada vez más, porque los pueblos están aprendiendo en la calle lo que es el imperialismo, lo que es el capitalismo, lo que es el neoliberalismo. No es difícil trabajar sobre esas bases, y algún día, desde cierta distancia, se podrá ver que todo eran ilusiones del imperialismo cuando creyó que había conquistado el mundo, y estaba, sin embargo, más lejos de poderlo conquistar y los pueblos cada vez más conscientes de su fuerza.
Esto, repito, lo decía en 1994. En 1998 triunfó Hugo Chávez en Venezuela, y su predicción empezó a cumplirse en la primera década del nuevo siglo. Podríamos hoy repetir sus palabras, y asumir nuestra responsabilidad como intelectuales a partir de ellas, pero estos son otros tiempos: ya no habrá que esperar tantos años, los pueblos saben más, tienen mayor conciencia, Nuestra América es otra, y ha rescatado en las calles la consigna trunca del siglo pasado: el pueblo unido jamás será vencido. A ella podemos y debemos agregar el plural porque, sin dudas, los pueblos unidos, jamás serán vencidos.
*Fragmentos de la ponencia del autor en el Seminario Internacional “Rebelión antineoliberal en Nuestra América”, leída en Caracas, el 19 de diciembre de 2019.















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