
Hace más de dos décadas, en Amarillo, Texas, asesinaron al joven de 19 años Brian Deneke. Su verdugo recibió una pena simbólica y fue casi aplaudido durante un proceso judicial cargado, como gran parte de la comunidad, del más ciego rencor contra la víctima y lo que representaba.
Los delitos de odio se definen en general como crímenes motivados por animadversión contra una etnia, religión, procedencia nacional, discapacidad, orientación sexual y otras causas. Brian fue víctima del odio, sin ninguna duda, sobre todo por ser «diferente». Había escogido el estilo punk para cortarse el pelo, vestirse, expresarse artísticamente y oponerse a las convenciones burguesas. Su chaqueta exhibía un letrero («destruirlo todo»), tomado de una banda de punk rock, y su peinado evocaba el de los mohicanos.
La apariencia extravagante y la actitud nada convencional, en cierto modo rebelde, de Brian y sus amigos recibieron como castigo la represión feroz de la policía y las provocaciones de una tropa de «hijos de papá», paradigmas de la juventud yanqui, blanca, atlética y cristiana, soñada por los ultraconservadores, «sana», «traviesa», sí, aunque dentro de los límites, integrada al sistema.
Fue asesinado primero por un joven «triunfador» (en el fútbol y en la vida), que usó como instrumento letal su Cadillac. En el juicio, más tarde, a Brian volvieron a matarlo: lo lincharon post mortem. Tan terrible como la aniquilación física del joven punk resultaron la argumentación usada por el abogado defensor del asesino y la complicidad del jurado.
Los responsables de esta atrocidad no fueron unos fanáticos desequilibrados. El problema es más grave y tiene raíces mucho más hondas. Nos lo muestra el filme exhibido en El espectador crítico el sábado pasado (Ciudad bomba), que reconstruye los últimos días de la brevísima vida de Brian Deneke.
Amarillo viene a ser en efecto una «ciudad bomba», no exclusivamente por su planta de ensamblar y desmontar armas nucleares; también porque hay allí un núcleo de violencia oculta, a punto de estallar. Es un botón de muestra de lo que llaman «la América profunda», con su puritanismo intransigente, alucinado, con su bandera de la Confederación, con una infinita capacidad para detestar lo que le resulta exótico e inquietante, lo que no puede comprender.
La revista argentina Anfibia describe de este modo «la América profunda» a la que pertenece Amarillo: «ciudades pequeñas habitadas por trabajadores blancos, que nunca viajaron, guardan un arma en la casa y votan siempre al Partido Republicano… [Están] dispuestos a matar y a morir por la imagen de un país construida en la tv y en las lecciones patrioteras aprendidas en la escuela». Sus historias, agrega, «ayudan a entender las dinámicas sociales que laten detrás de la victoria de Trump».
Hace unos tres meses, en Telesur, Jorge Gestoso entrevistó al analista político Emilio Viano sobre el crecimiento notable de los grupos de odio en EE.UU. Viano aseguró que la oratoria de Trump estaba influyendo de manera directa en este fenómeno. Ya antes. Heidi Beirich, de la organización Southern
Poverty Law Center, con sede en Alabama, había dicho que «la retórica de odio lanzada por Trump durante su campaña y presidencia se ha traducido en violencia en el mundo real contra las comunidades a las que se ha referido».
Al cierre de 2017 hubo alarma en algunos medios por el informe del FBI que reportaba 7 000 delitos de odio (un 17 % más que el año precedente) y 8 828 agredidos. Beirich dijo entonces que los datos podrían ser mayores si los clasificaran correctamente. «Sabemos que los delitos de odio no se reportan de manera significativa y que un promedio de 250 000 personas son víctimas de ese tipo de crímenes», explicó.
El total de grupos de odio ascendió igualmente entre 2016 y 2017: de 917 a 954. Siguieron creciendo, y ya en 2019 se contabilizaban 1 020 pandillas de neonazis, antihomosexuales, antinmigrantes y todo tipo de racistas.
El pasado martes 18 de junio, António Guterres anunció que la ONU prepara una estrategia y un plan de acción contra «los discursos de odio», que se oponen «a la tolerancia, la inclusión y la diversidad» e incitan «a la discriminación, la hostilidad y la violencia». Se refirió, además, de modo general, a «algunos líderes políticos [que] están incorporando las ideas y el lenguaje alimentado por el odio» de ciertos grupos recalcitrantes. «Todo ello se esparce por las plataformas digitales de las redes sociales y es utilizado por agrupaciones extremistas para reclutar y radicalizar», dijo. Ojalá tenga éxito.
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Damisely franco dijo:
1
21 de junio de 2019
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Me encanta Barbara Eden dijo:
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yahima dijo:
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22 de junio de 2019
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