
La unidad no fue nunca la suma de ideologías, no surgió de pactos, ni de alianzas, como aquellas que se construyen para ir a las urnas allí donde no existe una Revolución. Se construyó en permanente lucha contra otras ideologías que se revelaban como insuficientes o francamente contrarrevolucionarias, sobre la base de la honestidad de sus miembros, y sobre el consenso que la propia confrontación ideológica propiciaba: patriotas tan diversos como Blas Roca, Raúl Roa y Armando Hart, para solo citar tres ejemplos, abrazarían una misma ideología revolucionaria, la del Partido que nacía con el estandarte comunista y el liderazgo de Fidel.
La unidad ideológica alcanza su plenitud después del triunfo revolucionario, y permite que la ética sobre la que se sustenta pueda avanzar hacia la consecución de sus fines.
Desde luego, unidad, aunque no siempre lo hayamos entendido así, no significa unanimidad: existen, y es saludable que existan, divergencias, criterios encontrados, en un propósito ideológico común. La palabra consenso apunta al hecho de que la unidad emerge, como acto consciente, de la diversidad.
Ninguna de las líneas ideológicas primigenias dejó de marcar su huella; ni la idea de un Dios que encarna en los seres humanos concretos, y apuesta por la justicia terrenal (ni siquiera en los años en que diferentes iglesias cristianas, en especial la católica, conspiraban contra la Revolución y esta abrazaba un ateísmo doctrinal, piénsese si no en el libro germinal de Cintio Vitier, que retomaba la frase de Luz, Ese sol del mundo moral (1975)); ni el patriotismo, cada vez más radical, que va del «No hay Patria sin virtud» del Padre Félix Varela (1788- 1853), hasta el «Patria es Humanidad» de José Martí; ni el martianismo de alas de cóndor, cumbre de ese pensamiento, que salta sobre el abismo de la seudociencia que insectéa en lo concreto y vence falsos imposibles, para el cual el amor a la patria «no es el amor ridículo a la tierra, /ni a la yerba que pisan nuestras plantas», sino un proyecto colectivo de justicia y dignidad humana, ese que se define «con los pobres de la Tierra» y trabaja arduamente y en silencio «para impedir que los Estados Unidos caigan con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América» (porque en Martí se junta aquel cristianismo –que para él significaba «ser como Cristo»–, y este patriotismo); ni el marxismo en sus diferentes vertientes, con todo su legado emancipador y su rigor científico, dentro del cual destaca el leninismo, que aporta la experiencia revolucionaria. Pero ninguna de esas líneas puede, sin traicionarse, deshacer hoy su vínculo esencial con las restantes, esa cualidad nueva que adquirió con la Revolución, y el aporte de Fidel.
He hablado de su sentido anticapitalista y antimperialista, solidario e internacionalista, de su vocación de justicia y de su ética revolucionaria, pero no pretendo establecer decálogo ideológico alguno, apunto solo sus fuentes y la necesaria imbricación entre ellas. Si de principios rectores se trata, acudamos a la definición del concepto de Revolución propuesta por Fidel, sin divorciar sus palabras del contexto de su propia vida y obra.
El discurso contrarrevolucionario pretende hoy desarticular esa unidad ideológica. En vida de Fidel ignoraba la existencia del país que laboriosamente se construía, y reducía el alcance de la Revolución a su figura. Se proclamaba anticastrista y cifraba todas sus esperanzas en la desaparición física del líder. Hoy adopta nuevas formas. Necesita extirpar la ideología de la Revolución, vaciar el concepto de socialismo de su sentido revolucionario, deshuesar al Partido; oponer o distanciar sus fuentes: a Marx de Lenin, a Martí de Fidel, y a los dos primeros de los segundos.
Quiere restaurar las diferencias originarias de los combatientes, para enarbolar el pluralismo ideológico que la Revolución pudo superar en sus inicios, porque era condición de vida. La nueva contrarrevolución emplea el lenguaje de la izquierda, que es el que el pueblo identifica como suyo. Critica a la Revolución por supuestamente apartarse de la Revolución y a la vez, la empuja a que se aparte. Pero la democracia revolucionaria trasciende las formas y la falsa libertad del derecho burgués; en Cuba la carta náutica se discute y se rehace en la calle, las políticas se encauzan con el consenso del pueblo.
Sin la unidad ideológica interna, no hubiera sido y no será posible el desarrollo de una política exterior de principios que sea a la vez flexible, capaz de pactar la convivencia con actores y gobiernos de signo contrario.
Los consensos ideológicos ni se mueven ni se construyen solos, cuando los revolucionarios, en lugar de construir los suyos, se dedican a administrar los que «espontáneamente» surgen, pierden la Revolución: no existen consensos espontáneos, estos no solo son el resultado de realidades nuevas o no superadas, en su reconstrucción trabajan a toda hora las transnacionales de la (des)información y los medios reproductores del imaginario capitalista. Para vencer es imprescindible que la realidad revolucionaria, no los elementos contrarrevolucionarios que subsisten o resurgen en esa misma contradictoria realidad, muevan la ideología a su ritmo. Cuando se reclama el abandono de ciertos postulados ideológicos a nombre de la realidad, ya que esta nunca es estática, hay que discernir si se trata de la realidad que avanza o de la que retrocede.
Gracias a la sensibilidad y a la consecuencia de la Revolución, a la genialidad de Fidel, cada una de las seis décadas revolucionarias ha tenido características propias. La isla se ha movido, ha construido y descubierto nuevas islas, a pesar del bloqueo económico, comercial y financiero y de los errores y desvíos propios, señalados valientemente por Fidel y por Raúl en cada momento, y discutidos con el pueblo: alfabetizó a todos, elevó el nivel escolar promedio hasta el grado onceno y propició que el 22,2 % de sus trabajadores sean graduados universitarios (y que el 66 % de ese total sean mujeres). Masificó la práctica deportiva, como un derecho del pueblo, y generó un movimiento deportivo ajeno y superior al que se supedita al mercado.
Masificó la enseñanza artística y creó verdaderas escuelas de danza, de cine, de música, de artes plásticas, de sueños. Masificó la enseñanza científica y consolidó polos de producción e investigación. De 6 000 en 1959 (de ellos, 3 000 abandonaron el país, para conservar sus privilegios de clase), Cuba pasó a tener 92 084 médicos y el mejor indicador del mundo en el per cápita de estos profesionales: 7,7 por cada mil habitantes, o lo que es lo mismo, un médico por cada 122 personas. Como resultado, en 2017 y 2018 la tasa de mortalidad infantil alcanzó cifras difíciles de superar: 4,0 por cada mil nacidos vivos. Cultivó la solidaridad hasta convertirla en convicción íntima para millones de hombres y mujeres. Transformó a las masas en colectividades de individuos, protagonistas de sus vidas y de su época. En Cuba no han desaparecido ni la prostitución, ni la corrupción, ni el burocratismo, es cierto, pero los cubanos sabemos que si el capitalismo neocolonial regresa (no puede existir otro en América Latina), esos flagelos se harían crónicos.
Los Impostores de la Nueva Fe –la del capitalismo, tenga el apellido que tenga– pretenden hoy desorientar al lector u oyente acusando a los revolucionarios de Protectores de la Fe. Cuando escuchan la palabra ideología desenfundan el revólver, quieren que identifiquemos su significado con el dogmatismo. No somos revolucionarios porque adoptemos una ideología revolucionaria, sino porque estamos dispuestos a entregar la vida en defensa del pueblo, de la Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes.
El socialismo no es una fe, es también el lugar y el camino hacia un lugar más justo, es el barco que busca, a medio construir, y también lo que el barco busca. Las herramientas de navegación son todo lo científicas que la época permite, y la fe que necesitamos es de otro tipo: «Tengo fe en el mejoramiento humano –le decía José Martí a su hijo, acaso también a la nueva generación– en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti». Existe, sí, una ideología de la Revolución que se renueva, sin renunciar a la justicia social y a la independencia que la hacen posible, es decir, a su sentido anticapitalista y antimperialista.















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