Todos hemos leído, ya sea durante los años de estudiante o posteriormente, sobre la historia que yace en las tierras o arenas del llamado Oriente Medio.
De igual forma en épocas más recientes, con el descubrimiento de enormes yacimientos de petróleo y gas en esa región, mucho se ha escrito sobre la importancia de contar con esas fuentes energéticas, que desgraciadamente empresas transnacionales se han lanzado sobre ellas como verdaderas aves de rapiña.
En ese pulseo entre fuerzas externas y poblaciones nacionales, no pocas veces el primer perdedor es el patrimonio cultural milenario que atesoran esos países.
Recuerdo en este comentario, lo dicho por un soldado estadounidense de los llevados a invadir y ametrallar a Irak. Cuando le preguntaron si conocía algo sobre el país al que iba a combatir, respondió No, e incluso no supo señalarlo en el mapa. Y cuando indagaron si sabía o había estudiado algo sobre la riqueza cultural de Irak, volvió a responder No. Y agregó: «nunca he estudiado sobre eso».
Por desconocimiento o quizás por incredulidad, estoy seguro que suman miles los soldados, pilotos, oficiales y otros, del país agresor, que cuando lanzan una bomba sobre una mezquita, un palacio levantado hace cientos de años o contra museos, y otros monumentos, ni se imaginan el daño que hacen a la cultura. O son parte de la anticultura.
A fin de cuentas, Estados Unidos inventó el calificativo de «daños colaterales», aplicado a los niños y mujeres víctimas de las bombas y –por qué no– a la cultura e identidad que tratan de sepultar.
Esa filosofía de guerra y destrucción –por no llamarle genocidio– alimentó a personas y grupos fundamentalistas a «competir» con los primeros en cuanto a ver quién destruía más.
De ese vientre salió el denominado Estado Islámico, como antes había nacido Al Qaeda, o el actual Al Nusra, todos exponentes de la anticultura, todos destructores de un valioso patrimonio. Todos inicialmente «fabricados» por Estados Unidos, país que todavía hoy arma y financia a algunos de ellos como a Al Nusra.
Terminar el 2018 con heridas abiertas en Irak, Afganistán, Libia y Siria, es más que todo una derrota a la civilización, a la cultura, al patrimonio explicativo de muchas de las interrogantes que todavía hoy se tienen sobre el surgimiento de la humanidad.
Bendito el 2019 si quienes hoy derrochan dinero para armas, bombardear y destruir, ceden su maligno objetivo a los que añoran visitar Palmira, aclamado museo al aire libre, descrito por la Unesco como un «oasis en el desierto de Siria», al que acudían en tiempos de paz cada año 150 000 turistas, y que fue destruido por los terroristas del Estado Islámico.
¿Cómo pudo la humanidad permitir que fueran borrados monumentos que son Patrimonio mundial; que en Irak la mezquita Al-Nuri, de Mosul, fuera pasto del odio que la convirtió en ruinas; o que el Memorial al Genocidio armenio en Deir ez-Zor, en Siria, fuese destruido?
A esa propia nación árabe, donde son seis los sitios declarados por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad, debieran acudir los líderes occidentales encabezados por el de Estados Unidos, para conocer historia y cultura, aliadas silenciosas durante miles de años y que ahora los Satanás modernos hacen sucumbir.
Bombardear y matar a niños, mujeres y ancianos y luego decir que son daños colaterales, no puede admitirse como patrón de conducta de quienes quieren hacer creer al mundo que así actúan en nombre de la democracia y en defensa de los derechos humanos.
En este escenario, Siria, víctima de una feroz guerra impuesta por los grupos terroristas y con apoyo norteamericano y de algunos estados de la región, ya lleva casi ocho años de confrontación, y en este 2018 se estimaban 13,1 millones de personas necesitadas de ayuda humanitaria, incluidos 5,6 millones de niñas y niños, de los que casi medio millón viven en zonas de difícil acceso dentro del país. Además, más de 2,5 millones de pequeños tuvieron que refugiarse en Líbano, Jordania, Irak, Turquía y Egipto.
El terrorismo ha provocado que 6,2 millones de sirios se hayan tenido que desplazar de su lugar de origen y 5,6 millones de ellos emigraran a países vecinos y a Europa.
En Afganistán el fracaso de la ocupación estadounidense es evidente. Tras 17 años de guerra con la participación directa de Estados Unidos, las fuerzas del Gobierno controlan menos del 60 % de la nación y el resto está bajo la égida de los talibanes.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU) informó el aumento de muertos por bombardeos en ese país, hasta octubre del 2018, en un 39 % con respecto al 2017, de los cuales en su mayoría son mujeres y niños.
Detalló que 2 798 civiles han sido asesinados en los bombardeos y 5 252 heridos, para un total de 8 050 afectados.
Actualmente una fuerza mayor a los 14 000 militares estadounidenses y de la otan está desplegada en ese empobrecido territorio, y unos 3 000 de estos fueron enviados por el presidente Donald Trump.
Las propias fuentes norteamericanas aseguran que desde la invasión en el 2001, Afganistán nunca había sido tan insegura como lo es ahora. Hoy los talibanes controlan más territorio que en ningún otro momento en estos 17 años.
En Irak, donde el Pentágono tiene desplegados 8 892 militares, gran parte del patrimonio cultural milenario, único, ha sido destruido. La devastación en la región requiere de una reconstrucción casi total de ciudades, pueblos, hospitales, escuelas, viviendas, sitios históricos y otros; y para ello es necesaria una inversión multimillonaria de los propios países y la solidaridad internacional.
De quienes han provocado, financiado y hecho la guerra, nada puede esperarse. Seguirán obsesionados en derribar gobiernos y apoderarse de los cuantiosos recursos energéticos del territorio.


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