Caracas.–Mucho después, en un acto de evocación martiana, aquellos jovencitos se reencontraron aquí, lejísimo en el tiempo y en el espacio de su centro de entrenamiento. Ella, con una sensible pupila de maestra, se percató enseguida de quién era él, pero del otro lado hubo sus dudas. «Pronto voy a Cuba y traeré fotos tuyas, de cuando éramos compañeros en la Escuela Superior de Perfeccionamiento Atlético (ESPA). Yo fui campeona nacional de esgrima en los años 1973 y 1974», le prometió afectuosa.
No hubo que esperar a las fotos. Pensando un poco, Gaspar Sotolongo Pérez se dio cuenta de que Inalvis Catalina Mazar Fernández no es otra que la querida «Catina» de los tiempos de la eide Orestes Acosta, en Santiago de Cuba y de la espa Nacional Giraldo Córdova Cardín, en La Habana; la misma mujer que comparte con él la historia casual de exclusión de un equipo y la causal de inclusión en el dolor de un pueblo. Ahora, en Venezuela, Inalvis es la jefa de nuestra Misión Educativa y «Soto» dirige la Misión Deportiva, pero esta vez ella abre la puerta al reportero para hablar, entre tres, del recurrente sentimiento de Barbados.
«Hacía casi 40 años que no nos veíamos, pero yo recuerdo que en aquella época éramos muy intranquilos y ella, una muchacha muy bonita. Teníamos un vínculo estrecho, entrenábamos juntos, convivíamos, estudiábamos, hacíamos maldades –¡ella era fuerte y geniosa y a veces había que correr!–. No esperaba vernos aquí, pero desde que nos encontramos somos uña y carne, nos buscamos, consultamos, nos preocupamos por el otro», afirma él.
La estampa no solo reivindica la memoria de Gaspar, sino que los anima un poco antes de sumergirse en pasajes delicados. «Son las coincidencias –agrega ella– porque, a través de Soto, encontré a otra compañera de aquellos equipos de esgrima: Nolan de la Cruz. Traje las fotografías para vernos jóvenes. He venido varias veces a Venezuela, como colaboradora itinerante y mi pensamiento ha estado siempre donde se gestó el sabotaje contra nuestro avión».
RETRATO ADOLESCENTE
En 1976, «Catina» era apenas una adolescente, pero tenía suficiente nivel para integrar el equipo de 24 miembros a los Juegos Centroamericanos y del Caribe de esgrima, en Caracas. «Estaba accidentada. Mi entrenador, Santiago Edenio Hayes, que cayó en el atentado, me había lesionado sin querer en la aplicación de una técnica: recibí certificado médico y salí del equipo», relata la profesora, quien lleva todavía en su pierna izquierda, la marca de cuando la piña del arma rasgó su piel por error.
«En ese equipo estaba Virgen Felizola. Veníamos juntas desde la Escuela de Iniciación Deportiva Escolar (eide) e incluso fuimos juntas para la espa, donde compartíamos cuarto. También estaban Inés Luaces y Nancy Uranga, quienes también perdieron la vida», relata, como mirando a sus amigas.
Sotolongo tenía entonces 16 años y una estatura que no impresionaba; sin embargo, atributos muy cubanos le hicieron integrar una armada juvenil de florete que, con el bronce colectivo en el Torneo de Esperanzas Olímpicas, en Rumanía, había ganado el derecho a representarnos en el Centroamericano de mayores, de modo que el equipo «grande» se concentrara en las cercanas Olimpiadas de Montreal. Para esos Juegos Olímpicos la Federación Internacional de Esgrima redujo los planteles –de cinco a tres miembros– entonces dos titulares de adultos –Nelson Fernández y Leonardo Mckenzie– reforzaron el equipo que iría a Venezuela y «Soto», cuarto escalafón, no hizo el listado final.
UNA BOMBA EN CADA UNO DE ELLOS
Cuarenta y dos años después, Inalvis no atina a decir mucho. «Yo estaba con mi mamá cuando nos llamaron para ver en la televisión la noticia del atentado. Solo recuerdo que ella me acariciaba la cara, como asombrada de que estuviera viva…», refiere en un hilo de voz, palpándose a sí misma.
Un poco más al oriente, en plenos carnavales guantanameros, Soto llegaba esa noche a casa y sus padres, muy preocupados, le contaban del horror. «Mi primera reacción fue no creerlo, porque un hecho así no entraba en mi cabeza. Volví a La Habana, antes de terminar las vacaciones, para ayudar a las familias, con otros compañeros más cercanos, en el proceso que vino después».
Para Sotolongo, Carlos Leyva había sido un hermano. Comenzaron juntos y compartían entrenamientos, aventuras, cuarto y hasta closet, de modo que cuando los familiares del caído fueron a recoger sus cosas, su amigo del alma vio, con mucho dolor, a un recio padre llorar.
Soto relata que aquel equipo viajó por dos rutas diferentes. Una parte, en la que estaba su gran amigo, hizo un primer intento –frustrado por una huelga aeroportuaria en Caracas– a través de Puerto Rico y tuvo que volver a La Habana para repetir más tarde, así que tuvieron dos despedidas. Leyva llegó al cuarto con un estuche de Havana Club y lo compartió en parte con él, antes de hacerle un encargo: «Deja la otra para tomarla juntos, cuando yo vuelva». Frustrado el regreso, Soto la entregó, cual largo trago de duelo, al padre de Carlitos.
LA FLOR ARRANCADA
Inalvis repasa, para el reportero, cuánto se perdió en aquel manotazo del terrorismo amparado por Washington: «Cayó un avión, pero ¿qué significan tantas vidas perdidas de jóvenes que empezaban a crecer? ¡Cuánto sufrimiento familiar! La mamá de Virgen Felizola tenía más hijos, pero después de Barbados sufrió muy fuertes problemas siquiátricos. Hubo que renovarlo todo, ir al centro de entrenamiento y saber que allí había estado tu compañero caído… fue muy triste», dice recordándose a sí misma mientras aprendía a llorar por una amiga con la cual había compartido técnicas, conocimientos, bailes, confituras, bromas de becada.
Idéntico dolor refiere Sotolongo, quien coincide en el difícil regreso al enlutado lugar de los afectos, pero acota una «revancha» esencial: «Tuve la oportunidad de asistir al próximo Centroamericano, en Bogotá, y fíjate, mientras a nuestros mártires solo se les escapó una medalla de plata; cuando fuimos nosotros, mezclados mayores y juveniles, ganamos todas las de oro, las de plata y las de bronce. Sabíamos el compromiso que teníamos con nuestros compañeros caídos y la voluntad de demostrarles a los terroristas que no íbamos a rendir nuestro deporte». La flor arrancada volvía a renacer.
SIEMPRE CAE, SIEMPRE VUELA
Este periodista, que solo tenía nueve años en aquel octubre, propone a los dos entrevistados una idea que le persigue desde entonces, cada vez que escucha la frase «¡Pégate al agua, Felo…!»; pretende que puede haber otra oportunidad en la que el dc-8 llegue a pista y salve, no solo a los 57 cubanos, sino a las 73 personas.
La entrevistada sostiene que eso pasa porque todos saben que la Revolución nunca renuncia a salvarnos. «Es la valentía del cubano, la fuerza que sacamos de donde no existe y que nos ha permitido resistir tanto tiempo. Había explotado una bomba y todavía había ese aliento de avanzar y de llegar».
A su viejo amigo le sugiere la renuencia nacional a rendirnos: «Batallaron por controlar el avión, pero, desgraciadamente, explotó la segunda bomba y descontroló todos los mecanismos. Esa frase es fuerte, entristece mucho», afirma Sotolongo.
Para ambos, los días 6 de octubre son complicados. Él no oculta la rabia que le embarga, 42 años después, por el enorme potencial tronchado, sin embargo, lo maneja con el equilibrio del bien: «Adquirimos un compromiso que nos acompaña por nuestras vidas. Eso va adentro. En mis años de trabajo, siempre vinculado al deporte, he andado con ese compromiso de honor. Ellos no tuvieron la oportunidad de hacer lo que hacemos nosotros; por eso tenemos que hacerlo también en su honor. Hoy estarían en nuestros puestos; nadie debe olvidar que murieron amando a la Revolución».
Mientras Inalvis Catalina Mazar Fernández, como maestra revolucionaria cubana, reprocha al periodista –«¡me has hecho llorar varias veces!»–, su excompañero de equipo comenta la certeza de que la Misión Deportiva cubana en Venezuela va a parir muchos Carlos Leyva, muchos Leonardo Mackenzie, muchos Juan Duany.
BRINDIS DE LA PATRIA AL MÁRTIR
Firme en la ciudad donde los terroristas fraguaron el atentado que bañaría a Barbados de medallas y a Cuba de dolor, Gaspar Sotolongo Pérez termina frente a su amiga Inalvis la historia de aquel Havana Club a medias. Después del crimen, él siguió en el equipo y a menudo iba a Las Tunas, donde siempre le aguardaba un doloroso encuentro con el padre del amigo.
«Una vez lo volví a ver y me dijo que me estaba esperando. Me recibió en casa, con el estuche en la mano y el ofrecimiento de un trago. Me excusé, diciéndole que al otro día competía, y él recordó el encargo de su hijo y me dijo: “un solo trago”. Acepté, y por única vez en mi vida –no sé qué sensación extraña me envolvía– me embriagué con eso como si hubiera tomado una botella. Aquel hombre sirvió en dos vasos, pero se echó otro poquito en una mano y lo aspiró emocionado».
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