
ACCRA.—Dos décadas después de su anterior convocatoria, todo parece indicar que el movimiento panafricanista toma un nuevo impulso, a juzgar por lo acontecido este marzo en la capital de Ghana.
Las sesiones del Octavo Congreso Panafricano, caracterizadas por la participación de políticos, intelectuales y activistas de la inmensa mayoría de los países del continente y de naciones europeas y americanas con una marcada presencia de descendientes de los pueblos originarios de esa región, confirmaron la necesidad de mantener vivo el espíritu de lucha de los fundadores del movimiento y proyectarlo en los cambiantes y críticos escenarios actuales.
Esto se traduce en promover acciones contra los intentos de recolonización del continente y la aplicación de agendas neoliberales, y favorecer los procesos de integración económica y los valores de la solidaridad, el humanismo y la cultura.
El respaldo a esa agenda por parte del actual presidente de Ghana, John Dramani Mahama, quien inauguró el Congreso en compañía de su colega de Benin, Thomas Yayi Boni, fue interpretado como una posibilidad real de asumir desde el ejercicio gubernamental el panafricanismo como una fuerza social de transformación.
Su llamado a potenciar las investigaciones y aplicaciones científicas y tecnológicas en beneficio de las mayorías, y a la vez, insertar la dinámica del movimiento como un factor de compulsión para la unidad política de los estados de la región —como complemento y contrapeso a la vez de la Unión Africana— halló resonancia entre los participantes en el foro.
Arduos son los desafíos y sumamente diversas y complejas las coordenadas en que habrá que desbrozar caminos. Mahama resumió esta situación con las siguientes interrogantes: “Si bien podemos considerarnos soberanos desde el punto de vista político, ¿lo estamos culturalmente?, ¿somos económicamente independientes?, ¿estamos mentalmente liberados?”
Las posibles respuestas afloraron en el curso de álgidos debates tanto en las plenarias como en las comisiones que abordaron temas específicos como las alternativas al neoliberalismo y en favor de un desarrollo sustentable, el empoderamiento de las mujeres y los jóvenes, la gobernabilidad y la democracia participativa, el papel de los medios de comunicación y la cultura artística y literaria, y la lucha contra la injusticia contra los pueblos de origen africano tanto en el plano histórico como en los tiempos actuales.
Aun cuando el espectro ideológico de los participantes abarcaba un amplio abanico de posiciones, dentro de una proyección progresista común, hubo consenso en torno a la necesidad de defender principios irrenunciables y denunciar realidades inaceptables.
Entre estas últimas, los documentos aprobados por el Congreso fueron determinantes en rechazar la injerencia de intereses foráneos en la vida política de los estados africanos —varios delegados señalaron de manera contundente la inaceptable intromisión de Estados Unidos y las antiguas potencias coloniales—, exigir a los gobiernos políticas prioritarias para combatir la pobreza y las inequidades sociales; y desterrar las causas exógenas y endógenas que contribuyen a alentar el extremismo y el fanatismo que conducen al auge de expresiones terroristas, como las de Boko Haram en el norte de Nigeria; Al Shabaab, en Somalia; Al Qaida y la filial libia del denominado Estado Islámico.
Los vínculos solidarios y culturales entre los países africanos y las comunidades afrodescendientes establecidas en Europa y América —estas últimas derivadas de la infamante trata esclavista, negocio con el que las potencias coloniales sustentaron el desarrollo capitalista— estuvieron en el foco del Congreso.
Nadie olvidó que la noción del panafricanismo fue inicialmente alentada desde el otro lado del Atlántico, mediante el pensamiento y la acción, entre otros, del jamaicano Marcus Garvey (1887–1940), el norteamericano William E. B. Du Bois (1868–1963) y el trinitario George Padmore (1902–1959) inspiradores de las fuerzas que abogaron por la descolonización del continente a partir del término de la Segunda Guerra Mundial.
El cónclave de Accra también fue explícito en repudiar la discriminación padecida por los emigrantes de origen africano en Europa y en Estados Unidos, país donde los crímenes raciales son cada vez más frecuentes y cuyos ejecutores casi siempre gozan de impunidad.
Otro acuerdo refrendó el apoyo irrestricto a la causa del pueblo del Sahara Occidental, todavía impedido de ejercer la plena soberanía sobre su territorio.
Conocedor de las interioridades del panafricanismo, el embajador cubano en Accra, Jorge Lefebre, compartió con este enviado dos razones que avalan la dimensión actual de este concepto. Una de ellas transita por la recuperación de la memoria histórica de los pueblos del continente, en la que ocupan un lugar privilegiado los próceres Kwane Nkrumah, padre de la independencia ghanesa y promotor de la unidad africana; el guineano Sekou Touré, el tanzano Julius Nyerere, el congolés Patricio Lumumba, el líder de las luchas por la independencia de Guinea Bissau y Cabo Verde, Amílcar Cabral; el angolano Agostinho Neto y el ejemplo de resistencia y firmeza del sudafricano Nelson Mandela.
Otra es la creciente toma de conciencia acerca de los peligros que acechan la construcción de la unidad y la voluntad política para superarlos, tomando en cuenta que se trata de una identidad en movimiento.
Más de una vez se escuchó en el plenario el nombre de Cuba y su símbolo mayor, Fidel Castro. La práctica internacionalista de los pobladores de la isla antillana fue reconocida de muy diversas maneras, desde la sangre vertida junto a los hermanos africanos en las gestas por la independencia hasta el aporte de las brigadas médicas a la lucha contra el ébola y otras enfermedades.
Un joven delegado nigeriano sintetizó ese sentimiento con estas palabras: “Fidel Castro es uno de los más brillantes panafricanistas. La definición de su pueblo como latino-africano-caribeño es una realidad. Recordemos siempre a Cuito Cuanavale”.















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