“Muerte del presidente desencadena matanzas tribales en Ruanda”, así titulaba la prensa internacional el 7 de abril de 1994 el inicio de uno de los episodios más tristes de la historia reciente de África y del mundo. El avión en el que viajaba Juvénal Habyarimana había sido alcanzado en pleno vuelo por un misil. Su magnicidio desató una ola de violencia sin precedentes en la nación centroafricana, que durante varios meses acabó con la vida de casi un millón de personas.
Otros cientos de miles fueron obligados a desplazarse hacia campos de refugiados próximos a las fronteras de países vecinos como Zaire (hoy Congo Democrático), Tanzania, Burundi y Uganda.
En Ruanda se distinguían entonces dos estamentos dentro de la etnia banyaruanda a la que pertenece casi toda la población: los hutus (85 %) y los tutsis (15 %). El móvil de la masacre consistió en exterminar a la minoría.
Aunque no había entre ellos ningún rasgo racial ni lingüístico que los diferenciara a simple vista, sí existían tensiones históricas. Antes de la independencia de Bélgica en 1962, el país siempre había estado gobernado por monarcas tutsis.
Pero a raíz del referendo que terminó con el gobierno tutsi y cedió las riendas del país a los hutus, los enfrentamientos entre ambos grupos poblacionales se fueron intensificando. En 1965, por ejemplo, ocurrió una matanza de hutus, que volvió a repetirse en 1972, en 1988 y en 1991. Según un informe de Amnistía Internacional, más de medio millón de hutus fueron ejecutados en esa época.
Los sucesos de abril de 1994 se desarrollaron con una velocidad de vértigo. Tras el atentado contra el presidente Habyarimana, fueron asesinados otros funcionarios del gobierno. Aunque nunca se descubrió quiénes fueron los autores del magnicidio ni de las acciones posteriores, ni a qué grupo pertenecían, la reacción hutu no se hizo esperar.
A través de medios de comunicación privados como la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas, los líderes hutus más radicales exhortaban a sus congéneres a acabar con “las cucarachas tutsis” mediante métodos increíblemente despiadados: extremidades amputadas a golpe de machete, violaciones masivas, ejecuciones colectivas en recintos cerrados, asesinatos de niños pequeños y recién nacidos, entre otros.
Mientras, el mundo entero parecía ajeno a la barbarie y no intervino para parar el trágico conflicto. En el caso de Francia, Bélgica y Alemania, todos con importantes intereses en la zona, el comportamiento no fue del todo solidario.
El general de la fallida misión de la ONU para Ruanda, Roméo Dallaire, describe la actitud de estos tres países antes, durante y después del conflicto: “Los franceses se mueven en la zona por la llamada francophonie, por el orgullo de controlar. E invariablemente ayudan a los hutus. Enseguida comprobé asombrado que tanto franceses como belgas y alemanes tenían allí consejeros a docenas. Ellos sí sabían lo que pasaba, pero ninguno proporcionaba a la ONU, es decir, a mí, su representante, la información que poseían. Y al mismo tiempo, esos países que estaban en el Consejo de Seguridad tampoco dejaban a la ONU, a mí, montar mi propia unidad de información, porque, decían, el mandato no contemplaba eso. Incluso cuando tuve constancia de que se pasaban armas de contrabando a través de la frontera de Uganda y pedí permiso para buscarlas, me contestaron que no”.
Para Dallaire, Occidente viró el rostro para no ver nada.
El genocidio ruandés trajo consigo graves consecuencias para la región de los Grandes Lagos. Poco tiempo después del término de la crisis local, esta se trasladó a los vecinos Zaire, Burundi y Uganda.
No obstante, el país más afectado fue Zaire, que ya vivía una crisis interna producto de la desestabilización generada por el desastroso gobierno de Mobutu Sese Seko. La llegada de millones de refugiados se convirtió en el caldo de cultivo que desataría la primera y la segunda Guerras del Congo, y que dejaría el saldo de 3,8 millones de muertos.
El 8 de noviembre de 1994, por resolución del Consejo de Seguridad, y en virtud de lo dispuesto en el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, al considerar que el genocidio ruandés era un grave atentado contra la paz y la seguridad internacional, se creó un Tribunal Penal Internacional para Ruanda. Este tribunal tiene como objeto la persecución de los líderes e instigadores del genocidio. Sin embargo, muchos de esos criminales aún no han sido juzgados.
“Perdí a toda mi familia durante el genocidio, pero las personas que de forma despiadada los mataron se mueven con libertad en Francia y Bélgica. Me deprime bastante esto porque quiero justicia para mi familia”, dijo esta semana la superviviente Marie Clare Mukayiranga, una madre de 50 años.
Desde el 2007, el Gobierno ruandés ha emitido acusaciones formales contra los 1 092 fugitivos que viven fuera de ese país. Sin embargo, solo 700 casos han sido procesados.
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7 de abril de 2014
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