ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
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Alicia: «la foto de mi nieta fue la única que libró»; más abajo, la marca que dejó el agua. Foto: José Llamos Camejo

SAN ANTONIO DEL SUR, Guantánamo.–De tanto sudor, lleva la franela adherida a la piel, y los parches fangosos han suplantado el azul de su pantalón. Embadurnadas de tierra y agua las botas, completan la estampa del que sigue pulsando con la tragedia, negado a la rendición.

No habla de cansancio, pero las pausas de sus expresiones no parecen normales, y ese detalle, como el de la sombra que lleva alrededor de los párpados, delatan en el joven una fatiga física al límite.

«Llevamos más de 30 horas socorriendo». Javier Pacheco Área lo dice en plural, él ha estado al frente de una fuerza del sector militar en San Antonio del Sur, que desde la madrugada del pasado lunes le planta pecho al desastre.

De lo realizado no lleva estadísticas, para esos apuntes no hay tiempo en circunstancias así. Un segundo pudo hacer la diferencia entre el desenlace fatal o exitoso, un segundo entre sucumbir o sobrevivir, cuando de salvar vidas se trata.

Vivencias sí, muy duras, sospecho que esas horas las lleva en el corazón y lo acompañarán siempre, lo dicen sus gestos, las expresiones del rostro, el apretar los ojos y sacudir la cabeza como si intentara despertar de una pesadilla, o librarse al menos de tanto dolor.

Es evidente que a Javier le cuesta trabajo mencionar el drama que vive San Antonio del Sur desde la madrugada del lunes pasado, cuando el río Sabanalamar, desbordado por las aguas del huracán Oscar, interrumpió el sueño de la madrugada en la cabecera de este municipio, dejando una estela de destrucción y luto.

Aun así, el joven se esfuerza por responder preguntas. «Estoy orgulloso de mis compañeros», se limita a decir en la terraza de su hogar, entre intentos fallidos de prenderle fuego al carbón húmedo de una hornilla. «A ver si preparo algo de comer para mi viejita; ahora voy a dedicar un tiempito a limpiarle la casa, y también la mía, antes no había podido.

La solidaridad es la riqueza mayor, un recurso más valioso que cualquier otro». Cientos de historias de cómo tanta gente sobrevivió a la tragedia, contadas por ellos mismos, le dan la razón a Javier.

Enfangadas, mientras extraen de su vivienda una cantidad de lodo que parece infinita, Alicia Frómeta Herrera y Suleivis, su hija, recuerdan cómo, sobre las 4:30 de la madrugada del lunes, advirtieron que el agua empezó a invadir la morada.

«Nos llamó la atención, porque esta casa fue primero la de mis abuelos y después de mis padres, y en las crecidas del río jamás el agua había pasado de los rodapiés», cuenta Alicia, «pero ahora vimos cómo empezaba a entrar por debajo.

«Entonces nos pusimos a recoger todo, ropa, equipos, asientos, y a colocarlos encima de las camas y sobre los muebles más altos, con la seguridad de que el agua no subiría a esa altura».

«Pero aquello seguía creciendo, y en un momento me doy cuenta de que el refrigerador estaba flotando, entonces.  “¡Coge a Nayel (la niña de cuatro años) y vámonos rápido!”, le dije a mi hija. ¡Vamos a dejarlo todo y a salvarnos nosotras!».

Alicia y Suleivis entraron en pánico al llegar a la puerta, cuando se percataron de que la fuerza de la creciente les impedía abrirla; «fue entonces cuando, mire –y señala la casa de al lado, en un segundo nivel–, el vecino que vive ahí vino como un rayo, se fajó con el agua, abrió la puerta y nos puso a salvo».

En casa del vecino las dos mujeres y la pequeña esperaron el amanecer; al otro día, cuando regresaron «se nos había echado todo a perder». 

En el interior de la casa de Alicia hay un amasijo de pertenencias anegadas en fango, a los colchones ni siquiera habían podido sacarlos, hay una tristeza honda en las miradas de estas mujeres, y también como una resignación que tratan de encontrar entre sí. «Pudimos morir aquí adentro –dice Alicia–, y sin embargo, estamos vivas; eso es lo más importante».

Piensan en todo lo que perdieron, en si podrán o no reponerlos, y cuándo. Pero ni la incertidumbre le hace olvidar el agradecimiento a sus vecinos, primero por el auxilio y la salvación, y también por el apoyo que siguen prestándoles.

«Mire –detalla Alicia–, el vecino de aquí, el que nos llevó para su casa, nos dio el café y desayuno del día siguiente; el de esa casa de enfrente, que es un cuentapropista, nos ha dado almuerzo, comida, y algo de leche para la niña, todo eso mientras llega la ayuda del Gobierno, que, se sabe, vamos a recibir».

Alicia nos invita a que recorramos el poblado, donde la gente sigue en la lucha por recuperar las pertenencias que puedan. «Pregúntele a cualquiera por ahí, y usted sabrá cómo los vecinos se unieron para ayudarse entre sí, porque la inundación nos sorprendió a todos.

«Menos mal que los cubanos somos así». Mientras Alicia alababa esa bondad, ángel solidario que parece haber anidado en el adn de este archipiélago, recuerdo la frase de Javier Pacheco Área dándose un manotazo en el pecho. «Porque aquí está la Revolución».

Javier, en el poco tiempo que ha podido dedicarle a su hogar. Foto: José Llamos Camejo
Suleivis, muestra la altura que alcanzó la crecida. Foto: José Llamos Camejo
La solidaridad mutua de los vecinos es el signo de estos días en San Antonio del Sur. Foto: José Llamos Camejo
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