Nos esperaba en Miraflores, a las diez de la noche. Poco antes,
nos habíamos encontrado con el candidato a la gobernación del
Estado de Miranda, Diosdado Cabello, que salía de una reunión y
estaba enterado de que nos entrevistaríamos con el Presidente
venezolano Hugo Chávez Frías: "Prepárense, que seguramente
será para largo." Fueron seis horas de conversación que
volaron debajo de un techo de palmas, en el patiecito que queda a un
costado de la oficina presidencial, sin más testigos que el frío
que en la madrugada envuelve al valle caraqueño.
Sin embargo, con Chávez el tiempo de conversación nunca es
demasiado. La mayoría de los temas que llevábamos en nuestra
agenda se quedaron sin tocar, mientras otros aparecieron de forma
inesperada y matizaron de emoción un diálogo que pretendía seguir
las pistas de algunas historias truncas que compañeros, vecinos de
la infancia y familiares del Presidente nos revelaron en una
peregrinación por Caracas y por los Estados de Lara, Táchira y
Barinas.
Queríamos rastrear los detalles que no aparecían en las
numerosas –y casi siempre extensas– entrevistas publicadas desde
los días de la rebelión militar del 4 de febrero de 1992. Más que
reflexiones sobre la historia convulsa de la Venezuela de las
últimas décadas, sobre la cual existe otra abundante
bibliografía, nos interesaban los rasgos vitales de una
personalidad fuera de lo común, turbulenta y sensible. Nos
habíamos propuesto descubrir otras muchas facetas de este jefe de
Estado que rompe todas las convenciones: suele cantar a mitad de los
discursos, y a quien los venezolanos más humildes sienten tan
franco y familiar.
Sabíamos que, aun cuando se prolongara durante horas, esta
sería una entrevista incompleta con un ser humano que ha vivido
muchísimo más de lo que cabría esperar en alguien que acaba de
cumplir 50 años de edad. Con él no sentimos esa distancia
protocolar, a veces fría, que supone el encuentro con un jefe de
Estado. Hugo Chávez nos recibió despejado y animoso, vestido con
camisa roja y jeans azul, y nos esperó al pie del elevador,
sonriente, con el bate que Sammy Sosa utilizó el 25 de febrero de
1999 en un juego de exhibición en la Ciudad Universitaria de
Caracas. Ese día el Presidente ponchó al pelotero dominicano y
Sammy le respondió con seis jonrones. "Este no es cualquier
bate –dijo con picardía–. Con este les voy a conectar un
jonrón a los gringos el día del referendo. Ya lo verán."
Así fue.
El bate de Sammy Sosa
Van a creer que es mentira, pero yo ponché a Sammy Sosa. La
culpa la tuvo él. No durmió esa noche, mientras que yo me acosté
temprano. El negro parece que se fue a parrandear y llegó como a
las cinco de la mañana... Lo despertaron a las diez. No se quería
levantar. Con el estadio repleto, el anuncio de "Chávez contra
Sammy Sosa", y toda una porfía en los medios. Finalmente, el
compadre se levantó, se dio un baño, y en eso me dijeron que
había ido a un médico, porque estaba muy débil –en realidad no
había dormido en dos noches. Se tomó algo así como un
estimulante. Me decían: "Usted está loco, Presidente, cómo
le va a pitchear a ese hombre, que pega unos batazos a no sé
cuántos kilómetros por hora."
Llegó el negro allá y le tiré una recta afuera. La dejó
pasar. Detrás me dio un foul y luego, vino una curvita.
¡Ah, ponchado! Luego me propinó 6 jonrones seguidos. Todavía
andan buscando las pelotas por La Guaira. Miren como quedaron
marcados los pelotazos. ¡Claro, si bateó con este bate! Él me lo
regaló y yo le mandé a poner un barniz para preservar la mancha de
los pelotazos. Que se preparen, porque con este bate voy a conectar
un jonrón, como ese que voy a dar el 15 de agosto, en el referendo.
¿Cómo fue que le dije a Fidel?: "Agáchate, Fidel, que la
pelota va a pasar por arriba de La Habana, hasta la Casa Blanca. Y
si ves que no llego, dame un impulsito."
Pero con este bate de Sammy Sosa, ahí sí que el batazo no para
hasta Washington…
Jugando con Gabi y Rosinés
Anoche estuve jugando con Rosinés y les voy a mostrar lo que
ella y mi nieta Gabi pintaron. Primero, hicieron un dibujo entre las
dos, porque estoy enseñándoles a colorear un óleo. En un descuido
mío se embadurnaron las manos con óleo rojo y las pegaron en la
pared. ¡Una embarradera...! Tuve que buscar alcohol para limpiarles
las manos. Estaban como poseídas por el "¡uh! ¡ah!".
Fíjate lo que dice aquí: "¡Uh, ah! Chávez NO se va."
Las dos se aman, se ven y es una locura. ¡Una locura!, y si se
reúnen conmigo, locura al cuadrado, o al cubo. Ellas se dividen
siempre el espacio: Gabi pinta de un lado y Rosinés del otro. Aquí
Gabi pintó una ola –parece una roca, pero es una ola–, y
Rosinés dibujó otra por aquí. Gabi puso el barco de rojo, y
Rosinés también les dio ese color a su barco y al chinchorro que
está en la costa. "¿Por qué todo rojo?", les pregunté.
"Porque estamos en tiempos de rojo", contestaron.
Después, entre ellas estaban hablando de Florentino, mientras
Rosinés pintaba la bandera. "¿Y esa bandera?", le
pregunté. Dijo la niña: "Bueno, ¡porque yo soy bolivariana y
revolucionaria!" Y Gabi: "Yo también soy bolivariana y
revolucionaria."
Mamá y papá
Cuando mi papá conoció a mi madre, él andaba en un burro
negro, vendiendo carne. Esos cuentos yo los oí de niño, pero mi
mamá siempre me dice: "Este Huguito sí que inventa. Eso no
era así." "¿Y bueno, cómo era, pues?", porque ese
es el cuento que me contaba la abuela.
Papá era un negro buen mozo, alto, esbelto, y la conoció a
ella, catira. Papá tenía 21 años... Cuando Adán nació, en 1953,
mi mamá tenía apenas 18. Era una muchachita… Toda la vida
juntos, y ¡cómo han pasado cosas esos viejos!
Mi mamá cuenta que el 4 de febrero de 1992, apenas salió la
noticia de la rebelión, dijo: "Ahí está Hugo." En
cambio, mi papá, que ese día estaba en una finquita ocupándose de
unos cochinos, se enteró por alguien que pasaba en bicicleta:
"Hugo, hay un alzamiento militar." Dicen que mi papá se
quedó tranquilo. La persona le preguntó: "¿Y usted cree que
fue su hijo…?" "No, él no se mete en eso." Pero
mamá, inmediatamente, se puso las chancletas y salió a buscar a
Cecilia: "¡Ay, Cecilia! ¡Ay, Cecilia, es que hay un
alzamiento y el Huguito debe de estar en eso." ¡Qué cosas!
Recuerdos de Sabaneta
Se me aguan los ojos cuando leo lo que ustedes han escrito de
Sabaneta. Por ejemplo, eso que les dijo Flor Figueredo.
María nos dijo que cada vez que usted pasa por allá, ella lo
busca para llevarle un dulce.
¡Ah!, y María Chávez, allá en Santa Rita. ¿Fueron a Santa
Rita?
Sí.
Nosotros íbamos hasta en bicicleta. Está enferma del corazón
la María.
Nos contó que padece de una "broma" en el corazón y
que por eso ya no le puede traer dulces a Miraflores.
Ella me lleva los dulces a dondequiera y se mete entre los
soldados: "Déjeme pasar, que yo soy la tía abuela."
Y Joaquina Frías recordó que su abuela Rosa Inés lloró
desconsolada porque usted no tenía zapatos para ir a la escuela.
Ah, las alpargatas viejitas que hicieron llorar a mi abuela…
¿Rosa Figueredo está viejita, verdad? Ella era muy amiga de mi
abuela. Abuela vivía en una esquina y Rosa Figueredo en la otra, a
una cuadra, y eran más o menos de la misma edad. Mi abuela murió
muy joven.
Qué sentimiento tan bonito recibí cuando leí lo que dijo Flor
Figueredo. Ella era muy bella. Fue novia de un español, un canario,
y yo la celaba. Flor se la pasaba en nuestra casa, porque era amiga
de mi mamá. Recuerdo que un día me tocó dar un discurso en honor
del primer obispo que nombraron en Barinas, monseñor Rafael Ángel
González Ramírez. El obispo visitó Sabaneta. Yo estaba en sexto
grado y me designaron para decir unas palabras a través de un
microfonito. Flor Figueredo, tan linda, me dio un beso. Me sentí en
las nubes. No se me olvida que me dijo: "A Huguito le va a
gustar dar discursos, mira qué bien lo hace."
Las fotos
Mi abuela era una mezcla de negro con indio. Mi mamá, catira y
coqueta, coqueta. La recuerdo cuando íbamos a los toros coleados,
durante las fiestas patronales de octubre en honor a la Virgen del
Rosario, que es la patrona de Barinas. Mamá se ponía lindísima
esa noche y yo la celaba de cualquiera que se le acercaba. Me ponía
siempre pegadito a ella. Era y sigue siendo muy linda; sí, muy
linda. Mi papá noble, muy noble.
Mi mamá tuvo puras hermanas: Edilia, Edith, Rosario, Elvira…
El nombre de casi todas empieza por "E". Son las hijas de
mi abuela Benita, que en paz descanse… ¿Consiguieron hablar con
Silva?
Sí, y con Egilda Crespo, la maestra suya de cuarto grado...
Silva me daba sexto grado y lo cambiaron. Recuerdo el día en que
se despidió en el aula. Yo me puse a llorar y él me llamó:
"Huguito, venga, no llore." Me llevó para el pasillo y me
abrazó.
Yo rivalizaba con Juan, un hermano de él que tenía la edad de
Adán. No nos soportábamos, porque nos enamoramos de la misma
muchacha, de la Coromoto Colmenares, una de las dos que me comieron
los dulces de lechosa –"arañas"– de mi abuela. Les
voy a contar un secreto: ellas no me comieron los dulces de lechosa;
yo dejé que se los comieran. Claro, los adultos no se enteraban muy
bien de esas cosas. La Coromoto me gustaba; era linda la Coromoto, y
mayor que yo...
Silva tenía un gran espíritu de superación. Lo único malo que
le veía era que llegaba en los recreos y se la pasaba conversando
mucho, de manera sospechosa para mí, con Egilda, la maestra. Eso
fue en cuarto grado, pero luego fue mi maestro en el sexto, y le
tomé mucho cariño y le tuve un gran respeto...
Egilda era suplente, porque la titular de cuarto grado salió
embarazada. Se llamaba Lucía Venero. Le dieron permiso y trajeron a
esta muchacha de Santa Rosa. Las hermanas Crespo son bellísimas.
Jamás me olvidé de Egilda.
Cuando estaba preso en Yare, me pidieron que escribiera el
prólogo de un libro de Zamora, sobre la Batalla de Santa Inés. Al
hacerlo, rememoré los tiempos de la escuela Julián Pino, y hablé
de la maestra. Alguien le avisó a ella, porque ese prólogo salió
en un suplemento dominical que publicaba Nelson Luis Martínez.
Egilda me mandó una carta a la cárcel y luego fue a visitarme con
mamá al Hospital Militar, donde me habían operado. A la maestra la
conocí enseguida, por esos preciosos ojos azules que me fascinaron
cuando era un niño.
Luis Reyes Reyes
De cadetes nos veíamos en Barinas durante las vacaciones, y en
el abrazo de Año Nuevo. Él pasaba por mi casa y yo por la suya, a
saludar a los viejos, a sus hermanos y en particular a la negra
Virginia, su hermana, con quien a veces salíamos a las discotecas.
A Luis lo quiero mucho. Recuerdo cuando éramos muchachos en
Barinas y jugábamos béisbol. Él no era malo como jugador, pero su
equipo... Solo ganaron un juego y los muy pícaros lo aprovecharon
muy bien. El dueño del Almacén "Todo" –así se llama
el equipo donde jugaba Luis– era un árabe que financiaba la
franelita, la gorra, los guantes... El árabe no sabía nada de
béisbol.
El equipo con que yo jugaba, el Transporte, era bueno y casi
nunca perdía los campeonatos. Yo era pitcher de relevo. Uno de esos
días en que nos enfrentamos, invitaron al árabe y tuvieron tan
buena suerte que ganaron. Creo que fue la única vez en la historia
de Barinas que nos ganaron en el béisbol. Todo por un error: un
batazo entre dos. El árabe botó la casa por la ventana. Hasta
mandó a matar una vaca. Él estaba convencido de que eran los
campeones, a pesar de que Luis y su gente estaban en el último
lugar.
Ana Domínguez de Lombano
Hay anécdotas que se cruzan con el tiempo y se pueden confundir.
Pero estoy seguro de que conocí a Ana, la hija de Maisanta, en
1979, y fui solo a su casa la primera vez. A los pocos días
regresé con mi mujer y mis hijos. En ese tiempo me pasaba la vida
en los cuarteles hablando de Maisanta y declamando el poema de
Andrés Eloy Blanco, que habla de ese "guerrillero". Se
convirtió en un arma de batalla, en una arenga revolucionaria con
arpa, cuatro y maracas. Imagínate tú, 200 soldados y yo ahí
parado con un micrófono: "En fila india, por la oscura
sabana,/ meciendo el frío en chinchorros de canta/ va la guerrilla
revolucionaria." Ahí le ponía el énfasis, en lo de la
guerrilla.
Estábamos ese año en unas maniobras con el Batallón de
Tanques. Antonio Hernández, un compañero de mi promoción –hoy
cónsul nuestro en Miami– no fue a la maniobra. Se quedó en
Maracay. Cuando regresé, él había leído por casualidad en el
diario El Siglo un artículo escrito por Oldman Botello,
"Maisanta, el general de guerrilla". "Mira, Chávez,
lo que conseguí." Agradecí muchísimo que hubiera reparado en
este texto, porque yo andaba empeñado en escribir el libro –que
nunca he escrito, pero no pierdo las esperanzas de hacerlo algún
día.
Ya estaba investigando. Había venido incluso a este mismo
Palacio de Miraflores, a la sala del Archivo Histórico y una vez
hasta me prestaron un documento, que vaya usted a saber dónde
está, porque lo perdí en los allanamientos que siguieron al 4 de
febrero.
Tenía unas cajas llenas de materiales: documentos, apuntes,
casetes…. Lo que más me llamó la atención de aquel artículo
fue la revelación de que en Villa de Cura vivía una hija de Pedro
Pérez Delgado. Había una foto del autor del artículo y salí para
Maracay a buscar al hombre. Recuerdo que llegué a una ferretería
que queda en la esquina de la plaza Bolívar, y empecé a mostrar la
foto y a preguntar por él. Un señor me dijo: "¡Ah!, ese es
el diputado." "¿Dónde lo consigo?" "Ahí, en
la Asamblea Legislativa." Botello era diputado regional del
Estado de Aragua, del Movimiento al Socialismo (MAS). Esperé como
dos horas en la Asamblea y cuando iba saliendo, su secretaria le
indicó que un oficial lo estaba buscando.
Me explicó y me graficó en un papelito cómo llegar a la casa
de la hija de Maisanta, y nunca se me olvidó: buscar la Plaza
Bolívar, a la izquierda tres cuadras, y en la Avenida Sucre dos
cuadras más allá, hasta Villa Las Palmas. Fui a ver a Ana sin
permiso de mis jefes, porque no podía esperar ni un solo día.
Villa de Cura es un pueblo pequeño, que queda como a media hora de
Maracay.
Cuando toqué la puerta, efectivamente, abrió su hijo Gilberto
Lombano. Traía en sus brazos a una niña, la nieta de Ana. Después
salió. De inmediato tuve una gran empatía con Ana, que tiene una
gran personalidad.
Ella cuenta que cuando usted le dijo que era bisnieto de
Maisanta, le respondió: "No me lo tienes que decir."
Eso dijo, y que me parecía mucho a su hijo Rafael. Y, bueno,
aquella casa se convirtió también en la mía. Desde entonces iba
para allá casi todos los fines de semana que tenía libre, con
Nancy y con los niños. Rosa estaba chiquitica y María, recién
nacida. Tienen una de esas casas coloniales grande, con un patio
más bien pequeño, donde jugábamos a la bola criolla. Y hay un
árbol en el medio, me acuerdo. Con uno de sus hijos, que es
tremendo boxeador, bebíamos cerveza, cantábamos, salíamos al
pueblo. Me encanta Villa de Cura.
A Ana le extravié algunas reliquias. El papá de Maisanta fue
coronel de Zamora. Se llamaba Pedro Pérez Pérez y era indio. Su
foto la perdí. Ese es un dolor que cargo con esa vieja: las fotos
se me perdieron. El 4 de febrero de 1992 tenía entre mis cosas las
fotografías originales que ella me había prestado unos días
antes, para que les sacara unas copias. Estaban en el maletín donde
guardaba buena parte de mi investigación sobre Maisanta. Ojalá
algún día aparezcan.
Vi cuando se conocieron y lloraron juntas nuestras familias. Le
conté a Ana: "Mira, tú tienes dos hermanos allá. Uno, que ya
murió y que era mi abuelo –Rafael Infante–, y otro que aún
vive, Pedro." Comencé a relatarle de dónde venía yo. Le
llevé fotos de mi mamá, de mis hermanos. Un día le dije a Ana:
"Vámonos para Barinas a unas vacaciones." La llevé
también a Ospino, a la casa donde nació su papá y que solo
conservaba el patio.
Fuimos también a Guanare, a una urbanización en la que cada
calle tiene el nombre de un poema de Andrés Eloy Blanco. La calle
Maisanta es corta, de gente de clase media. Pero hay otro lugar en
Guanare que fue para ella la cumbre de ese viaje: el sitio donde
logré ubicar a mi tío abuelo Pedro, el otro hijo de Maisanta.
No recuerdo haber visto alguna vez a mi abuelo Rafael. Mis
abuelos nunca fueron esposos, pero Rafael Infante sí se casó
después. Antes de su matrimonio, tuvo dos hijas con Benita Frías:
Edilia y Elena, y luego se fue para Barquisimeto. Allá tuvo otra
familia y luego murió.
Un día pasé por Guanare para hablar con mi tía Edilia, con la
que siempre me gustó conversar. "Edilia, me he enterado de que
tu tío Pedro está vivo." Ustedes saben que esos casos de
familia son muy delicados. Ella decía: "Mi papá me dejó y se
fue", y no quería saber de los Infante. Pero me llevó a
conocer a Pedro, aunque no quiso entrar a saludarlo: "Él no me
conoce, porque esa familia nunca nos visitó." De todas formas,
ella fue muy noble y me acompañó hasta la entrada de la casa del
tío.
La casita estaba cerca de una pequeña plaza. Toqué a la puerta
y salió un niño –siempre salen los niños a la puerta de las
casas de los pueblitos–, y llamó: "Abuelo, abuelo." Te
juro, se apareció Pedro Infante y le dije: "Maisanta,
carajo."
Era un hombre de unos 80 años, altísimo, con casi dos metros de
estatura, un poco dobladito por la edad. Catire, como Pedro Pérez
Delgado. De tanto leer sobre mi bisabuelo y de mirar su foto, me
salió del alma: "¡Maisanta!" El viejo se quedó
paralizado. Me le presenté y le pedí: "Su bendición."
"¿Bendición por qué?" "Porque usted es tío de mi
mamá, y por tanto, mi tío." "Ah, muchacho, siéntese.
¿Usted es hijo de quién?" "De Elena." "¡Ay,
Elena, sí. La hija de Benita, con quien vivió mi hermano Rafael.
Yo sí la quise. ¿Dónde está ella?" "En Barinas, está
viva todavía" –murió poco después, bastante joven de un
infarto–. "Era muy linda Benita Frías. Y a esa carajita
Elena, claro que la conocí chiquitica, y le decían ‘la Americana’,
porque era catira como nosotros."
Ahí empezamos a contarnos cosas, y yo a preguntarle. Me confió
que apenas recordaba a su papá, que probablemente nunca lo vio.
Cuando Pedro Pérez Delgado salió hacia la guerra en Apure, estos
niños tendrían 4 ó 5 años. Pedro era mayor que Rafael. Maisanta
se llamaba Pedro Rafael, y por eso a sus primeros hijos les puso su
propio nombre.
Pedro murió muy anciano, después de sufrir la muerte de su
hijo. La última vez que lo vi, estaba deshecho por la pérdida. Al
muchacho lo conocí, un catire que quería ser militar, pero
falleció tras accidentarse en una moto. Eso terminó de matar al
viejo Pedro.
Hice todo lo posible para que Ana y Pedro se encontraran. Me
dije: "No puedo dejar de ver el encuentro de los
hermanos." Ya yo era correo entre ellos. "Tienes una
hermana allá, se llama Ana"–le dije a él. Fui en mi carrito
con Nancy, los muchachos y Ana. Cuando Ana vio a Pedro, se puso a
llorar. "¡Ah!, mi papá otra vez." Se sentaron a hablar
ahí, no sé cuántas horas. Los dejé solos y me fui a dar una
vuelta con Nancy. Luego seguimos a Barinas, para que Ana conociera
al resto de la familia.
Pasamos unos días todos juntos, y Ana conoció a mi abuelita
Rosa Inés, que murió en 1982, dos años después de aquel
encuentro.
La infancia feliz
No recuerdo exactamente si Adán y yo dormíamos de pequeñitos
en el mismo cuarto con nuestra abuela. Si los amigos del pueblo lo
dicen, seguro que fue así, porque esa mujer nos tenía mimados…
como toñecos. Vivíamos en una casa de palma y cuando llovía caía
mucha agua dentro. Había que poner perolitas, porque el piso era de
tierra y se volvía barro. Tenía un pretil afuera, frente a una
calle también de tierra. Con la lluvia, se armaba una laguna donde
nos metíamos a jugar con el agua a la rodilla. A Adán una vez le
dieron una bicicleta. Se montaba en ella y atravesaba por la mitad
de la laguna. Yo le decía: "Oye, tienes una bicicleta
acuática." Hacíamos una especie de competencia que consistía
en cruzar la calle en bicicleta, para ver quién llegaba a la otra
orilla sin mojarse demasiado. Claro, como a todo niño, a Adán no
le gustaba prestar la bicicleta. Me la prestaba solo a mí.
Fuimos unos niños muy pobres, pero muy felices. Daría cualquier
cosa por regresar a esa infancia, aunque fuera por un minuto…No,
sería muy poco: digamos que por un día.
La casa era bonita, con una cocina muy amplia, donde la abuela
siempre estaba trabajando. Tenía un patio grande que para mí era
el mundo, todo el mundo. Allí lo tenía todo, y aprendí a caminar,
a conocer la naturaleza, los árboles; cómo salían las flores y
después las frutas. Aprendí a comer naranjas, piñas, semerucas,
una fruta redondita y roja como una cereza que abunda en el Oriente.
Ahí conocí el ciruelo, el mango. Había aguacates grandotes, y
también mandarinas y toronjas. Sembré maíz y supe cómo se
cosechaba y se cuidada durante el invierno, y cómo se hacía la
cachapa.
El nuestro era un patio de ensueños. Todo un universo. Había
almácigos y Rosa Inés, además, sembraba cebollino, cebolla,
tomaticos pequeños y otras cosas para aliñar. Desde pequeños,
tanto Adán como yo, nos acostumbramos a trabajar a su lado. Bueno,
Adán un poquito menos…
A mi hermano mayor no le gustaba mucho vender, al punto de que
muchas veces yo lo ayudaba. A mí sí me gustaba. Hay cosas que uno
no puede explicar por qué le gustan… Ah, claro, era la
oportunidad para hablar con la gente y sobre todo para recorrer el
pueblo. Me iba, por ejemplo, a un local en el que se jugaba a los
bolos, una especie de bowling, pero que utilizaba una pelota
de madera. Colocaban tres varitas y había que tumbarlas. Allí
vendía las "arañas" y tabletas cuadraditas de coco.
También pasaba por la plaza, por el cine…
La venta era una excusa para estar en la calle. Durante las
fiestas patronales, gozaba. Mi abuela, además, era muy generosa.
Ella me decía: "Tú vendes ocho arañas" –que ya eso
era un bolívar–, "y te quedas con una locha." Nunca me
faltaba una locha en el bolsillo. Me iba al bolo, y hasta tenía un
cochinito. Así aprendí a trabajar.
Mi abuela me enseñó a leer y a escribir antes de entrar a
primer grado. Utilizaba las revistas, en particular una que se llama
Tricolor –por los colores de la bandera– y que todavía
publica el Ministerio de Educación. Como papá era maestro de
escuela llevaba las revistas a la casa. Mi abuela me enseñó a
hacer las letras. Ella escribía bonito, con la letra redondita:
"todas las letras se parecen" –me decía.
Nos sentábamos en la noche, muy juntos. Ella en su sillita y yo
a su lado. Los dos, espantando los jejenes. Nunca la llamamos
abuela, sino "Mamá Rosa". Un día, en medio de sus
lecciones, le comenté: "Mamá Rosa, aquí dice rolo."
"¿Qué dice ahí?" Ella miraba y veía solo el título de
la revista Tricolor. "Aquí dice rolo"–le
repetí. Puso una expresión que era muy común en ella, como para
decir: estás equivocado, o no me embromes. Chasqueaba la lengua y
torcía la boca en una mueca: "Ahí no dice rolo"
"¿Cómo que no dice rolo ahí? R-O-L-O", y le indiqué
las últimas cuatro letras de TRICOLOR, pero de atrás para alante.
"Muchacho, ¿y cómo tú vas a leer al revés? No es así, sino
de izquierda a derecha." Cada vez que recordaba esa ocurrencia,
ella se reía. Se la contó a mis padres y a todo el mundo.
"Mira, Huguito ya sabe leer, pero al revés."
Adoro a mis padres, pero tengo que reconocer que la educación de
Rosa Inés fue muy importante para mí. La vida a su lado fue de
forja y de espíritu. Mi abuela era un ser humano puro como Luis
Reyes Reyes. Ella era puro amor, pura bondad. No recuerdo haber
visto alguna vez a Rosa Inés Chávez furiosa. Era una criatura con
una extraordinaria estabilidad emocional y un sentido del humor muy
especial. Cuando la casa se quedaba sola y ella llegaba, le
preguntaba al viento: "¿Cómo estás, María Soledad?"
Ella fue la primera persona que nos habló de la guerra federal y
de un general a quien le decían "Cara de Cuchillo"
–así llamaban a Ezequiel Zamora también–, contaba como detrás
de Zamora se fueron los hombres del pueblo y hasta un Chávez, que
jamás volvió. Ella señalaba con la mano: "Se fueron para
allá, Huguito, hacia la montaña." En Sabaneta, en las tardes
claras, se logra ver el Pico Bolívar. "Para allá, donde
están los cerros, por ahí se fueron." Y en verdad fue por
ahí, por el camino de Barinas.
Su mamá le habló del paso de los caballos, del sonido de las
cornetas, del polvo que levantaba la caballería y de cómo mandaban
a matar las gallinas para comer. También de la tropa acampada junto
al camoruco, un árbol muy antiguo que todavía existe en Sabaneta y
tiene por lo menos 200 años.
Hablaba de la "oscurana", que así llamaban al eclipse.
A nosotros nos daba hasta miedo: "Si hubieran visto, Huguito y
Adán: llegó la oscurana y se fue el sol." Ese eclipse
ocurrió en 1910. Después precisé la fecha cuando revisé los
libros de geografía e historia. Ella decía que a no sé quién se
le ocurrió gritar que el mundo se iba a acabar, algunos quemaron
hasta el maizal, y por tontos, se quedaron sin cosecha. Otro quemó
la casa, y muchos corrieron para la iglesia: "El mundo se va a
acabar…" "El mundo no se acabó, Huguito, porque al rato
salió el sol."
¿Y su abuelo, el compañero de Rosa Inés, del que casi nadie
habla?
Es verdad, casi nadie habla de él. Si supiera que hace poco vino
papá y mientras almorzábamos, hablamos de mi abuelo. "Papá,
¿quién era mi abuelo?" Por primera vez en casi 50 años mi
padre me contó: "Mi papá era un coleador, negro, está
enterrado por Guanarito." Eso queda cerca de Sabaneta, pero en
el Estado de Portuguesa, pasando el río Boconó. Me dijo que se
llamaba José Rafael Saavedra.
Él se fue del pueblo y se dejó de la abuela. Poseía tierra y
ganado, y cuando mi papá tenía casi 10 años, este abuelo se puso
muy enfermo y mandó a decir que quería conocer a su hijo, a Hugo.
La abuela no quiso dejarlo ir hasta Guanarito por el temor de que se
le quedase el muchacho por allá. Claro, había que entenderla, era
un pueblo lejano y en esos tiempos no había ni carretera.
En una ocasión lo comenté con mi hermano: "Adán, nosotros
no conocimos los abuelos varones, pues." Del papá de mi papá
ni siquiera sabíamos su nombre, y al papá de mi mamá tampoco lo
conocimos. Vine a saber un poco de su vida investigando la historia
del bisabuelo. Siempre estuvimos entre abuelas: Benita, Marta Frías
–que era la mamá de Benita y murió ancianita, como de cien años–
y Rosa Inés. Puras abuelas, nomás.
Los juegos de Rosa Inés
Yo le echaba bromas y ella también a mí; siempre andábamos con
un jueguito en mente, como si fuéramos dos niños. Cuando era
estudiante de bachillerato, vivíamos Adán, Rosa Inés y yo en una
casita en Barinas que ella alquilaba. Yo tenía obsesión de
béisbol: "La pelota, la pelota, ya va a pelotear..." –me
decía. Si amanecía lloviendo, yo amanecía refunfuñando: "No
sé para qué llueve tanto, ¿cuándo dejará de llover?" Y
miraba para el cielo, con el guante listo, y ella decía: "Es
que no le convenía que hubiera juego hoy, le iban a dar un pelotazo
o iban a perder."
Teníamos un radiecito de pila y a ella le gustaba oír música
llanera: "Huguito, búsqueme a Eneas Perdomo." Años
después conocí a Eneas y cada vez que lo veo recuerdo a mi abuela.
A mí también me gustó cantar siempre, pero no lo hago bien. Sin
embargo, a ella le encantaba oirme cantar rancheras, sobre todo, y
alguna que otra llanera.
Por las noches me prestaba el radiecito. Me sentaba frente a una
pequeña mesita de madera que teníamos, donde yo había dibujado un
círculo. "Usted me rayó la mesa" –me dijo. Era parte
de un juego que yo había inventado: le puse colores a un círculo
donde tenía marcados los momentos más importantes del béisbol: jonrón,
bola, strike, doble play, triple, etc... En el centro había
un punto, que marcaba el eje por donde debía dar vueltas el
cuchillo de cocina de Rosa Inés. En dependencia de donde quedara la
punta del cuchillo, yo anotaba el resultado: bola, strike...
A veces me pasaba horas jugando.
"Usted se va a volver loco con esa pelota" –me decía
Mamá Rosa. Yo siempre jugaba a Caracas vs Magallanes. A veces solo,
en ocasiones, con Adán, pero a él le daba flojera. Cuando jugaba
con otra persona, cada uno tomaba un equipo diferente. Era muy
divertido y yo lo disfrutaba muchísimo. A veces gritaba:
"¡Jonrón!", y armaba un lío por toda la casa.
"Pero, muchacho, se va volver loco usted"–decía Rosa
Inés.
Me gustaba comprar unas pasitas de uva que costaban un medio y
las ponía encima de la mesa. Yo mismo me premiaba el juego con
ellas. Cuando de verdad jugaban Caracas vs. Magallanes, escuchaba la
radio y anotaba. Escribía mi score. Hasta recuerdo la
alineación: Gustavo Gil, primer bate; Jesús Aristimuño, segundo
bate; un gringo, Jim Holt, tercer bate; Clarence Gaston, centerfield;
Harold King, quinto bate; otro gringo, catcher; Armando Ortiz, sexto
bate... Anotaba inning por inning. Me concentraba en
mi juego y, a veces, con los libros de la escuela delante, intentaba
estudiar porque tenía examen. Y, entonces, mi vieja –quien, por
cierto, nunca fue viejita porque murió relativamente joven, a los
69 años–, que sabía que yo era magallanero, pasaba cerquita y me
decía: "Y Magallanes, cero." Y volvía a pasar: "Y
Magallanes, cero." "Abuela, déjeme quieto que vamos a
perder." Y volvía: "Y Magallanes, cero." Nunca se me
olvidará.
Cuando empecé los trámites para ingresar en la Academia, Rosa
Inés no quería que yo fuera militar. Una vez la sorprendí
poniéndole velas a los santos: "¿A quién le está poniendo
velas, mamá Rosa." "Yo le pido a los santos para que
usted se salga de eso." Yo era cadete: "¿Pero, por
qué?" "No me gusta. Eso es peligroso y, además, usted,
Huguito, es rebelde; algún día se puede meter en un
problema."
Todos los niños tienen un sueño
Todos los niños tienen sueños y yo no tuve uno, sino dos. El
primero nació uno de esos fines de año en que mi papá, quien
acababa de regresar de Caracas tras un curso de mejoramiento
profesional del magisterio, me regaló un ejemplar de la Enciclopedia
Autodidacta Quillet. Eran cuatro tomos grandes y gruesos, con
muchas figuras y gráficos. Me los bebí y viajé por el mundo a
través de las ilustraciones y las historias. Hasta un pequeño
curso de alemán traían aquellos libros, y me empeñé, con mi
primo Adrián, en aprender ese idioma. Adrián soñaba con ser
torero, miraba una foto y decía: "Cuando yo esté en la
monumental de Valencia…" Ese era su sueño, y el mío era ser
pintor. Gracias a aquellos ejemplares empecé a dibujar y, años
más tarde, pasé unos cursos de pintura en Barinas, durante el
bachillerato. Salía del liceo por la tarde y me iba a la escuela de
pintura Cristóbal Rojas. Me daba clases una profesora bien bonita
que nos advertía: "Lo más difícil de pintar son las
manos", y nos ponía unos moldes para que las dibujáramos.
Ella nos explicó la técnica del claroscuro y la combinación de
colores.
Mi otro gran sueño era el béisbol. Lo traía en el alma desde
niño pero fue en Barinas donde se consolidó, cuando ingresamos en
un equipo organizado en 1967 ó 1968. Mi ídolo era Isaías
"Látigo" Chávez, magallanero, un muchacho de Chacao que
no era familia nuestra. A los 21 años estaba ya pitcheando en las
Grandes Ligas. Le decían Látigo porque lanzaba como si tuviera un
látigo en la mano derecha. Nunca lo vi porque televisión uno nunca
veía –vine a verla de cadete–, pero logré imaginarlo muy bien,
gracias a un extraordinario narrador que tuvimos en Venezuela, Delio
Amado León. Lo escuchaba por radio: "Se prepara Isaías
Chávez, levanta una pierna… El Juan Marichal venezolano lanza una
recta…; strike, el primero." Eso todavía lo tengo
aquí, dentro de la cabeza.
Nunca me olvidaré de una noche en que escuchaba el juego en casa
de mi mamá. Estaba empatado. Anunciaron que Látigo Chávez iba a
relevar al pítcher que había estado hasta ese momento y que
empezaba a fallar. Venían a batear los tres mejores peloteros del
Caracas, sin out: Víctor Davalillo, César Tovar y José
Tartabull, que, creo, era cubano.
El Látigo Chávez los ponchó a los tres. Se armó un escándalo
en la cuadra. Los magallaneros salimos corriendo para la calle:
"¡Los ponchó a los tres!" Qué alegría. El Látigo era
una leyenda. Yo hasta lo dibujé. Utilicé como modelo una foto suya
de Sport Gráfico, una revista que perseguía por toda
Sabaneta y Barinas.
El 16 de marzo de 1969, un domingo, me levanté un poco más
tarde. Mi abuelita Rosa estaba preparándome el desayuno, y
encendió el radio para oír música y de repente: "Última
hora, urgente", y salió la noticia que fue como si por un
momento me hubiera llegado la muerte. Se había desplomado un
avión, poco después de despegar del aeródromo en Maracaibo y no
había sobrevivientes. Entre ellos iba el Látigo Chávez. Terrible.
No fui a clases ni lunes ni martes. Me desplomé. Hasta me inventé
una oración que rezaba todas las noches, en la que juraba que
sería como él: un pitcher de las Grandes Ligas.
A partir de ahí, el sueño de ser pintor fue desplazado
totalmente por el de ser pelotero. Empecé a darme a conocer en el
ambiente beisbolero de Barinas, y al año siguiente estaba en un
campeonato zonal, como pitcher. Me decían que necesitaba fortalecer
las piernas, y me ponía a trotar. Corría todos los días. Mi
abuelita: "Se va a volver loco usted." Llegaba del liceo,
y empezaba a lanzar piedras y cosas contra una lata que ponía junto
a una palmera del patio. Hasta construí un dispositivo muy rústico
para batear limones y perfeccionar los lanzamientos: "Usted me
está acabando con los limones", decía Mamá Rosa.
Se me metió una idea fija, pero fija, fija, de que tenía que
ser pelotero profesional. Estuve tres años como pitcher abridor en
Barinas. Eso me hizo daño, porque, además de mi obsesión que ya
era exagerada, me pusieron a pitchear en la categoría superior,
como relevo. El brazo no aguantó.
Pesebre para Navidad
Nos contaba Adán que la primera vez que él lo vio llorar a
usted con desconsuelo y dolor fue cuando murió Rosa Inés.
Sí, vale, eso fue impresionante. A inicios de los 80 sabíamos
que iba a morir muy pronto. Ella se enfermó, y en unos pocos meses
se aceleró su mal. Recuerdo ese diciembre previo a 1982, un año
muy importante en mi vida, de muchos pesares, de dolor y ausencia, y
también, de nacimientos.
Rosa Inés murió el 2 de enero de 1982. Estaba próxima la fecha
de su cumpleaños. Ella nació el día de Santa Inés, el 18 de
enero. Por eso le pusieron Rosa Inés, pero le gustaba más que le
lleváramos flores el 30 de agosto, día de Santa Rosa.
Estaba muy enferma. Los médicos decían que le quedaba poco
tiempo de vida. Tenía los pulmones muy desgastados. Casi no
respiraba. Andábamos con dificultades económicas y papá se la
llevó para la casa en Barinas. En diciembre de 1981 yo estaba
trabajando en la Academia Militar. Cada diciembre salía de permiso,
y me iba de inmediato para Barinas, sobre todo para estar con ella,
en particular en esos años en que veía que se nos estaba yendo.
En el ejército los permisos de descanso los daban por sorteo.
Salíamos el 24 ó el 31. Tuve muy mala suerte con los sorteos y
salía siempre con guardia el 31, aunque en realidad nunca me
importó, nunca le di demasiada importancia a la Navidad, más bien
buscaba alejarme del bullicio para reflexionar; daba el abrazo de
Año Nuevo pero no me gustaba estar entre mucha gente. Prefería
irme a la finquita de mi papá y estar solo con mi mujer, los
muchachos, la abuela y los viejos.
Cuando salía libre el 24 de diciembre, uno se iba después de
los actos conmemorativos por la muerte de Bolívar. Inmediatamente
buscaba a Nancy, a mis muchachos, la maleta y… para Barinas;
rápido, directo. Dejaba a mi esposa en casa de su mamá Rosa
Colmenares –ella también es de Barinas–, y por supuesto,
también a las dos niñas. Hugo nació en octubre de 1982.
A veces me quedaba con Adán, que tenía su casa en Barinas y
vivía con su esposa y sus niños. Me gustaba. Estaba en las afueras
y era muy tranquila. Me ponía a leer. Lo prefería porque en el
barrio aparecían los amigos y la cerveza, un gentío incontrolable.
Además, Adán y yo siempre hemos tenido una relación muy especial.
Pero ese diciembre me dije: "No, me quedo en casa de mamá, con
la abuela." Metí una colchoneta en el cuartico de Rosa Inés,
donde apenas cabía su camita, su ropita –cuatro camisones– y
sus chancleticas.
Solo tenía seis días de permiso –del 17 al 25– y aproveché
y le hice el pesebre de Navidad. Tenía alguna habilidad –bueno,
tengo, no la he perdido– para los dibujos y para hacer figuritas.
Picaba, por ejemplo, un cartón, le hacía las casitas y luego las
pintaba con acuarela y le echaba escarcha. También, agarraba una
madera y le daba la forma de una vaca; buscaba en el monte y
construía la granja; y sacos vacíos de cal para armar algo
parecido a los cerros, con unas ramitas. En la pared del fondo,
pintaba el cielo azul y las estrellas, y unas lucecitas, unos
animalitos. Un vidrio de espejo coloreado de azul era la laguna. A
la laguna de Rosa Inés le ponía un patico y en la orilla,
piedrecitas.
A ella le encantaba verme construir su pesebre. Se sentaba a mi
lado y me ayudaba. Me pasaba las cosas y me daba ideas.
"Huguito, ¿y por qué no le pone esto?" A veces le
decía: "Déjeme quieto, Mamá Rosa", porque ella
inventaba también y de vez en cuando chocábamos, pero siempre con
mucho cariño. "Mire, ¿por qué le quedó tan alto ese
cerro?" "Bueno, no está alto." "No, sí está
muy alto, póngalo más bajito." Ella dirigía, pues.
Ese diciembre recordé que Adán tenía guardada una caja con
algunas cositas de pesebres anteriores –creo que todavía Carmen,
la esposa de Adán, las guarda–. Había figuritas de porcelana y
otras de plástico, que se conservaban para el año siguiente.
Recuerdo una gallinita de plástico que tenía un pollito arriba, y
a Rosa Inés le gustaba mucho. "¿Y ese pollito qué hace ahí
arriba?", y se reía. También, había dos vacas que movían la
cabeza. Una vez conseguimos algo que le encantó: un muñeco al que
uno le daba cuerda y tocaba el tambor: ta, ta, ta, y ella me decía:
"Póngame también al tamborero por ahí."
Cuando en ese diciembre comencé a armar el pesebre en una
esquina del cuarto, ella se sentó en su camita. Estaba muy flaquita
ya, y recuerdo su sonrisa. El 24 estábamos todos allí con ella, en
nochebuena. Llegó el día de la despedida. Tenía que regresar a
Caracas, a la Academia. Era el 26 de diciembre. Me pidió que le
diera un masaje en la espalda. Ya tenía fuertes dolores.
"Huguito, écheme Vick’s Vaporoub." Se untaba
aquel ungüento para cualquier cosa, lo olía cuando tenía gripe o
si le dolía algo: para el brazo, Vick’s Vaporoub; para la cabeza,
Vick’s Vaporoub. Yo le decía: "¿Eso sirve para todo?"
"Sí" –me contestaba. Se acostó boca abajo y yo le
abrí el camisón por detrás –mucho pudor tenía ella–:
"Ábrame solo un poquitico", le eché el Vick´s Vaporoub
y le pasé la mano por la espalda. Hice eso otras muchas veces y
siempre se quedaba dormida.
Pero ese día, cuando me despedí –nunca se me olvidarán sus
ojos, porque fue la última vez–, ella estaba acostadita después
del masaje y se sentó: "¿Ya se va, Huguito?" Nosotros no
nos tuteábamos, había mucho amor y un gran respeto. Le respondí:
"Ahí están Nancy y las niñas; pídanle la bendición a la
abuela." Era 1981, Rosa tenía casi cuatro años y María
estaba chiquitica y enferma. María nació con problemas de salud y
mi mamá utilizaba una expresión: "Esta muchachita es
sucedía", que quiere decir que "le sucede mucho."
Así les dicen en Venezuela a los niños que son enfermizos o se
caen y se aporrean constantemente.
Nancy y las niñas salieron del cuartito, me quedé solo un rato
con Rosa Inés. Me costaba mucho irme, pero tenía que hacerlo.
Cuando ya me iba a despedir, le di un abrazo y me puse a llorar, y
ella me dijo: "Calma", y me agarró por los brazos y me
dijo: "No llore, hijo, no llore; con tantas pastillas y tantos
remedios a lo mejor me curo." Yo lloré y lloré, abrazado a
ella. Sabía que le habían traído unas pastillas muy fuertes para
el dolor. Ella no sabía cuán fuertes eran esos remedios, ni lo
poco que le quedaba de vida; pero yo sí. Me habían enseñado la
última radiografía de sus pulmones destrozados.
Con ese consuelo que le daba, Rosa Inés demostró que en ese
momento le dolía más el dolor suyo que el de ella...
"A lo mejor me curo, no llore." Yo le vi los ojos,
vale, y algo me decía por dentro: "No te voy a ver más, Mamá
Rosa..." Ah, esos ojos. En ese momento sentí que ella se iba.
Me fui a Caracas manejando y llorando. Creo que me paré un rato en
la carretera para mirar la sabana. Iba solo, porque Nancy se quedó
en Barinas con los niños para pasar el 31 con su mamá.
Un dolor de ausencia definitiva
En ese tiempo yo era teniente y mi cargo era jefe del
Departamento de Deportes de la Academia Militar. Tenía un buen
jefe, un coronel patriota que, antes que nosotros, anduvo en una
conspiración. Yo no lo sabía en ese momento, pero lo intuía.
Durante la formación, me le presenté: "Mi coronel,
necesito hablar con usted algo personal", y le conté. Una de
las cosas que más temía de cadete era que a mi abuela le pasara
algo, porque nos decían que solo había permiso para ir a la casa
si le ocurría algo a los padres, y yo me preguntaba a mí mismo:
"¿Y mi abuela? ¿Si le pasa algo a mi abuela, me darán
permiso? Me voy, aunque sea escapado", pensaba.
Le expliqué a este buen hombre: "Mire, mi coronel, mi
abuela está muy enferma y los médicos dicen que no le quedan
muchas semanas. Quisiera que usted me dé un permiso, al menos una
semana cuando regresen los que están descansando" –volvían
el 4 de enero–. "Vaya" –me respondió. Yo le presenté
la boleta. Sin embargo, no dio tiempo a nada.
Llamé a la casa el 31 de diciembre y hablé con mi mamá y con
Adán. Él me dijo: "Sigue mal." "¿Pero habla?"
"Sí, pero le duele mucho; se está yendo." Adán estaba
muy triste, porque él también la quiso mucho –tal vez más que
yo.
Amaneció el 1º de enero. Esa fecha para nosotros también era
muy significativa, porque marcaba el aniversario de una rebelión
militar, protagonizada en 1958 por Hugo Trejo que era un viejo
coronel, todo un líder. En 1981 aún vivía e influyó mucho con su
prédica revolucionaria. Además inspiró a un grupo de militares
–entre ellos al General Jacinto Pérez Arcay, que fue su alumno–,
y también sembró en nosotros, indirectamente, un ánimo de
rebeldía frente a los problemas que estábamos viendo en la
institución y en el país. Me gustaba hablar con él. Ya tenía el
pelo blanquito; era un hombre impecable, pulcro, que me hablaba del
proyecto nacional, de Bolívar, de cómo los adecos traicionaron la
democracia y cómo lo echaron a él de las fuerzas armadas.
El 1º de enero era día libre. Entregué mi guardia a las nueve
de la mañana y me fui en un carro que yo tenía, un bicho viejo y
envenenado –botaba tanto aceite de la caja, que se podía seguir
el rastro fácilmente por la mancha que iba dejando en el camino.
Me fui a Macuto, donde el coronel Trejo tenía una casita muy
bonita con vista al mar. Iba a escucharlo cada vez que podía. Una
vez me dio una carpeta viejísima y me dijo: "Hugo, este era
nuestro proyecto, el Movimiento Nacionalista Venezolano Integral.
Quiero que lo estudies." Él sabía que estaba sembrando y en
nosotros encontró tierra fértil. Entonces apenas éramos un
grupito de cuatro o cinco compañeros.
Él me decía: "Hugo, vas madurando. Pronto serás capitán
y podrás comenzar a ser líder de oficiales. Ese grado es muy
importante, prepárate para ser un buen jefe de compañía. No te
corrompas, este es un momento clave de tu vida." Efectivamente,
en julio yo ascendía a capitán. Como Pérez Arcay –a quien en
esa época le había perdido un poco la pista–, Trejo fue un
maestro. Murió poco antes del triunfo de diciembre de 1998.
Pasé el 1º de enero con el coronel, pero me retiré antes de lo
acostumbrado, porque estaba pendiente de mi abuela. Regresé a la
Academia en Caracas, me di un baño y seguí para Villa de Cura, a
la casa de Ana, la hija de Maisanta.
Tenía que presentarme el 3 de enero en la Academia, para recibir
oficialmente el permiso, pero el día 2 era feriado y decidí
pasarlo con Ana. Llegué por la noche, en aquel carro endiablado que
uno hasta empujaba el asiento para que anduviera un poquito más
rápido. Llegué allá: "¡Feliz año, vieja!" –déjame
aclarar antes que Ana tampoco es una vieja, tiene 91 años y parece
una muchacha.
Amanecí en la casa de Ana. Había un familión grande allí.
Estaban sus hijos Rafael y Gilberto, las muchachas; todos, menos
Isaías, que vivía en Isla Margarita. Recuerdo que me levanté como
a las nueve de la mañana del día siguiente y andaba con el cabello
muy crecido; quiero decir, largo pero enrollado. Salí a afeitarme a
la barbería. Fui solo, a pie, porque el carro ya casi ni rodaba.
Cuando regresé vi en la cara sombría de Ana la noticia terrible
que estaba esperando: "Te llamaron de Barinas", pero no me
dijo nada más. Agarré el teléfono y llamé a la casa de mi mamá.
Me respondió Aníbal, mi hermano, llorando: "Se murió la
vieja."
Me puse a llorar en el patio, desconsoladamente: "Ay, Ana,
mañana me iba a verla otra vez, y la voy a encontrar muerta. Ha
muerto la vieja." Salí inmediatamente, y el carro no avanzaba.
Sabía que no llegaría a Barinas. Regresé a la Academia. Allí
conocían la noticia. Me llevaron a la terminal del Nuevo Círculo,
de Caracas, pero ese día no se conseguía pasaje para ningún lado.
Llamé a Adán, llorando, desde un teléfono público. Había
alcanzado un puestico disponible en un autobús que iba para
Trujillo. No llegaba hasta Barinas, sino que se desviaba antes, en
Guanare: "Adán me voy en un autobús de la línea tal, salgo a
media noche, espérame en la alcabala de Guanare."
Y, en efecto, cuando llegué a aquel lugar estaban esperándome
Adán y un primo nuestro, Narciso Chávez, hijo de Ramón Chávez,
un hermano de Rosa Inés al que vi morir joven, en Sabaneta. Cuando
llegamos estaban velando a la abuela en la casa de mamá. El 3 de
enero la llevamos en hombros al cementerio. Me puse el uniforme
verde olivo y ayudé a cargar el ataúd. La enterramos en Barinas;
allá está la vieja. Esa misma noche escribí un poema. ¿Sabe que
a mí el dolor siempre me ha dado por escribir? Particularmente, ese
dolor de ausencia definitiva, ese dolor que es espiritual, pero
también físico. Igual me ocurrió cuando murió Felipe Acosta
Carlez.
La Academia Militar
Desde niño me gustó la vida militar. Cuando miro hacia atrás,
me veo jugando a la guerra en el patio de Mamá Rosa. Inventamos
unos fuertes militares con latas de zinc y tablas, y nos lanzábamos
a conquistarlos. Primero, nos tirábamos frutas secas de almendras,
pero, después, piedras. Una vez le dimos una pedrada a mi hermano
menor y le rompimos el coco, y ahí se acabaron los juegos de
guerra.
Claro, teníamos reglas: si alguno era alcanzado por un
almendrazo debía darse por muerto y salir del juego, pero Adán
nunca caía herido. Uno le pegaba durísimo con una fruta de
aquellas y él gritaba: "No, no me dio, solo me rozó."
Una vez le dimos en el centro del pecho, y él: "No salgo,
porque yo tengo aquí un médico que ya me curó." Yo decía:
"Adán es brujo, porque se pasa la mano así y se cura la
herida."
Cuando llegué a la Academia me encantó. Francamente, yo había
querido estudiar física y matemática, y además, ser pelotero
profesional, con los Magallanes. Esa era mi meta, a la que le
dediqué mucho entrenamiento, especialmente, a cómo se agarra la
pelota, a la técnica del pitcheo. Pero la vida militar me
apasionó, hasta el punto de que lo subordiné todo a ella.
Cuando entré en la Academia, Adán, que me lleva un año, ya
estaba en la Universidad de Los Andes, en Mérida. Le dije a mi
papá que quería estudiar lo mismo que mi hermano. En Barinas no
había universidad. Mi papá me dijo: "Bueno, nos vamos a
Mérida a hablar con tu primo Ángel para el cupo." A mi padre
y a mi madre tendremos que agradecerles toda la vida que pudiéramos
estudiar, aun siendo una familia sin recursos. Ellos siempre nos
dieron ese impulso, con miles de sacrificios.
Pero en Mérida no se jugaba béisbol profesional, y le dije a mi
padre: "No, si no hay béisbol en Mérida, no voy." Estaba
en ese dilema, buscando la manera de irme a Caracas, cerca del
Magallanes, cuando nos llevaron a una conferencia en el Auditorio.
Un teniente del Fuerte de Tabacare, de Barinas, dio una charla sobre
la Academia Militar a todos los muchachos del quinto año del
bachillerato. "Esta es la mía, me voy para Caracas."
Pensaba que luego podía pedir la baja y quedarme en la capital, a
tiempo completo en el béisbol. Era como un tránsito, como un
puente, y comencé a prepararme para los exámenes físicos.
Tenía un gran amigo, Angarita, que en aquel momento estaba en el
primer año de la Academia. Cuando llegó a Barinas en Semana Santa,
hablé con él y me consiguió los folletos para presentarme a los
exámenes que se hicieron en Barinas y aprobé aquellas primeras
eliminatorias sin problemas.
Poco después trajeron un telegrama a la casa donde decía que me
presentara en la Academia: "¿Qué tú vas a hacer en Caracas.
¿En una escuela militar?", y papá asombrado. "Yo
presenté examen." "¿Cuándo?" A mamá le gustaba la
idea y me apoyó, finalmente, papá lo aceptó: "Bueno, hijo,
vaya, pues." Me consiguió el pasaje del autobús, y me vine
solo, asustado, a presentarme al examen definitivo en la Academia.
Era la primera vez que venía a Caracas.
Regresé a Barinas muy alegre, porque había aprobado también
los exámenes de la Academia, y tenía que presentarme nuevamente en
la escuela. Pero me rasparon en química, en el bachillerato.
Modestia aparte, era la primera vez en mi vida que raspaba una
materia, pero esta vez sí me había ganado la mala nota. No
estudié química, no me gustaba. Tenía un profesor al que le
decíamos Venenito, que no perdonaba.
Me salvó el béisbol
En la Academia no aceptaban a nadie con una materia raspada. Lo
sabía, sin embargo, me aventuré a regresar, porque me quedaba una
entrevista final. En ese encuentro dije que tenía una asignatura
raspada. "Bueno, si lo rasparon, usted no puede entrar."
Mis exámenes físicos eran excelentes; las notas, hasta ese
momento, excelentes. En el expediente
–hace poco lo vi–, escribieron incluso que tenía habilidades.
"Hay un único chance –me dijeron–, como deportista.
¿Usted juega algún deporte?" ¡Me salvó el béisbol!
Pitcheaba, pero ya padecía de dolores en el brazo. No aguantaba
más de cinco innings. Después de una sesión de
lanzamientos, me pasaba como cinco días con hielo. En ese tiempo no
había médicos que alertaran a los deportistas sobre estos
padecimientos profesionales. Por suerte, también jugaba primera
base y era buen bateador. Jugué, incluso, primera base regular y
había ido a los nacionales ese año, en Barquisimeto.
A los raspaos nos mandaron al estadio –por cierto, el
mismo donde jugamos con los peloteros cubanos, la última vez que
vinieron a Caracas–. "Vamos a probar si ustedes juegan de
verdad." Cuando entramos al campo, vi a José Antonio Casanova,
quien fuera uno de los campeones mundiales de béisbol profesional y
shortstop de los Senadores de Washington. También figuró
como manager del Caracas durante varios años. Entonces era el
entrenador de la Academia, mientras que Benítez Redondo, un cuarto
bate famoso en los años 40 y 50, que llegó a las Grandes Ligas, se
desempeñaba además como entrenador. Cuando los vi, me dije:
"Aquí llegué al Olimpo."
Estos viejos eran muy inteligentes. Yo andaba con una camisita,
un pantalón, unas botas... Y lo primero que nos pidieron fue que
nos pusiéramos los uniformes deportivos. Algunos no sabían ni
calzarse las medias. Yo me uniformé rápidamente y salí con el
guante, de primero, y a calentar. Se dieron cuenta de que sabía, de
que no era la primera vez que jugaba.
"¿Y usted, zurdo, qué hace?", me preguntaron.
"Yo pitcheo", y estaba de primero ahí. "Bueno,
vaya." Pero me dolía el brazo. "¡Ah!, salga,
salga." Me eliminan como pitcher. Benítez Redondo, que ya
está viejito, se me acercó: "Zurdo, ¿usted juega alguna otra
posición?" "Primera base, y outfielders",
respondí. Me pusieron a batear frente a un negrito de Maracaibo y
conecté tres líneas bellas, derechitas, derechitas, como esas que
voy a meter el 15 de agosto en el jardín de la Casa Blanca…
Las cartas
Entré en la Academia, con el compromiso de estudiar química y
aprobarla en octubre. Recuerdo que teníamos que enviar semanalmente
una carta. Era una obligación, pero a mí me gustaba. No solo le
escribía a mi familia, sino a medio mundo. "¿Este por qué
entrega tantas cartas, si con una basta?", se preguntaban.
Cierta vez un compañero, Luis Silva, me pidió que le escribiera
una para Rufo Bonet. "¿Ese quién es?" "El perro de
mi casa." Para mí que estaba harto de esa obligación.
La primera carta que escribí en la Academia, una semana después
de iniciados los estudios, fue para Rosa Inés. Ella la guardó
siempre, y seguramente la conserva aún Carmen, la esposa de Adán
que adoró a mi abuela, tanto como ella a Carmen, y ha conservado
todas sus cosas. La carta decía: "Mamá Rosa, cuídeme a
Tribi" –un gato que mi abuela me regaló.
A usted también le decían Tribilín en Sabaneta…
Es verdad, y por eso, probablemente, mi abuela le puso Tribilín
al gato. Pues bien, le pedía que me cuidara al animalito y añadía
que había presentado mi primer examen de un fusil Fal y
había obtenido 100 puntos. Ya me estaba sintiendo en mi ambiente.
Me sentí como pez en el agua en la Academia Militar, que
todavía es para mí –y lo será toda la vida– un recinto
sagrado. Pasé trabajo allí, pero nunca lo sentí como una carga.
Ni siquiera cuando me afectaban seriamente las hemorragias nasales,
que comencé a padecer después de un accidente en Sabaneta. Tengo
el tabique desviado debido a aquel golpe. Ocurrió cuando yo tenía
ocho o nueve años, e iba con Adán corriendo, huyéndole a un
camión. Fue un Día de Reyes. Mi papá nos había regalado medio
bolívar a cada uno, un realito, y nos fuimos a comprar un juguete o
un suplemento, no recuerdo bien. Quisimos pasar primero que el
camión y yo, que iba de segundo, tropecé con una piedra y me
golpeé la nariz con el filo de la acera. Me quedé desmayado y con
mucha sangre. Adán se asustó y se fue corriendo hasta la casa con
Iván Jiménez, un muchacho bajito, gordito –Jatajata, lo
llamábamos–, y ellos le dijeron a mi mamá que me había matado
un carro. Allá fue mamá llorando y mi abuela detrás. Por suerte,
solo estaba noqueado. A partir de ahí me quedó esa debilidad en la
fosa nasal, que se me recrudeció de cadete, debido a las largas
marchas, el ejercicio y el peso del casco de acero. Una noche
desperté medio ahogado por la sangre. Luego me cauterizaron y santo
remedio.
Me sentí soldado desde el principio
Cuando me vestí por primera vez de azul, ya me sentía soldado.
Vinieron papá, mamá y Adán al acto de investidura de cadete. Fue
como a los tres meses de entrar a la Academia. Cuando me vio tan
flaco, mamá se puso a llorar: "¿Qué le han hecho a usted
aquí, hijo?" Pero yo estaba feliz. En ese acto, a todos los
muchachos recién llegados a la escuela nos entregaron la daga y nos
permitieron salir a la calle. Era mi primer fin de semana como
cadete en Caracas y con mi familia. Visitamos a unos parientes, nos
quedamos en un motelito y nos tomamos una foto en la plaza Miranda.
No solo me sentía un soldado, sino que en la Academia afloraron
en mí las motivaciones políticas. No podría señalar un momento
específico. Fue un proceso que comenzó a sustituir todo lo que
hasta ese momento habían sido mis sueños y mi rutina: el béisbol,
"Magallanes cero", la pintura, las muchachas…
¿Sabes lo que hice en mi segundo permiso de salida? Compré unas
flores y fui al Cementerio General del Sur, de guantes blancos y
uniforme azul. "¿Dónde está la tumba del Látigo
Chávez?" –le pregunté al sepulturero. Me indicó un lugar
lleno de monte. Me quité los guantes y limpié la tumba. Fui como a
disculparme, a rendirle una explicación. No sería como él. Ya era
un soldado.
La pasión política
Adán fue uno de los que más influyó en mis actitudes
políticas. Él es muy humilde y no lo dice expresamente, pero tiene
una gran responsabilidad en mi formación. Mi hermano estaba en
Mérida y era militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria
(MIR). Yo no lo sabía, solo me llamaba la atención que él y sus
amigos iban todos de pelo largo, algunos con barba. Aparentemente yo
desentonaba con mi cabello cortico, mi uniforme.
Me sentía muy bien en ese grupo. Nos íbamos, por ejemplo, a un
bar de muchachos, cerca de la casa de mi mamá. Particularmente a
uno, que se llamaba Noches de Hungría, o al Capanaparo, donde
cantaba Betsaida Volcán, una mujer bellísima.
Estaba naciendo el MAS, y yo andaba por ahí. Otros
–Vladimir Ruiz y los hijos de Ruiz Guevara, un viejo comunista–
estaban fundando la Causa R. Éramos amigos, y me aceptaron, con
uniforme y todo. También hubo su discusión, claro. Cierta vez uno
de esos muchachos, un hombre joven, me dijo: "Este uniformado
debe ser uno de esos parásitos." Casi nos entramos a golpes,
pero el grupo me defendió. "Respeta, vale, que este es Hugo
Chávez, amigo nuestro."
Había una gran discusión política y muchas lecturas. Ahí me
fui interesando por el tema social, aunque si miro más atrás,
siempre tuve, desde niño, simpatías por los rebeldes. Esa zona de
Sabaneta fue una zona insurgente. De mi pueblo varios se fueron a la
guerrilla, y mi padre estuvo vinculado al Movimiento Electoral del
Pueblo (MEP), de tendencia socialista, dirigido por el viejo Luis
Beltrán Prieto Figueroa. Aunque tenía esa inclinación hacia la
izquierda y el camino abonado hacia las preocupaciones políticas,
nunca me incorporé a partido alguno. En una ocasión asistí con
Adán a una de sus reuniones, como oyente, vestido de civil.
Fueron dos los acontecimientos que dispararon en mí una
vocación política, que radicalizaron mi pensamiento. En primer
lugar, el hecho de haber formado parte de un experimento educativo
en la Fuerza Armada, conocido como el Plan Andrés Bello. Nos
hicieron exámenes muy rigurosos y, ya en la Academia, nos aplicaron
un filtro. Entramos 375 y nos graduamos 67. Hay un corte bastante
profundo entre la vieja escuela militar y la nueva, con un grupo de
oficiales de primera línea, entre ellos el director de la Academia,
que es nuestro actual embajador en Canadá, el general Jorge Osorio
García. También, Pérez Arcay, Betancourt Infante, Pompeyo
Torralba...
Ese grupo de oficiales se dio a la tarea de forjar aquel ensayo a
conciencia. Incorporaron también a profesores civiles y se
preocuparon por darnos una formación humanista. Con ellos
estudiamos Metodología, Sociología, Economía, Historia Universal,
Análisis, Física, Química, Introducción al Derecho, Derecho
Constitucional… El Consejo Nacional de Universidades (CNU) exigía
estudios superiores para avalar la licenciatura.
El Plan Andrés Bello contribuyó enormemente a nuestra
formación, aun cuando no basta con él para entender lo que ha
ocurrido en la FAN, ¿no? Hay otros muchos factores, porque también
han salido de ahí unos cuantos traidores. De mi promoción y de las
que vinieron después he recibido solidaridad y una compenetración
mayor de las que imaginaba. Sin dudas, los que se prestaron al golpe
de abril de 2002 fueron graduados anteriores a nosotros,
especialmente de la promoción inmediatamente anterior, que ha sido
la última línea de retaguardia de la oligarquía, el último
arañazo del fascismo y del anticomunismo.
El segundo acontecimiento, asociado a lo anterior, fue el
descubrimiento de Bolívar. Comencé a leer vorazmente de todo, pero
en particular sus propios textos y los materiales relacionados con
su pensamiento y su biografía. Noche tras noche me iba para las
aulas a estudiar, después del toque de silencio, a las nueve. Nos
permitían estar allí hasta las 11 de la noche, y a veces me
quedaba. En ocasiones me encontraron allí dormido, encima de un
pupitre y con un libro abierto. Recuerdo a un brigadier colombiano,
que hoy es general en su país, quien un día me encontró así y
pensé que me iba a castigar. Me dijo: "No, no, lo felicito,
cadete, por su espíritu de superación."
La primera vez que oí a Fidel
La palabra guerrilla, como les dije, nos era muy familiar. En
algún momento uno oyó el nombre de Fidel y el del Che, y no lo
olvidó más. En 1967 tenía 13 años y estaba en primer año de
bachillerato, en Barinas.
Recuerdo haber escuchado por radio que el Che estaba en Bolivia,
y yo me pregunté: "¿Por qué está solo?" Una vez se lo
conté a Fidel: "Fíjate como es la vida, Fidel. Yo tenía 13
años y oía por radio que el Che estaba en Bolivia y lo tenían
rodeado. Era un niño y pregunté: ¿por qué Fidel no manda unos
helicópteros a rescatarlo?" Me imaginaba una película.
"Fidel tiene que salvarlo." Cuando mataron al Che:
"¿Por qué Fidel no mandó un batallón, unos aviones."
Era infantil, pero demostraba una identificación absoluta con
ellos, un punto de vista marcado por las simpatías que percibía en
Barinas hacia ambos líderes.
Varios años después, en 1973, estábamos en las montañas,
cerca de Caracas, en los entrenamientos con los aspirantes a cadetes
que llegaban a la Academia Militar. Para entretenernos,
escuchábamos noticias y música en los radios militares. Una de
aquellas noches había un frío de espanto. Estábamos en
Charallave, a unos treinta kilómetros de Caracas, y me acompañaban
Pedro Ruiz Rondón –compañero de mi pelotón, y otro brigadier
cuyo nombre no recuerdo. A escondidas de los oficiales, empezamos a
calibrar uno de eso viejos radios GRS-9 de tubo, que tenían una
manigueta para cargar la energía. De repente, se escuchó a alguien
hablando, una voz que no conocíamos y que denunciaba el golpe de
Estado en Chile y la muerte de Allende: "Esto está bueno"
–dije yo. Era Fidel, a través de Radio Habana Cuba.
Se nos grabó una frase para siempre: "Si cada trabajador,
si cada obrero, hubiera tenido un fusil en sus manos, el golpe
fascista chileno no se da." Esas palabras nos marcaron tanto,
que se convirtieron en una consigna, en una especie de clave que
solo nosotros desentrañábamos. Cada vez que veía a Pedro Ruiz –amigo
entrañable que murió hace un año y medio, uno de los dos empezaba
diciendo: "Si cada trabajador, si cada obrero..." El otro,
completaba la frase. Lo hacíamos dondequiera que nos veíamos. La
última vez que nos encontramos, en un avión, me repitió: "Si
cada trabajador..."
Pepito Rangel
El año 1973, en la Academia Militar, está marcado también por
otro hecho: recibiámos en la escuela a los nuevos cadetes. Yo era
brigadier y en el primer pelotón que me asignaron, estaba José
Vicente Rangel Ávalo. Cuando mencioné su nombre, se paró el
nuevito: "¡Presente!" Le dije por bromear: "¿Usted
es familia del comunista?" "Es mi papá." Me quedé
frío. "Ah, muy bien, siéntese." Después lo llamé, le
ofrecí disculpas y nos hicimos amigos.
Conocí a José Vicente, el padre, porque iba con Anita, su
esposa, a visitar al cadete los viernes por la noche. Me gané una
reprimenda una vez, porque me gustaba hablar con Rangel, que era el
candidato presidencial de la izquierda, del MAS. En diciembre de
1973 hubo elecciones y ganó Carlos Andrés Pérez.
Un teniente me llamó a contar: "Brigadier, ¿por qué usted
habla tanto con ese comunista?" Se había dado cuenta de que me
atraía conversar con el aspirante a presidente. En otra ocasión,
me enteré de que habían tomado la decisión de botar a Pepito
Rangel de la Academia y le estaban buscando la falla. Oigo el
comentario y llamé a su padre. Me atendió Anita: "Necesito
hablar con usted sobre su hijo, pero a su casa no puedo ir."
Ella me dijo que me esperaría en un restaurante.
Por alguna razón no pude ir al encuentro y poco después, a los
que jugábamos béisbol, nos concentraron en un edificio que
llamábamos la Villa Olímpica. Se acercaban los juegos entre
institutos y a los deportistas nos separaban del resto del batallón
para poder cumplir un régimen especial: dormíamos un poco más,
recibíamos atención médica directa, alimentación especial. Nadie
se metía con nosotros. Era marzo de 1974. Ahí me encontré con
Luis Reyes Reyes varias veces, y en una oportunidad hasta le
conecté un triple que todavía no me ha perdonado.
En eso llegó el jovencito Rangel vestido de civil. El muchacho
había ido a despedirse de mí. Pasó por el dormitorio y me dijo:
"Vengo a despedirme; me han dado de baja." Nos dimos un
abrazo: "Saluda a tu papá, a tu mamá." Llevaba entonces
un diario y escribí: "Hoy se fue de baja José Vicente Rangel
Ávalo, era una esperanza." Fíjate, "era una
esperanza". ¿De dónde saqué yo esas tres palabras? Dentro de
mí ya andaba un huracán.
Omar Torrijos y Juan Velasco Alvarado
Les quiero contar otro hecho, porque si no esta historia no se
entiende. El derrocamiento de Allende generó en mí y en otros
muchachos un gran desprecio hacia los militares gorilas que
dirigieron el golpe. Pinochet nos resultaba repulsivo.
Tuve amistad con cuatro muchachos panameños que estudiaron
conmigo, particularmente con un gran amigo, Antonio Gómez Ortega.
Él me habló de Torrijos y un día me trajo la revista de las
Fuerzas Armadas, con fotos en las que se veía al Presidente dando
un discurso, con campesinos, con cadetes. Admiré la diferencia del
lenguaje en aquel militar y me decía: Torrijos sí tiene un
gobierno popular, distinto, progresista; pero Pinochet no es el
camino, porque él está exactamente en el otro extremo. Tenía 20
años y ya andaba yo ubicado, pues.
Ese mismo año, en diciembre, conocí a Juan Velasco Alvarado, a
partir de uno de esos hechos totalmente casuales que aceleró en mí
el proceso interno, de forja, de enrumbamiento político. Se
cumplían 180 años de Ayacucho y en la Academia Militar me pasaba
el día hablando de Bolívar. Siendo alférez todavía, me enviaron
a dar conferencias a la tropa varias veces. El capitán Carrasquero
Sabala, que era el jefe del cuarto año, me llamó: "Chávez,
hemos escogido a 12 muchachos para ir en una comisión a Ayacucho.
Va la escolta de la bandera y un grupito más. Como usted es de los
bolivarianos –ya nos llamaban así a varios de nosotros, Ortiz
Contreras entre ellos–, lo hemos escogido." Se imaginarán
qué alegría.
Esa noche me fui para la biblioteca –había también allí una
bella bibliotecaria, pero primero el libro, primero la patria– y
comencé a estudiar qué estaba ocurriendo en el Perú. Descubrí el
Plan Inca y que allí se estaba produciendo una revolución dirigida
por un militar nacionalista. Pasamos en Lima varios días, haciendo
preguntas a todo el mundo, alimentándome de aquel proceso e
intercambiando con cadetes colombianos, panameños, peruanos y
chilenos. Me hice amigo de un chileno, y le reclamaba mucho por lo
de Allende. Nunca se me olvidará su nombre: Juan Heiss.
Nos llevaron a la casa de gobierno y allí estaba Velasco, en una
recepción dedicada a los oficiales y cadetes, donde ofreció unas
breves palabras y nos hizo llegar dos libritos, La Revolución
Nacional Peruana y El Manifiesto del Gobierno Revolucionario
de la Fuerza Armada de Perú. Después de escuchar a Velasco, me
bebí los libros hasta aprenderme de memoria algunos discursos casi
completos. Conservé esos libros hasta el 4 de febrero de 1992.
Cuando me apresaron, me lo quitaron todo.
Les cuento todo esto porque la toma de conciencia política no
fue automática. Sin lugar a dudas estos hechos dispararon mis
convicciones a un determinado estadío espiritual. Y ya de ahí no
he retrocedido, pues.
Bolívar
A mi promoción le dieron el nombre de Bolívar. Ese fue para mí
un día de emoción y júbilo. Se oponían algunos viejos militares,
quienes argumentaban que el nombre de Bolívar era muy grande para
un grupo, que sería enorme el compromiso que llevaríamos, que ya
había otra promoción llamada de esa manera –la de 1940–. Aun
así, nos dieron ese nombre y a partir de entonces no fuimos otra
cosa que "los bolivarianos", y nos sentíamos como tal.
Desde la Academia, no solo impartía de vez en cuando algunas
charlas a los soldados sobre el pensamiento del Libertador, sino que
cuando me tocaba sancionar a los cadetes, jamás les imponía un
esfuerzo físico –dar vueltas al patio corriendo, que era lo que
se hacía–, sino que los paraba en grupitos frente a la estatua de
Bolívar. Les leía sus textos, o los llevaba a un salón de clases,
a la hora del casino y de la diversión, y les contaba pasajes de la
Campaña Admirable.
Esa pasión por Bolívar comenzó en aquellos años, estudiando
la Historia Militar con el general Jacinto Pérez Arcay y con el
comandante Betancourt Infante, que era otro excelente instructor de
Historia. Pérez Arcay les contó a ustedes el lío del cual me
salvó, luego de una conferencia en la casa natal de Bolívar, en la
que me enfrenté públicamente a alguien que dijo que el Libertador
era un tirano.
En mi intervención de ese día traté de argumentar la
situación que enfrentó Bolívar. Sí, el gobernó realmente bajo
dictadura; pero una cosa es una dictadura por necesidad, por
obligación, debido a la anarquía, y otra, tiranizar a un pueblo.
En una ocasión, le dijo a su pueblo: "No me pidan que hable de
libertad, ¿cómo hablar de libertad, si he asumido la
dictadura?"
Frente a aquella tendencia antibolivariana, de descrédito a su
figura, comencé a argumentar con datos históricos esa situación.
¡Ah!, entonces alguien dice –una mujer–: "Estos son unos
pichones de dictadores", le repliqué duro y se abrió el
debate. Después se paró un profesor de historia del MEP y
defendió mi posición. La novedad llegó a la Academia. Tuve que
hacer un informe el domingo por la noche y Pérez Arcay me salvó de
aquel lío que hubiera podido costarme la expulsión de la Academia
por emitir opiniones políticas.
Cuando Carlos Andrés Pérez me entregó el sable de graduado en
la Academia, ya yo traía el acimut, la brújula perfectamente
orientada. El Hugo Chávez que entró allí fue un muchacho del
monte, un llanero con aspiraciones de jugador de béisbol
profesional. Cuatro años después, salió un subte-niente que
había tomado el rumbo del camino revolucionario. Alguien que no
tenía compromisos con nadie, que no tenía movimiento alguno, que
no estaba enrolado en ningún partido, pero sabía muy bien a dónde
me dirigía. Como dijo José Ortega y Gasset, "soy yo y mi
circunstancia." Hugo Chávez ya era el hombre y su
circunstancia.
Otro tipo de militar
Llegué a Barinas de subteniente, con cierta ventaja sobre otros
oficiales. Tenía muchos deseos de cambiar las cosas y estaba,
además, en mi patio. A lo mejor si me hubieran mandado a Maracay,
no hubiera podido participar en tantas cosas.
Con mi primer cheque pagué un hotel cerca de la Plaza de
Venezuela. Tenía un sueldo como de 2 000 bolívares, que era una
cifra más o menos importante en esa época. A los pocos días me le
aparecí a Rosa Inés con una nevera, una cama nueva, unos muebles,
un ventilador, un radio grande... Pero casi no tenía tiempo de
salir del cuartel. De lunes a viernes siempre dormía en el
batallón que quedaba fuera de la ciudad.
Los viernes en la tarde, cuando no tenía guardia, me ponía mi
jeans, mis botas de goma y mi camisita, y aparentemente era el mismo
Huguito de antes, en la casa de la abuela. En Barinas estuve desde
julio de 1975 hasta mayo de 1977. Fueron casi dos años, muy
importantes en mi vida. Era el mismo Huguito y a su vez otro,
forjado como soldado. Me metí en varios líos. Primero, Bolívar.
Empecé pintando su rostro en el cuartel y hacía notar cuán en
serio me tomaba su obra.
Fui el primero del Plan Andrés Bello que llegó a ese batallón,
y algún oficial trató de humillarme llamándome, no por mi grado,
sino por el título universitario, en tono despectivo, irónico:
"Licenciado Chávez..." Cuando me llamaba así, no le
respondía. "Subteniente Chávez..." "Ordene, mi
Capitán." Es decir, empecé dándome a respetar. En una
ocasión me increpó: "¿Por qué no me responde cuándo le
digo ‘licenciado’?" "Soy subteniente y
licenciado." Por responderle de esa manera me impuso un castigo
que me negué a cumplir. Además, me gritó delante de unos soldados
a los que yo les impartía clases de comunicaciones, que era mi
especialidad. Le contesté: "¡No me grite delante de
subalternos, mi capitán!" "¡Véngase conmigo!"
"Vamos." Y nos fuimos a ver al comandante.
Ahí empezaron mis líos, porque yo era respondón, pues. Por
otra parte, andaba en varias actividades al mismo tiempo. Por
ejemplo, jugaba béisbol. Todavía pitcheaba, tiraba duro la
recta, jugaba primera base, cuarto bate. El primer jonrón que se
dio en el estadio de Barinas lo di yo una noche preciosa en la que
me iban a arrestar.
Al capitán aquel no le gustaba el deporte. Me decía: "O
eres militar, o eres pelotero." Nunca pude convencerlo de que
podía ser las dos cosas a la misma vez. "Dedíquese al deporte
con los soldados." "Estoy dedicado, mi capitán." El
equipo de los soldados era bueno, pero quería jugar en el béisbol
organizado. Tenía solo 22 años.
Un día me llamó el entrenador Encarnación Aponte y me invitó
a jugar en el equipo de Barinas, frente a otro de Caracas que
llegaba ese fin de semana. Estaban inaugurando el estadio, pues
había un campeonato nacional programado ese año en Barinas. Él
necesitaba un zurdo. "Pide permiso", me decía. "Si
lo pido no me lo van a dar." Finalmente, me fui para el estadio
sin el permiso. Los visitantes eran del equipo Ascenso, del Distrito
Federal. En la primera entrada metí un batazo, un tubey. Después
me tocó batear otra vez. No sabía que estaban narrando el juego
por la radio local: "Radio Barinas trasmitiendo..."
En ese tiempo no había bate de aluminio, pero tenía uno de
madera muy bueno... Mi hermano Narciso, que estudiaba en Estados
Unidos, me mandó de regalo aquel de marca Adirondack, un
bate largo como ese de Sammy Sosa, pero liviano. El pitcher de
Caracas tiró una curvita y le di: "¡Praaa!", y veo que
la bola se va…, se va…, se fue de jonrón.
Estaban trasmitiendo por radio, y en el batallón los soldados lo
escuchaban. Ya eran más de las nueve de la noche, hora de silencio
en el cuartel. Armaron tal escándalo –"¡Eh, jonrón!
¡Viva mi teniente!"– que se despertó el capitán y fue a
ver qué pasaba: "Oye, prendan la luz, qué lío es este?"
"Capitán, estamos muy contentos porque mi teniente Chávez
metió un jonrón." "¡¿Cómo?! ¿Chávez Frías?"
"Sí." Al día siguiente me pidió arresto por violar una
orden. Apelé al comandante. Me franqueé: "Mire, comandante,
aquí en este batallón hay unos diez subtenientes. Si usted va por
la noche a Guayanesa –un burdel famoso en Barinas–, los consigue
allá con unas mujeres y una botella de ron; o en el casino militar,
con sus novias, bailando, tomándose unos tragos. En cambio, a mí
me gusta el deporte. No puedo entender que me vayan a arrestar por
jugar béisbol, por poner en alto el nombre del batallón que usted
comanda." Toda Barinas había oído en la radio que me habían
presentado como el subteniente del Batallón de Cazadores. Y sigo:
"Comandante, ¿no cree que es mejor que yo esté en el béisbol
y no de tragos y mujeres?" El comandante me respondió:
"Usted tiene razón. Le doy permiso para jugar." Desde ese
día nadie más me molestó, y el capitán disgustadísimo.
El batallón se acercó al pueblo
El capitán me andaba cazando cualquier falla. Jugaba al béisbol
en el equipo de Barinas, dos o tres veces a la semana. Generalmente
salía del cuartel vestido de campaña –que era el traje diario,
porque integrábamos un batallón antiguerrilla–, me montaba en un
Volkswagen que yo le había comprado al comandante y, luego, me
cambiaba en el dugout, junto a un soldado llamado William, de
Barquisimeto, que era tremendo short-stop. Era muy usual
salir de pronto para la frontera. Sin embargo, como mi especialidad
era la de comunicaciones, no tenía que patrullar con pelotones.
Acompañaba al comandante en los puestos de comando. El oficial de
comunicaciones, por doctrina, está siempre cerca del comandante,
asesorándolo para las transmisiones por radio. Eso me permitía
estar cerca del jefe y del segundo.
Por esa cercanía, y porque me tomaba el béisbol a la tremenda,
el comandante me pidió que me encargara del deporte en el
batallón. Como conocía al jefe del Instituto Nacional de Deportes
en Barinas, y a los deportistas no solo de béisbol, sino de fútbol
y de básquetbol, conseguí entrenadores gratuitos. Era una especie
de misión Barrio Adentro, pero a pequeña escala. Recuerdo a un
uruguayo, el profesor Méndez, que iba dos veces a la semana a
darles charlas y preparar al equipo de fútbol, sin pedir nada a
cambio.
Fuimos campeones dos años seguidos en los juegos
inter-batallones: en béisbol, fútbol, voleibol, básquetbol y
atletismo. Me dediqué a convertir la sabana donde jugábamos en un
campo de béisbol. Hicimos un estadio con las medidas
reglamentarias. Conseguimos arena blanca y arena roja, y un camión
para transportarlas; picábamos rectángulos de tierra con la grama;
levantamos una cerca de palitos, y ese campo se puso bonito.
Construimos dos dugout, dos casitas, y cuando vinimos a ver,
teníamos tremendo estadio. Lo inauguramos con una fiesta que
parecía una feria.
El comandante me autorizó para que el equipo de Barinas
entrenara en nuestro estadio, que pasó a ser el mejor de Barinas
después del "Cuatricentenario," y le dimos acceso a todo
el que quería ir a vernos. Me nombraron encargado de la campaña
para la captación de aspirantes a la Academia Militar. Recorrí
todos los liceos del Estado Barinas, unos diez, para darles las
charlas a los muchachos de quinto año, y motivarlos. A algunos los
llevé a Caracas y hoy ya son coroneles.
También, me autorizaron a escribir una columna en el diario El
Espacio, de Barinas. Salía los jueves, bajo el título:
"Proyección patriótico cultural Cedeño" –Manuel
Cedeño fue un general de nuestra independencia, y así se llamaba
también nuestro batallón. Era una columna que me gustaba mucho y
la gente me decía que era muy bonita, hablaba de historia y de la
unión cívico-militar. Escribía, por ejemplo: "Bajo el sol
calcinante de los llanos, todas las tardes, los soldados del
Batallón Cedeño se dirigen a hacer deportes tal, tal y tal,
mientras otros salen al huerto…" Porque hicimos un huerto y
también teníamos unos conejos, unas siembras de lechosas,
parchitas... Era también una especie de Plan Bolívar 2000.
De cuando en cuando pasaba por Radio Barinas a promover la
captación de aspirantes. Había un guión que a uno le mandaban
desde Caracas, pero yo le añadía cositas. Jamás les dije que
tendrían un sueldo seguro, sino que les hablaba de Bolívar y lo
que de él dijo Martí. Lo había leído en uno de los libros de
Pérez Arcay y me lo aprendí de memoria y hasta lo pinté en las
paredes con la ayuda de los soldados, a quienes también les di
clases de pintura.
Fue una etapa muy intensa, en la que andaba metido en el deporte
dentro y fuera del batallón, hacía periodismo y campañas para
captar estudiantes, y cuando se elegían las reinas en Barinas,
hacía la presentación. No me faltaron cosas que hacer, hasta me
hice animador de bingo. Lo más importante fue que el Batallón de
Cazadores comenzó a tener otro perfil: ya no era una tropa
antiguerrillera separada del pueblo, odiada a veces por la gente,
sino la de unos muchachos que participaban en la vida deportiva y
cultural de Barinas.
Los primeros signos de rebeldía
El dolor disparó en mí muchas cosas. El año 1982 fue de muerte
y de vida. Nació mi hijo Hugo. Ascendí a capitán. Fue, también,
el año del Samán de Güere. Ya estaba prácticamente consolidado
como militar, después de haber pasado por muchas dificultades, por
dudas: me quería ir, no me quería ir…
En la profesión militar, la Orden de Mérito es muy importante.
Eres de los primeros o eres de los últimos. Por tanto, ser de los
primeros es muy importante para el militar, particularmente para
quienes hemos tomado la carrera como un apostolado. Me gradué con
el número siete en la Academia, y éramos 66. Sin embargo, llegué
a teniente entre los últimos, porque tuve muchos problemas. Como
vaticinaría mi abuela, era rebelde, pues.
Discutía con los superiores, nunca me quedaba callado. Tuve un
lío serio en un campo antiguerrillero, porque vi cómo torturaban a
unos campesinos, supuestos guerrilleros, prisioneros de guerra. Les
estaban pegando con un bate forrado en una cobija y daban unos
gritos tremendos. Se notaba que eran pobres gentes, casi muerto de
hambre, flaquitos, y me enfrenté al coronel: "No, yo no acepto
esto aquí", y le quité el bate y lo lancé lejos. Luego el
coronel hizo un informe en mi contra, acusándome de haber
entorpecido el trabajo de Inteligencia… Llegué incluso a pensar
en irme para la guerrilla y hasta fundé en 1977 un ejército: el
Ejército de Liberación del Pueblo de Venezuela. Ahora me río
cuando lo recuerdo, porque sus miembros no llegábamos a diez.
Después de graduarme en la Academia y pasar por Barinas, formé
parte de un batallón antisubversivo, primero en Cumaná y luego en
San Mateo, en Anzoátegui. Estudiamos lo que era la guerra
subversiva, pero ya yo me lo cuestionaba todo. Creo que desde que
salí de la Academia ya estaba orientado hacia un movimiento
revolucionario. Andaba muy inquieto, conversaba mucho con Adán y
con otros compañeros de la izquierda. A esta influencia, se unió
la investigación histórica sobre Maisanta. Todo ello fue
alimentando mi sentimiento de rebeldía. En esa etapa comencé a
leer a Fidel, Che, Mao, Plejanov, Zamora…, y libros como Los
peces gordos, de Américo Martín; El papel del individuo en
la historia; ¿Qué hacer? Y, claro, ya había
empezado a estudiar profundamente a Bolívar.
Por cierto, algunos de aquellos libros aparecieron en la maletera
de un Mercedes Benz viejo y agujereado por los tiros, que
encontramos casualmente en un puesto antiguerrillero. El carro
llevaba no sé cuántos años allí, arrumado dentro del monte.
Agarré aquel botín, recompuse los libros, los mandé a empastar,
me los leí y los guardé. Creo que todavía conservo algunos por
ahí. Por tanto, me hice un hombre de izquierda a los 21 ó 22
años.
¿Cómo definir políticamente a una persona que se ha declarado
maoísta, guevariano, marxista, bolivariano, peronista…?
Sencillamente soy un revolucionario.
No permitiríamos que nos tragara la corrupción
Desde los primeros días en Barinas comencé a percibir
corruptelas, inmoralidades y arbitrariedades en algunos oficiales
superiores. Y ya no dejaría de luchar contra ellas en los
cuarteles. Un punto muy vulnerable, por ejemplo, era la comida de la
tropa. Cuando tenía guardia –oficial de inspección se llama eso–
solía irme a las cuatro o las cinco de la mañana al rancho donde
preparaban los alimentos. Esperaba a que llegara el camioncito del
proveedor, con el queso para el desayuno y la carne para el
almuerzo.
Ponía los alimentos en la tabla del dietista. "¿Qué le
toca a cada soldado?" "80 gramos de queso"–me
decían, por ejemplo. Sacaba la cuenta y la mayoría de las veces
había menos de lo que estaba fijado. O nos entregaban unas botas de
montaña que se dañaban en la primera marcha. Lo anotaba en el
libro de "novedades": "Se detectó una irregularidad…"
Había mil maneras de robar. Y luego, los atropellos en el Oriente
contra los supuestos o reales guerrilleros.
Todo eso fue conformando un sentimiento de resistencia ante las
negligencias y arbitrariedades con que me topaba en los cuarteles y
que trascendían la vida militar. Empecé a mirar al país y a
tratar de buscarle explicaciones a la contradicción en que me
encontraba. Sentía que a mi alrededor gravitaban situaciones,
conflictos cotidianos, muy alejados de los principios bolivarianos y
de los valores en los que nos habíamos educado. Entonces apareció
esa pregunta incómoda para la elite militar y política, pero que
se caía de la mata: "¿Qué democracia es esta que enriquece a
una minoría y empobrece a una mayoría?"
Ya había lanzado Juan Pérez Alfonso, uno de los fundadores de
la OPEP, su alerta de que nos hundiríamos en el "excremento
del diablo" –como llamó al petróleo–, y habían pasado
otras muchas cosas. Carlos Andrés Pérez había entregado la
presidencia en 1978 al destaparse los hechos de corrupción que lo
comprometían –a él y a su amante–, y no era el único. Uno se
encontraba en los periódicos todos los días escándalos de
corruptela y el cinismo de los gobernadores y políticos que se
habían enriquecido a costa del pueblo.
Poco a poco me fui enrolando en una especie de campaña en la
que, por supuesto, involucré a mis amigos militares. Dumas
Ramírez, por ejemplo, se vinculó en el movimiento desde que era
capitán. También, logré captar a José Angarita. Nunca más lo he
visto. Y otros más jóvenes, como Pedro Carreño, Jiménez Giusti…
Casi todos de Barinas, incorporados al movimiento tras un trabajo de
años. Cuando hicimos el Juramento del Samán de Güere en 1982 –ese
año de muerte, de vida, y de compromisos–, ya había cuajado la
conciencia de la necesidad de cambiar el estado de cosas, si no
queríamos que ese ambiente que despreciábamos nos tragara a todos.
El Juramento del Samán de Güere
Andaba con Bolívar para arriba y para abajo. Daba charlas,
reproducía sus pensamientos, compraba libros para regalarlos a los
soldados y oficiales, y algunos deben tener ejemplares de esos que
yo les dedicaba con mi puño y letra, en un afán de cultivar el
pensamiento del Libertador, de Zamora, de Maisanta.
Y no era yo solo el que lo hacía, sino también varios de mis
compañeros, con quienes compartía la pasión bolivariana.
Seguramente por esa razón me invitaron a que le hablara a la tropa.
Mi jefe, en el regimiento de paracaidistas, era el coronel Manrique
Maneiro, a quien le decíamos el Tigre, porque era de piel muy
blanca y tenía los ojos "rayados". El 16 de diciembre de
1982, en la tarde, me llamó: "Chávez, quiero que mañana
reunamos a todo el regimiento de paracaidistas y que usted pronuncie
unas palabras para conmemorar la muerte de Bolívar."
Me entusiasmé muchísimo y llamé a todos los batallones para
transmitirles la orden de mi comandante. En ese momento era jefe de
la ayudantía del coronel y auxiliar de inteligencia del Estado
Mayor del Regimiento de Paracaidistas en Maracay. A la una de la
tarde ya estaba lista la formación. El oficial que estaba
anunciando la ceremonia me preguntó: "¿Dónde está su
discurso escrito para cuando me lo pidan?" Le respondí:
"Mi mayor, no tengo escrito el discurso. Yo voy a decir unas
palabras." "Bueno, pero según el reglamento, uno tiene
que saber antes qué es lo que usted va a decir." A esas
alturas, ya él no podía hacer nada, así que comencé a hablar.
No era la primera vez que lo hacía de esa manera. Un "Día
de la bandera" me pusieron a hablar en Barinas, cuando era
subteniente, y mi discurso fue un reclamo. También levantó su
roncha, porque me pidieron las palabras por escrito, y les dije:
"Yo no escribo discursos."
En Maracay, aquel 17 de diciembre, comencé recordando a Martí:
"Así está Bolívar en el cielo de América, vigilante y
ceñudo, (...) porque lo que él no hizo, sin hacer está hasta
hoy." Y enlacé con la situación de ese momento: "¡Cómo
no va a tener Bolívar qué hacer en América todavía, con tanta
pobreza, con tanta miseria; cómo no va a tener qué hacer
Bolívar..." Cuando terminé el discurso como de media hora –no
era una cadena, ni un Aló Presidente– sentí
inmediatamente la enorme tensión de los oficiales. Se rompió la
formación y salimos trotando, uno al lado del otro. El mayor Flores
Gilán nos mandó a parar en firme y me dijo con un tono muy duro:
"Chávez, usted parece un político."
En ese tiempo decirle político a alguien, sobre todo en un
cuartel, era una ofensa. Se había degenerado tanto la política,
que era como si a uno le dijeran embustero, demagogo, qué sé yo,
algo muy despectivo. Felipe Acosta Carlez fue más rápido que yo al
responderle: "Mire, mi mayor, el capitán Chávez no es ese
político que usted dice. Lo que pasa es que así pensamos lo
capitanes bolivarianos y cuando uno de nosotros habla de esta
manera, ustedes se mean en los pantalones."
El coronel Manrique Maneiro mandó a poner en firme a todo el
mundo e impuso silencio. Asumió la responsabilidad de lo que había
pasado con una mentira piadosa: "Señores, quiero que sepan que
todo lo que el capitán Chávez dijo, él me lo comentó anoche en
mi oficina." Nadie se lo creyó, pero salvó la situación por
el momento. Cuando nos retiramos, Felipe Acosta Carlez, que era un
caballo de batalla, me invitó a trotar para liberar un poco de
presión.
Con nosotros dos salió también el capitán Jesús Urdaneta y el
teniente Raúl Baduel, a quien apreciábamos como si fuera
compañero de la misma promoción. Siempre le hemos tenido un gran
respeto por su nivel, por su don de gente, su forma de ser, su
calidad como amigo.
Fuimos a quitarnos el uniforme de campaña y a vestirnos de
deporte. Como no conseguí las botas, me puse los zapatos del
softball con tacos de goma. Eran poco más de las dos de la tarde.
Fuimos a La Placera y luego en dirección al samán. Cuando llegamos
al árbol los invité al juramento. Claro, estaba fresquecito todo
lo que había ocurrido y andábamos con la indignación por dentro.
Utilizamos el juramento de Bolívar: "Juro por el Dios de mis
padres, juro por ellos, juro por mi honor y juro por mi patria que
no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que hayamos
roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder
español." Le cambié la última expresión, por esta otra:
"...por voluntad de los poderosos". Lo repetí y ellos lo
escucharon. Al regreso, yo no aguantaba el dolor de las piernas y
agarré un carrito junto con Baduel.
A partir de ahí tomamos este asunto con mucha seriedad. Entre
los detalles que conversamos aquel día estuvo cómo empezar a
captar oficiales, según un principio riguroso: si teníamos algún
candidato, se aceptaría en el movimiento solo por consenso. Nadie
estaba autorizado a incorporar a otro por la libre, teníamos que
ser muy cuidadosos.
Así quedamos. Pero al día siguiente estaba en mi oficina, y
sentí la llegada de un carro, un auto deportivo, de marca Mustang.
Era Felipe: "Mire, compadre, compadre –él hablaba así,
¿no?–, ven acá, ven acá." Y salimos. Al frente del comando
estaba el carro: "Mira, mira, ya tengo un subteniente
listo." Le digo: "Coño, catire, ¿no dijimos que era con
calma?, vale, hasta que no haya consenso." Me respondió:
"Estoy seguro de que este carajito es bueno... Está dentro del
Mustang, chico, y por lo menos asómate para que él vea que lo que
estamos haciendo es de verdad; no vaya a pensar que yo estoy
inventando aquí." Cuando me asomé, el muchacho era nada más
y nada menos que Ronald Blanco La Cruz.
Nace el movimiento bolivariano
Ya yo andaba en reuniones con algunos movimientos militares –como
el de Trejo, que no acababa de cuajar–, y políticos –como el de
Douglas Bravo–. Siempre insistía en la unidad, y una vez logré
reunir a Trejo con Bravo en Maracay, antes de 1982, y hasta les
inventé un verso : "Comandante Trejo, comandante Bravo,/
juntos haremos la Revolución, ¡carajo!"
Se habían constituido varios grupos, pero no existía nada
formal hasta el día del juramento. A partir de ese día nos dimos a
la tarea de conformar un movimiento, amparado en el concepto del
árbol de las tres raíces, intentando articular ideológicamente
las concepciones que mejor se adaptaban a la realidad venezolana y,
en particular, al contexto en el que nos movíamos.
Nos dimos cuenta de que la ideología que Douglas Bravo defendía
no iba a tener eco en las fuerzas armadas. El marxismo chocaba con
la naturaleza misma del cuerpo militar profesional. Era muy difícil
mezclar abiertamente a Marx y a Lenin con nuestra formación
prusiana. Al único que logré llevar ante Douglas fue a Luis Reyes
Reyes; otros grandes amigos se negaron: "¿Conspirar con
Douglas? Tú estás loco." Comprendí que por ahí no andaba la
cosa.
Por eso, acudimos de lleno al pensamiento bolivariano, a su
ideología, nutriéndonos de todo lo demás. Comenzamos a
investigar. Designábamos grupos con tareas específicas: el estudio
del pensamiento de Bolívar, Miranda, Zamora, Simón Rodríguez…
Así fue cuajando como un pensamiento diverso, que dio sus
primeros frutos a finales de los ochenta, particularmente después
del Caracazo, en febrero de 1989. Esta rebelión popular le dio un
gran impulso al movimiento. Cuando se produjo, reanudamos con más
fuerza las reuniones y conspiraciones. Ya nuestro trabajo
ideológico, político, organizativo, estaba consolidado.
Pero en años anteriores a 1989, pasamos por etapas en las que
llegamos a pensar que el movimiento se había acabado, que se había
venido todo abajo. Estaba muy aislado y vigilado. Me pasé tres
años metido en las sabanas de Elorza, sin darme cuenta al principio
de que esa experiencia era exactamente lo que me faltaba para
conformar una visión integral de mi país.
Con los indios de Elorza
Siento que en Elorza terminé por descubrirme a mí mismo. Ahí
seguí el rastro de Maisanta, que estaba fresco todavía en la
memoria de los pobladores más viejitos. Encontré a una señora en
un fundo llamado Flor Amarillo, que me indicó el lugar donde lo
había visto cuando era niña. Me dijo: "Llegó por ahí, donde
usted amarró el caballo, se acercó a esta casa y vio a mi abuela y
a mi mamá de luto." "¿Y por qué están de luto?,
¿dónde está mi compadre?" –dijo Maisanta. Las mujeres
salieron llorando y le explicaron que había llegado un coronel del
gobierno de Gómez a preguntar por el padre de familia, y como no lo
encontró, secuestró a una de las muchachas de la casa. Por eso la
mamá y la abuela de aquella señora estaban de luto, como si
penaran a una muerta. Cuando llegó Maisanta, hacía como una semana
que el coronel gomecista se había llevado a la muchacha, que era
tía de la señora que me relató la historia.
"Aquel hombre alto –decía ella– preguntó: ‘¿por
dónde se fueron?’ Cogieron por el camino hacia las sabanas de
Alcornocal, hacia el Caño Caribe. ‘Está bien, ya vuelvo’."
A los pocos días regresó con la muchacha. La rescató y la
entregó a la familia. Muchos años después, esta viejita lloraba
de agradecimiento al mencionarle el nombre de Maisanta. Cuando le
expliqué que yo era su descendiente, me respondió: "Quiero
decirle que a su bisabuelo lo hemos adorado en esta casa."
Sesenta y tantos años después, encuentro en aquella tierra los
rastros de las batallas y las esperanzas de Pedro Pérez Delgado,
así como las de los indios yaruros y los cuivas. Me involucré en
sus dolores hasta el alma. Aprendí a quererlos. A su lado viví
experiencias terribles y, también, hermosísimas. Los indios fueron
atropellados toda la vida y yo lo sabía, pero vine a tomar
conciencia de eso allá, cuando era capitán, en su mismo
territorio, viviendo a su lado.
Mi primer encuentro con los indios fue una gran batalla en la
ribera del Caño Caribe, en Apure, cerca de la frontera con
Colombia. Llegaban los terratenientes hasta el escuadrón de
caballería para denunciar a los indios. Al cura de ese pueblo,
Gonzalo González –ya no es cura, se casó y sigue viviendo allá
con su mujer– lo quise y lo quiero mucho. Él me dijo cuando
llegué a ese lugar: "Mire, capitán, muchos de esos señorones
que usted ve ahora por aquí, que tienen hatos y son ricos, salían
hace veinte años a matar indios, como quien mata venados. Los
masacraban y los echaban de las tierras, pues." Me contó cómo
hasta los quemaban vivos.
Hubo un caso famoso, conocido como "la mataza de La
Rubiera". Invitaron a unos indios a trabajar en un fundo. Ellos
fueron con sus niños, porque los indios no dejan a sus criaturas.
Cuando estaban comiendo en un rancho, llegaron unos hombres blancos
y los machetearon a todos. Solo dos sobrevivieron. Se tiraron el
río y llegaron al pueblo dos días después, buscaron al cura, que
los escondió y luego los trajo para Caracas, donde reventaron el
lío. Realizaron la investigación y encontraron los cadáveres
quemados. Todos esos cuentos me los hizo el cura.
A mi comando llegaban quejas de los ganaderos y siempre les
decía: "Eso no es problema mío, sino de la policía; vaya al
pueblo y haga la denuncia." Nuestro escuadrón quedaba llano
afuera. Los ganaderos empezaron a decir que yo no colaboraba, porque
estaban acostumbrados a que el ejército atropellara a los indios. Y
yo siempre les decía que esa no era mi tarea.
Pero un día llegó una señora muy pobre, llorando: "Que
los indios me robaron dos cochinos. Tenía una alcancía y la
rompieron y botaron el dinero. Eran puros fuertes de plata." Me
dio dolor y salí a ver qué pasaba con los indios. Seleccioné unos
15 soldados y nos fuimos con un baqueano –un viejo
rastreador– que había sido soldado de las tropas de Pérez
Jiménez. Aquel hombre me enseñó mucho ese día. En algún momento
me dijo: "Huele a indio." Yo no olía nada. "Aquí
orinaron y fue una mujer." "¿Cómo sabe que es
mujer?" "Porque deja pocitos…, mientras que el macho lo
riega todo…" Era un experto en cacería de indios.
De pronto, me advirtió que los indios estaban cerca. Los vi con
los binoculares. Estaban debajo de una mata de mango comiendo las
frutas. Ingenuamente, le dije al sargento: "Vamos a rodear la
mata." El baqueano me advirtió que no iba a poder llegar hasta
ellos. "Voy a tratar." "Tenga cuidado." El viejo
me acompañó, valientemente. Me puse el fusil en bandolera, con el
cañón hacia abajo y di la orden de que nadie disparara, salvo si
yo lo ordenaba.
Cuando los indios me vieron improvisaron un extraordinario e
inmediato dispositivo de defensa. Fue como si hubieran salido veinte
rayos de la mata de mango. Se dispersaron como un celaje en el
monte, incluidas las mujeres con sus hijos. En un abrir y cerrar de
ojos los hombres me dieron batalla. Sacaron sus cuchillos y se nos
vino encima una lluvia de flechas. A mí me pasó una tan cerca que
por poco me alcanza en la cabeza.
Con tantas cosas que habían pasado, ellos pensaban que íbamos a
atacarlos. Agarré la pistola y disparé al aire. Mandé a los
soldados a que se replegaran. Incluso, hubo hasta un encuentro
físico entre un indio y dos soldados, pero por suerte no hubo
heridos. Si llega a haberlo, me meto en tremendo lío, porque yo no
tenía autorización para ir a perseguir indios.
Traté de tranquilizar a los soldados: "Aquí nadie
dispara", y los indios se fueron. En ese momento oí en la
espesura los gritos de una india. Era pleno invierno. Llegamos a la
orilla del Caño Caribe –un río ancho, muy caudaloso– y veo a
una mujer en el medio del agua, que cargaba a su niño en cuadril,
un bebé peloncito. Con una mano sujetaba al muchacho y con la otra,
nadaba aguantando un cuchillo. A mi lado estaban los soldados y el
baqueano. Nunca en mi vida olvidaré los ojos de aquella mujer que
me lanzó una mirada, un relámpago de odio, y me impactó. Se
hundía en el agua, con el niño, y salía otra vez. Yo estaba
angustiado: "Se va a ahogar." ¿Sabe lo que me dijo el
baqueano? "Capitán, dispárele." Y no era un mal hombre
ese, hasta donde yo lo había conocido. Me sorprendió:
"¿Cómo?" "Mátelos, esos son animales, y ese
carajito cuando crezca va a echar flechas también."
Por supuesto, no lo hice. Me aseguré de que la mujer finalmente
cruzara el río y se reuniera con los suyos. Me sacudieron dos cosas
aquel día: primero, la respuesta de los indios al verme uniformado,
y aquel "mátelos, que son animales". Estuve varios días
reflexionando sobre eso.
¿Tú sabes que pasa todavía con los indios? Si te ven a ti con
unos indios, dicen: "Por ahí pasaron diez indios y un
racional." Todavía se oye eso, a estas alturas. Y lo comenta a
veces gente humilde, pobre, campesina. Me preguntaba cómo cambiar
semejante situación, ¿qué hacer? Ahí es donde interiorizo ese
drama, la estructura social salvaje y profundamente excluyente de la
sociedad rural venezolana.
Me fui a la biblioteca de San Fernando de Apure, a la Oficina
Regional de Asuntos Indígenas para estudiar la población indígena
y ubicar en un mapa dónde vivían. Me hice amigo de Arelis
Sumávila, una socióloga de la Universidad Central de Venezuela
(UCV), que llevaba como veinte años estudiando a los cuivas y a los
yaruros. La llamé. Me dejé crecer el cabello y me fui en una de
las expediciones de Arelis, a visitar indios, vestido de civil, con
otros dos muchachos. Ella nos presentó como estudiantes, que
realizaban una investigación.
Pasé entre los indios varios días, durmiendo y comiendo con
ellos, tratando de entender su mundo. Me acogieron como a un amigo.
Me fui y luego, como a las dos semanas, regresé uniformado. Primero
se alebrestaron, y yo me quité la gorra y llamé por su nombre al
capitán indio: "¡Vicente!..." Ellos se quedaron
paralizados, porque respetaban mucho a Arelis. Nos sentamos a
hablar, y al rato estaban los soldados como si nada, entre ellos.
Ahí comenzó un proceso de acercamiento, que terminó en una
adoración mutua.
Cuando esos indios iban a Elorza –ellos andan siempre juntos–,
llegaban al patiecito de mi casa y Nancy, la madre de mis tres
muchachos mayores, compraba pan y hacía comida para 60 ó 70
personas. Un día Nancy me dio las quejas: "¿Cómo es posible?
Mira, esos indios me llevaron las pantaleticas de las niñas."
Ella tenía ropa recién lavada sobre la cuerda del patio. Le
expliqué: ellos no tienen idea de la propiedad privada; no tienen
noción de que esto es tuyo y esto es mío. Toman lo que necesitan,
como se toman las frutas de los árboles o el pez en el río.
Me contaron años después que dos jóvenes capitanes indios
estaban en Caracas el 4 de febrero de 1992. Habían venido a la
universidad con la amiga socióloga. Cuando transmitieron mi
alocución en la televisión, uno de ellos se puso a llorar y dijo:
"Ese es Chivas Frías –nunca lograron pronunciar Chávez
Frías–. Yo sabía, yo sabía..."
Nuestro rechazo absoluto a la ideología imperial
A partir de la llegada de mi generación a la FAN, la influencia
de Estados Unidos fue disminuyendo progresivamente. En nosotros
creció un sentimiento nacionalista, que surgía entre los militares
venezolanos. Por ejemplo, cuando nosotros llegamos a los campos
antiguerrilleros, ya no había asesores gringos. Cada vez iban menos
oficiales a estudiar a las academias militares norteamericanas. Yo
estuve a punto de ir a Estados Unidos, pues quedé en primer lugar
en uno de los cursos y me correspondía, según el reglamento, optar
por estudios superiores en el exterior, que casi siempre eran en ese
país.
No fui, pero como ustedes han comprobado en las entrevistas,
muchos de los que asistieron a esos cursos, no solo no se
envenenaron con la instrucción norteamericana, sino todo lo
contrario, reforzaron su sentimiento nacionalista. El proceso
ideológico que se fue gestando en los cuarteles tomó distancia del
imperialismo. Estudiábamos a Bolívar, y la consecuencia lógica
fue el rechazo absoluto de la ideología imperial.
Por ejemplo, Ronald Blanco La Cruz estuvo varios años en una
academia militar en Estados Unidos. Lo vi el día que regresó a
Caracas y me comentó: "Después de estos dos años en ese
país vengo más convencido de que tenemos que hacer la
Revolución." Sintió el desprecio hacia los latinos, la
subestimación hacia nuestros pueblos. Como diría Martí, vivió en
el vientre del monstruo y conoció sus entrañas.
Por supuesto, Venezuela siente hoy como nunca el peligro del
acecho norteamericano, que siempre estuvo y estará ahí. Sin
embargo, creo que el riesgo mayor ha quedado atrás. Los oficiales
que se comprometieron con el golpe de Estado y con la
contrarrevolución estaban fuertemente conectados con la embajada y
el gobierno norteamericanos. La mayoría se fue. Se hizo un deslinde
bastante evidente entre los apátridas y los patriotas. Estoy
convencido de que nuestras fuerzas armadas, desde los cuadros
máximos y los altos mandos hasta los cadetes, están muy
conscientes de eso.
La decisión de sacar la misión militar norteamericana de Fuerte
Tiuna fue respaldada por la mayoría de los oficiales. Ellos fueron
incluso los que diseñaron el proyecto de hacer una escuela allí.
Un capitán me comentaba la posibilidad de traer a ese lugar a los
indios y los pobres para que estudien y puedan disponer de
dormitorios. Es decir, un hotelito y una escuela para que los
venezolanos más humildes pasen cursos sobre hidropónicos y
organopónicos.
El riesgo de una nueva acción norteamericana siempre existirá.
Ellos nunca abandonarán la idea de captar, de comprometer a la
gente contra una Revolución que ha dicho claramente que el imperio
es su principal enemigo. Pero encontrarán una gran resistencia
dentro de la Fuerza Armada. No se puede subestimar la gran fortaleza
ideológica, doctrinaria y nacionalista de nuestros militares. Sobre
todo ese su gran sentimiento nacionalista.
Voy a salir con dignidad
El 4 de febrero de 1992 me llevaron preso unas horas déspues del
inicio de la rebelión. Cuando estaba en el Ministerio de la
Defensa, en la misma oficina donde hoy está García Carneiro –allá
mismo me llevaron y al rato me vi sentado tomando café, fumando,
muy preocupado, y oyendo lo que hablaban los generales–, me di
cuenta de que iban a comenzar a bombardear a los muchachos de
Maracay y Valencia. Me dirigí a un almirante y le pedí que me
permitiera hablar con mis compañeros en esos lugares: "Tienen
que evitar ustedes una matanza; ya hemos depuesto las armas."
Incluso llegué a pedir un helicóptero para ir a Maracay a
hablar con Jesús Urdaneta, que no quería atender razones de nadie.
Él me había dicho el día anterior, en el mismo lugar donde diez
años antes habíamos hecho nuestro juramento en el samán de
Bolívar: "Compadre, si esto falla, yo no me rindo."
Urdaneta estaba dispuesto a inmolarse. Cortó los teléfonos y no
quería recibir a nadie. Lo tenían rodeado y ya iban a bombardear
el comando de los paracaidistas. En ese instante les pedí a los
oficiales que me permitieran ir en helicóptero a hablar con él y
convencerlo de que se rindiera. Pero no aprobaron esa solución.
Se me ocurrió entonces una idea quizás pueblerina, pero
práctica: "Manden a llamar a alguien de Radio Apolo, que lo
oyen mucho en Maracay, y yo les transmito el mensaje por esa
vía." Ahí surgió la idea de incorporar todos los medios –incluida
la televisión–, que no fue exactamente a mí a quien se le
ocurrió. Uno de los almirantes –inspector de la Fuerza Armada–
dijo: "Chávez, podríamos llamar a los medios para que usted
lance su mensaje de rendición a toda la gente."
Estuve de acuerdo y así se hizo. Ellos querían entonces que
escribiera mi mensaje y yo me negué de plano: "No voy a
escribir nada. Voy a llamar a rendición. Les doy mi palabra de
honor." Pedí mi boina, mi fornitura, porque recordé a
Noriega, a quien los americanos lo sacaron todo doblado,
desmoralizado. "Yo voy a salir con dignidad", pensé.
Entonces salí y dije lo que ustedes ya conocen.
Después, en la cárcel, descubrimos que, antes de la rebelión
del 4 de febrero de 1992, habían intentado asesinarme. Ocurrió
tres meses antes, en diciembre de 1991. El movimiento fue penetrado
por ciertas organizaciones de extrema izquierda –que ahora son de
extrema derecha–, grupos que siempre han sido mercenarios, algunos
procedentes de Bandera Roja, de la gente de Gabriel Puerta Aponte y
otros.
Bandera Roja infiltró el movimiento militar a espaldas de los
comandantes. Habían estado incitando a los oficiales subalternos, a
los capitanes y a un grupo de sargentos, para que desconocieran
nuestro liderazgo. Yo me negaba a incluirlos a ellos en el comando.
Teníamos informaciones de cuáles eran sus tendencias y sabíamos
que estaban empujando a un sector de las fuerzas armadas para que se
lanzara a una la rebelión contra nosotros, con la idea de
apoderarse de la dirección.
Cuando detectamos la infiltración, la combatimos muy duro.
Recuerdo que ese diciembre llegué hasta aquí, hasta Miraflores, a
conversar con unos oficiales que teníamos comprometidos. Vine a
decirles, en persona: "Nadie mueve un soldado si yo no doy la
orden directamente. Ustedes conocen mi letra y mi firma." Hice
lo mismo en el Batallón de Tanques y en el de los paracaidistas.
El primero que me alertó fue el negro Chourio, que era teniente
de mi batallón: "Mire, mi comandante, me llamaron a una
reunión y me dijeron que si yo estaba dispuesto a sacar el
batallón a espaldas suyas. Esto es muy grave, se está cocinando
una traición." Después de la alerta comencé a investigar con
un grupo de comando. Logramos frenar lo que hubiera significado el
aborto del movimiento. En ese momento, Bandera Roja discutió la
posibilidad de matarme, de sacarme del medio, y planificó el
asesinato... Una noche, incluso, me invitaron a una reunión y yo
fui, inocentemente. Pero los que tenían la misión no se atrevieron
a atentar contra mi vida.
De eso me enteré después, en la cárcel, cuando uno de los
implicados en aquel intento de asesinato me hizo toda la historia,
una noche en que estábamos cantando con una guitarra y viendo la
luna por la ventana: "Mire, mi comandante, yo tengo algo por
dentro y quiero decírselo, porque ahora sí lo conozco. Me habían
convencido de que usted había vendido la Revolución, que estaba
desmontando el movimiento, entregándolo a los generales, que había
negociado. Yo fui designado para matarlo." Me contó todo. Fue
el único intento de asesinato que conocí, así, por un testimonio
directo.
Abril de 2002
¿Lo que más me doliódel golpe? Sin duda alguna: los inocentes
que cayeron frente a este Palacio, abatidos por los fran-cotiradores
contrarrevolucionarios... Este es uno de los dolores más grandes de
aquellos momentos terribles en abril de 2002, y luego hubo muchos
dolores, ¿no? Los traidores duelen también. Pero al igual que me
ocurrió cuando me enfrenté a la pérdida de la abuela, tuve una
reacción de vida. Resurgí con mayor vitalidad.
Decía Carlos Marx que a la revolución le hace falta el látigo
de la contrarrevolución. El látigo duele, pero enseña si ese
dolor se transforma en fuerza.
Sin embargo, usted, como San Francisco de Asís, ha perdonado
mucho.
Perdón no es la palabra. En verdad no los perdono. Por ejemplo,
la traición de Luis Miquilena nunca la perdonaré. Perdonar sería
como justificar. Sería como decir: "Está bien, te perdono y
vamos a trabajar juntos..." No. Los traidores están allá, en
el otro extremo. No están condenados por mí. Ellos están marcados
y condenados por la historia.
Pero, los golpistas están en la calle…
No porque yo los haya perdonado. Ni siquiera me han dado esa
posibilidad. Si se hubiera podido seguir un juicio civil o militar,
como debió hacerse, y a mis manos hubiese llegado la decisión de
indultarlos, no los habría indultado. Las condenas definitivas
pasan por mis manos y me toca decidir, incluso, si un juicio de esta
naturaleza continúa o no, así de sencillo, según nuestras leyes
civiles y militares. Pero eso nunca ocurrió. Si ocurriera, no los
perdonaría.
Firmé la baja, por medida de expulsión disciplinaria, de
algunos que fueron grandes amigos míos, y no me tembló la mano. No
hay ningún perdón allí. Existe la imagen de que soy, además de
noble, indulgente, y que he perdonado demasiado. No es así, entre
otras razones porque en estos casos no me ha correspondido tomar una
decisión acerca de esas personas.
Aquí vinieron a entrevistarme tres fiscales, designados para el
antejuicio. Aporté todas las pruebas que tenía a mi disposición
–y fueron muchas– para tratar de condenar a los golpistas. Solo
que allá en el Tribunal Supremo, allá, los perdonaron. Fuero
ellos, no yo. Si por mí fuera, estarían presos. Claro, con todo
respeto hacia sus derechos humanos: sin torturar a nadie, respetando
su dignidad.
Algunos dicen que el día del golpe yo regresé y mandé para sus
casas a un grupo de personas que estaban detenidas. Era lo correcto:
ponerlos a la orden de la Fiscalía. No podía mantener aquí, en un
sótano, a mujeres y hasta algunos niños que se habían quedado
encerrados en el Palacio, mientras los pejes gordos estaban fuera.
Así que lo primero que dije, cuando me informaron que tenían a
todas aquellas personas aquí, fue que las soltaran. Ni siquiera las
vi. Sí, he sido generoso. No me arrepiento de ello, ¿sabes? No me
arrepiento de ello.
Un padre
Su hija María Gabriela nos dijo hace un rato: "Quiero a
Fidel como a un abuelo, porque él quiere a mi padre como a un
hijo."
Es verdad. Fidel es como un padre. Así lo veo yo también, y una
vez hasta se lo escribí. Él ha sido, desde hace mucho tiempo, una
referencia para mí. En la cárcel leí mucho La historia me
absolverá, Un grano de maíz, sus discursos y
entrevistas… ¿Saben qué le pedí a Dios en la cárcel?:
"Dios mío, quiero conocer a Fidel, cuando salga y tenga la
libertad para hablar, para decir quién soy y qué pienso."
Pensaba mucho en eso: en salir para conocernos.
Luego se produjo el encuentro en La Habana –ahora en diciembre
se cumplirán 10 años–. Esa reunión fue para mí maravillosa; no
olvidaré aquel contacto, las primeras horas de conversación. A
medida que han pasado los años, Fidel se ha venido erigiendo como
un padre. Así lo vemos mis hijos y yo, y hasta el nieto Manolito,
que dicen que se desternilló de la risa cuando vio a Fidel.
El día que él entró a la casita de la abuela en Sabaneta tuvo
que agacharse. La puerta es bajita y él, un gigante. Yo lo veía,
¿no?, y le comenté a Adán, mirándolo allí, como si fuera un
sueño: "Esto parece una novela de García Márquez." Es
decir, 40 años después de la primera vez que escuché el nombre de
Fidel Castro, él estaba entrando en la casa donde nos criamos.
Recuerdo aquel acto en la Plaza Bolívar, que pusieron la tarima
donde no era por un problema de seguridad: ¡Ay, Dios mío! Esto es
como una novela de esas que escribe el Gabo, pero en vez de 500
años de soledad, nosotros tendremos 500 años de compañía.
Fidel para mí es un padre, un compañero, un maestro de la
estrategia perfecta. Algún día habrá qué escribir tantas cosas
de todo esto que estamos viviendo y de los encuentros que he tenido
con él… Se ha venido fraguando una relación tan profunda y tan
espiritual, que estoy convencido de que él siente lo mismo que yo:
ambos tendremos que agradecerle a la vida el habernos conocido.
No voy a traicionar mis orígenes
No voy a traicionar mi infancia de niño pobre de Sabaneta.
Inmediatamente después que enterramos a la abuela Rosa Inés, en
enero de1982, me fui para la casa de Adán y allí, en la noche,
junto a una lamparita que él tenía en su pequeño, estudio
escribí un poema dedicado a ella.
Me salió de un tirón. Fue una especie de juramento ante Rosa
Inés, una memoria que es para mí sagrada:
Quizás
algún día,
mi vieja
querida,
dirija
mis pasos
hacia tu
recinto.
Con los
brazos en alto
y con
alborozo
coloque
en tu tumba
una gran
corona
de
verdes laureles.
Sería
mi victoria,
sería
tu victoria,
y la de
tu pueblo
y la de
tu historia.
Y
entonces,
por la
Madre Vieja
volverán
las aguas
del río
Boconó,
como en
otros tiempos
tus
campos regó,
y por
sus riberas
se oirá
el canto alegre
de tu
cristofué
y el
suave trinar
de tus
azulejos
y la
clara risa
de tu
loro viejo.
Y
entonces,
en tu
casa vieja
tus
blancas palomas
el vuelo
alzarán.
Y bajo
el matapalo
ladrará
Guardián,
y
crecerá el almendro
junto al
naranjal.
Y
también el ciruelo
junto al
topochal
y los
mandarinos
junto a
tu piñal
y
enrojecerá
el
semeruco
junto a
tu rosal
y
crecerá la paja
bajo tu
maizal.
Y
entonces,
la
sonrisa alegre
de tu
rostro ausente,
llenará
de luces
este
llano caliente
y un
gran cabalgar
saldrá
de repente.
Y
vendrán los federales
con
Zamora al frente,
y el
catire Páez
con sus
mil valientes,
las
guerrillas de Maisanta
con toda
su gente.
O
quizás nunca, mi vieja,
llegue
tanta dicha
por este
lugar.
Y
entonces,
solamente
entonces,
al fin
de mi vida,
yo
vendría a buscarte,
Mamá
Rosa mía,
llegaría
a la tumba
y la
regaría
con
sudor y sangre,
y
hallaría consuelo
en tu
amor de madre
y te
contaría
de mis
desengaños
entre
los mortales.
Entonces,
abrirías
tus brazos
y me
abrazarías
cual
tiempo de infante
y me
arrullarías
con tu
tierno canto
y me
llevarías
por
otros lugares
a lanzar
un grito
que
nunca se apague.
Esos versos han sido y seguirán siendo mi compromiso con ella y
conmigo mismo. Al lado de Rosa Inés conocí la humildad, la
pobreza, el dolor, el no tener a veces para la comida; supe de las
injusticias de este mundo. Aprendí con ella a trabajar y a
cosechar. Conocí la solidaridad: "Huguito, vaya y llévele a
doña Rosa Figueredo esta hallaca, este poquito de dulce." Me
tocaba ir, en su nombre, repartiendo platicos a las amigas y a los
amigos que no tenían nada, o casi nada, como nosotros. Y siempre
venía también de vuelta con otras cositas que mandaban de allá:
"Llévele a doña Rosa esto." Y era un dulce o alguna otra
cosita de comida, que si una mazamorra o un bollito de maíz. Yo
aprendí con ella los principios y los valores del venezolano
humilde, de los que nunca tuvieron nada y que constituyen el alma de
mi país. Traté de decirle a Rosa Inés en ese poema que nunca voy
a olvidar sus enseñanzas y que nunca voy traicionar nuestros
orígenes.