Conocí
a Fidel en Managua, la noche del 19 de julio de 1980, primer
aniversario de la Revolución Sandinista. Lula y yo estábamos en casa
de Sergio Ramírez cuando él llegó a reunirse con empresarios
nicaragüenses. Nos saludamos y se refugió en la biblioteca. Eran las
dos de la madrugada cuando el padre Miguel D'Escoto, canciller de
Nicaragua, nos preguntó si estábamos interesados en conversar con el
Comandante. El diálogo se extendió hasta las seis de la mañana,
observado por Chomi Miyar, atento a las fotografías y un Manuel
Piñeiro soñoliento, desplomado sobre su espesa barba que servía de
parabán a un largo tabaco apagado. Hablamos de religión. Fue cuando
él me preguntó si estaba dispuesto a ir a Cuba a asesorar el
reacercamiento entre el Gobierno y la iglesia católica. Respondí que
eso dependía de los obispos cubanos, quienes al siguiente año
respondieron de manera positiva a la propuesta.
En febrero de 1985 vine a La
Habana invitado por la Casa de las Américas. En vísperas del regreso
a Brasil, Chomy me invitó a almorzar en su casa. Transcurría la
media noche cuando Fidel llegó. Retomamos el tema religioso. Esta
vez hizo una larga exposición sobre su formación católica en la
familia y en las escuelas de los lasallistas y jesuitas.
Le pregunté si estaría dispuesto
a repetir lo que me había revelado en una pequeña entrevista que
serviría, de hecho, para el libro que yo pensaba escribir sobre la
Revolución.
Aceptó y acordamos hacerla en
mayo de aquel año.
Desembarqué en la fecha acordada
que coincidió con el inicio de las transmisiones de Radio Martí.
Fidel se disculpó, dijo que la nueva coyuntura le impedía conceder
tiempo para la entrevista, que tal vez en otro momento. Me sentí
como el pescador de "El viejo y el Mar", de Hemingway. El "pez"
había mordido el anzuelo y no debía dejarlo escapar. Insistí tanto
que indagó sobre qué tipo de preguntas estaba preparando. Le leí las
primeras cinco de las 64 que tenía escritas. "Mañana comenzamos",
dijo interrumpiéndome. Fueron 23 horas repartidas en cuatro
conversaciones, en presencia de Armando Hart, que se recogieron en
el libro Fidel y la religión, que tuvo una tirada de 1,3
millones de ejemplares en Cuba y se publicó en 32 países en 23
idiomas. En Australia, la Ocean Press, acaba de publicar una edición
en inglés.
En 1986, desembarqué en La Habana
con una caja que contenía 100 ejemplares de la Biblia en español. Se
agotaron producto de tantos pedidos que recibí de cristianos y
comunistas. Una tarde, me encontraba escribiendo en mi cuarto,
cuando Fidel entró inesperadamente. Le conté lo de las Biblias y
preguntó: "¿No sobró ninguna para mí?". Le dediqué la única que me
quedaba: "Al Comandante Fidel, en quien Dios cree y a quien ama". Se
sentó en una butaca de mimbre y me preguntó: "¿Dónde está el Sermón
de la Montaña?". Le anoté las versiones de Mateo y Lucas. Las leyó y
preguntó: "¿Cuál de las dos usted prefiere?". Mi lado izquierdista
habló por mí: " La de Lucas, porque además de las buenaventuras
enumera también las maldiciones contra los ricos". Fidel reflexionó
un instante y respondió: "Discrepo con usted. Prefiero la de Mateo,
es más sensata".
Mis padres habían venido conmigo
a La Habana. Una madrugada, cerca de las dos de la mañana, el
Comandante me llevó a la casa. Preguntó si "los viejos" estarían
despiertos. Dije que no, pero que trataríamos de despertarlos. Él
objetó que era mejor que continuasen descansando. "Comandante, no
piense en el sueño de ellos esta noche. Piense en el hecho de que
los nietos puedan contar, en el futuro, que sus abuelos fueron
despertados en plena madrugada por el hombre que lideró a la
Revolución Cubana." Se convenció y despertamos a mis padres y,
alrededor de la mesa de la cocina, se prolongó la conversación hasta
el amanecer.
Mi madre, especialista culinaria,
le ofreció una comida. De postre, le brindó Ambrosía, el dulce de
los dioses, según Homero en la "Ilíada". A la mañana siguiente, el
jefe de la escolta de Fidel tocó a la puerta de la casa: "Señora, el
Comandante quiere saber si le sobró un poco del postre de ayer".
Mamá le dijo que esperara, y en unos minutos, preparó el dulce a
base de leche, huevos y azúcar.
En marzo de 1990, Fidel estuvo en
el Brasil, con motivo de la investidura de Collor, electo
presidente. En Sao Paulo, participó en un encuentro con más de mil
líderes de Comunidades Eclesiásticas de Base. Finalizamos con
cánticos litúrgicos y todos, con las manos tomadas, rezamos el
Padre Nuestro. El Comandante me apretó la mano y, aunque sus
labios no se movieron, tuve la impresión de que de sus ojos brotaban
lágrimas.
En 1998, después de la partida de
Cuba de Juan Pablo II, Fidel invitó a un grupo de teólogos a
almorzar en el Palacio de la Revolución. Estaba feliz con la visita
papal y sentía un sincero afecto por el Pontífice. Uno de los
teólogos criticó el hecho de que Juan Pablo II presentara a la
Virgen de la Caridad con una corona de oro, cuyo valor podría
haberse utilizado en la compra de medicamentos para los niños o algo
parecido. Fidel reaccionó enfático en defensa del Papa y dio al
teólogo una lección sobre la importancia de la patrona de Cuba en la
práctica religiosa popular. Se lo tenía merecido. El teólogo se
traicionó con sus propias palabras.
Este es el Fidel que conozco y
que tanto aprendí a admirar. Lo considero un hermano mayor. En
ocasión de la entrevista, dijo que "si alguien puede hacer de mí un
cristiano es Frei Betto".Ahora, ¿cómo podría yo pretender
evangelizar a un hombre que hizo de su vida una entrega de amor,
heroica e integral, al pueblo de la Patria de Martí? "Tuve hambre y
me diste de comer", dice Jesús en el Evangelio de Mateo (cap. 25,
31-44). Si es así, ¿qué podemos decir de un hombre que, como Fidel,
liberó a todo un pueblo, no solo del hambre, sino también del
analfabetismo, de la mendicidad, de la criminalidad y de la sumisión
al Imperio?
¡Feliz cumpleaños, Fidel!
La Habana, 13 de agosto de
2006