Mucho tiempo ha transcurrido
desde que ser anexionista en Cuba era crimen de lesa cultura,
incluso, de mal gusto. Hubo momentos en que la burguesía nacional,
por pudor, escrúpulos de conciencia, por amor a la molicie de la
vida tropical, por desconfianza comercial, por respeto a la memoria
de los ancestros, por complejos de inferioridad, por intereses
egoístas o por demagogia y politiquería, se adornaba con las pompas
de las fechas patria, los discursos relumbrones sobre Yara, los
retratos de los próceres, las guayaberas, el tabaco, los boleros, el
danzón, la cerveza "Hatuey" y los eslóganes como aquel de que "La
cubanidad es amor".
Después de la Revolución, cuando
nuestro pueblo adquirió verdadera conciencia de su historia, del
sentido de su marcha y de sus enemigos, el anexionismo quedó
relegado en el imaginario nacional a tiempos antediluvianos, a las
clases de historia, a las corrientes de pensamiento anterio-res al
10 de Octubre de 1868, o a cierta debilidad cipaya inscrita en el
ADN de nuestra burguesía, una especie de tara genética vergonzosa,
que atacaba misteriosamente, cada cierto tiempo, a algunos de sus
descendientes, como la hemofilia a los reyes, pero que se tenía el
buen tino de ocultar a los ojos del público por ser, para la mayoría
de los cubanos, una anomalía grotesca. En su momento, Martí denunció
esta enfermedad, con verbo de poeta, y alertó acerca de la peligrosa
seducción de ciertas "astutas mancebas del Norte". En todos estos
años de verdadera reafirmación nacional, de sentido culto a las
raíces, no imaginamos que íbamos a echar de menos aquellas
expresiones de patriotismo superficial de la burguesía cubana. Pero
a la luz de los últimos sucesos, hasta la figura de Grau San Martín
se agiganta, si leemos lo que proclaman algunos en Miami.
Un interesante debate se ha
producido en el seno de la comunidad cubana que reside en esa
ciudad, a partir de la publicación en la bitácora digital de un
periodista del "Nuevo Herald" llamado Alejandro Armengol, el mismo
que recientemente hiciese un llamado a "enterrar a Martí", de una
foto donde un activista de la contrarrevolución porta una pancarta
con un mapa de la Isla y un texto bastante escueto: "Havami: el
estado 51 de la Unión Americana". Armengol, como quien lanza un
globo sonda, se limitó en esta ocasión a publicar la foto bajo el
título de "Lo que nunca falta", a sabiendas de que esto no es
noticia para la gente de Miami.
Más de 30 comentarios provocó
aquel alarde anexionista, 27 de ellos indignados contra quienes no
sean capaces de reconocer, en voz alta y a plena luz del día, que el
futuro de Cuba pasa por su supuesta ineludible incorporación a los
Estados Unidos, y que la única preocupación radica en cómo negociar
con los norteamericanos los términos de la transacción.
El espectro de las
justificaciones de quienes no confían en el futuro de una Cuba
libre, independiente y soberana va, desde una incultura ingenua,
hasta lo canallesco. Algunos argumentos son muy ilustrativos:
"En un mundo que pierde sus
fronteras, la idea de ver a Cuba formando parte de México, Estados
Unidos y Canadá, me seduce. Prefiero ver a mi pueblo hablando
inglés, que sufriendo por más tiempo..." (Alguien que firma como "Elpidio
Valdés").
"... El capitalismo es preferible
al comunismo, y si los americanos quieren ayudarnos a levantar
cabeza, que bien venga, ¿por qué no?... Cuba sola no puede con todo
lo que supone un cambio: ni cultural ni económicamente está
preparada..." (Una tal "Y en Cuba").
"Cuba debería incorporarse al
estado 51 de USA, ya que el futuro del país no se ve muy prometedor
con los cubanos inexpertos que tratan de llevar a la isla en una
dirección distinta... No tienen la experiencia que se necesita para
guiar una economía fructífera y próspera..." (Alguien que prefirió
guardar el anonimato).
"Creo que es tiempo de que los
cubanos olviden todo el sentimentalismo patriótico... y disfruten de
un sistema próspero y abierto como el de USA..." (Otro anónimo).
"Dejen de ser ignorantes y
sentimentales y enfrenten la realidad: sin la ayuda de USA Cuba
nunca llegará a nada..." (Un anónimo más).
"Si Cuba se convirtiera en el
estado 51 de la Unión, deberían (los cubanos) darse con una piedra
en el pecho y brincar de alegría, ya que solos nunca llegarán a
nada" (Otro).
Para cerrar con broche de oro el
aquelarre de esta anexión, anunciada y tan fervientemente anhelada
por los restos y retoños posmodernos de la burguesía cubana
derrotada, remedio final a todas las inseguridades futuras y
mecanismo reputado como infalible para conjurar definitivamente los
peligros revolucionarios de estallidos cíclicos en una hipotética
Cuba, donde se hubiese logrado la restauración capitalista, desde
Madrid nos llegan las palabras de Eduardo Aguirre, ilustre Embajador
de origen cubano del gobierno de los Estados Unidos en España:
"Ningún país se debe inmiscuir en
los asuntos internos de la isla", ha proclamado el señor Embajador,
representante de la misma potencia que acaba de anunciar al mundo su
segundo plan para destruir el orden institucional en Cuba y derrocar
a sus autoridades, apelando a cualquier método, sin excluir el
magnicidio, los actos de terrorismo, el recrudecimiento del bloqueo
o una invasión militar directa; el mismo que paga desde hace un par
de años a un funcionario de alto rango en el Departamento de Estado
para que se presente como el futuro virrey de una isla ocupada por
los marines.
Las palabras del Sr. Embajador
Aguirre son más rufianescas, si cabe, que las de aquellos que abogan
abiertamente en una esquina de Miami por liquidar, a precio de
remate, la soberanía nacional como ofrenda ante el altar del yanki:
son las del representante de un gobierno que ya considera a Cuba
como un estado de la federación americana, y en consecuencia, no
admite que nadie intervenga en sus asuntos domésticos, en la
definición del futuro que reserva a la nueva colonia con la que
sueña desde el siglo XIX, y que da por rendida a sus pies.
A finales de ese mismo siglo
regresó fugazmente a la Isla un decrépito José Ignacio Rodríguez,
propagandista solapado del anexionismo tardío, fundador de la
estirpe autoproclamada de los "cubano-americanos", enemigo
encubierto de Martí y de los independentistas, aliado oportunista de
las mermadas filas del autonomismo descolocado, tras la retirada
española y el inicio de la ocupación norteamericana. Soñando con
levantar el ideal anexionista entre los cubanos y aprovechar la
protección de las bayonetas norteñas, aquel solemne ignorante en
cuestiones de su patria natal hizo lo indecible, hasta niveles
indecorosos, por ser escuchado y tenido en cuenta: regresó a los
Estados Unidos en completa derrota, lleno de amargura y
resentimiento, convencido de que los cubanos no merecían el futuro
prometido ni aceptaban enajenar su suelo. No tardó en morir en el
más completo olvido.
Comparado con lo que se oye por
estos días en Miami, entre las filas de una burguesía que aspira a
ser eternamente feliz, entrando a saco a expoliar el país y someter
a la más feroz explotación capitalista a sus conciudadanos, para lo
cual está dispuesta a aplicar la eutanasia forzosa a la nación y
liquidar su historia y su cultura para siempre, José Ignacio
Rodríguez debería ser exaltado al panteón de los patriotas
inolvidables o de los precursores inofensivos.
Pero hoy, al igual que hace más
de un siglo, algunos cometen el mismo error, el de ignorar al pueblo
cubano verdadero. No en vano este ha demostrado a través de su
accidentada historia, una y otra vez, que quiere seguir siendo
cubano y que está dispuesto a cualquier sacrificio por su soberanía
e independencia.
Un buen recordatorio para los que
se empeñan, a la sombra de quien creen el más fuerte, en querernos
mudar a la fuerza para Havami, la ciudad perdida de José Ignacio
Rodríguez, la Disneylandia de utilería en la que una burguesía
cubana de mentiritas se toparía, siempre inevitablemente, con el
pueblo y la Revolución cubana de verdad.
Tan cubana como las palmas.