Hace unos días, al analizar los gastos que implicaba la
construcción de tres submarinos de la serie Astute, dije que con ese
dinero "se podrían formar 75 mil médicos y atender a 150 millones de
personas, suponiendo que el costo de formar un médico fuera la
tercera parte de lo que cuesta en Estados Unidos." Ahora, siguiendo
el mismo cálculo, me pregunto cuántos médicos se podrían graduar con
los cien mil millones de dólares que, en un solo año, caen en manos
de Bush para seguir sembrando luto en hogares iraquíes y
norteamericanos. Respuesta: 999 990 médicos, los cuales podrían
atender a 2 mil millones de personas que hoy no reciben servicio
médico alguno.
Más de 600 mil personas han perdido la vida en Iraq y más de 2
millones se han visto obligadas a emigrar desde la invasión
norteamericana.
En los propios Estados Unidos, alrededor de 50 millones de
personas carecen de seguro médico. La ley ciega del mercado rige la
prestación de ese vital servicio, y los precios se vuelven
inaccesibles para muchas personas aun dentro de los países
desarrollados. A la economía de los Estados Unidos los servicios
médicos le aportan Producto Interno Bruto, pero no generan
conciencia a los que los prestan ni tranquilidad en los que los
reciben.
Los países que tienen menor desarrollo y más enfermedades
disponen de menos médicos: uno por cada 5 mil, 10 mil, 15 mil, 20
mil o más habitantes. Cuando surgen nuevas enfermedades como el
SIDA, de transmisión sexual, que en apenas 20 años ha privado de la
vida a millones de personas, la padecen decenas de millones, entre
ellas muchas madres y niños, para la cual existen ya paliativos, el
precio de los medicamentos por persona puede ser 5 mil, 10 mil o
hasta 15 mil dólares cada año. Son cifras de fantasía para la gran
mayoría de los países del Tercer Mundo. Los pocos hospitales
públicos se saturan de enfermos, que mueren amontonados como
animales bajo el azote de una epidemia repentina.
Tal vez estas realidades, si se meditan, ayuden a una mayor
comprensión de la tragedia. No se trata de una publicidad comercial
que tanto dinero y tecnología requiere. Súmese el hambre que padecen
cientos de millones de seres humanos, añádasele la idea de convertir
los alimentos en combustibles, búsquesele un símbolo y la respuesta
será George W. Bush.
Preguntado en fecha reciente por una personalidad importante
sobre su política hacia Cuba, su respuesta fue: "Yo soy un
Presidente de línea dura y solo espero la muerte de Castro." No
constituyen un privilegio los deseos de tan poderoso caballero. No
soy el primero ni sería el último que Bush ordenó privar de la vida,
o de los que se propone seguir matando de forma individual o masiva.
"Las ideas no se matan", exclamó con fuerza Sarría, un teniente
negro, jefe de la patrulla del ejército de Batista, que nos hizo
prisioneros después del intento de ocupar el Cuartel Moncada
mientras dormíamos tres de nosotros en una pequeña choza de las
montañas, agotados por el esfuerzo para romper el cerco. Los
soldados, llenos de odio y adrenalina, apuntaban hacia mí aún sin
haberme identificado. "Las ideas no se matan", continuó repitiendo,
ya casi en voz baja, automáticamente, el teniente negro.
Aquellas magníficas palabras se las dedico a usted, señor W. Bush.
Fidel Castro Ruz
28 de mayo del 2007
6:58 p.m.