Ayer lo escuché cuando habló en la Universidad de
Tucson, donde se rendía homenaje a las 6 personas asesinadas y las
14 heridas en la matanza de Arizona, de modo especial a la
congresista demócrata por ese Estado, gravemente herida por un
disparo en la cabeza.
El hecho fue obra de una persona desequilibrada,
intoxicada por la prédica de odio que reina en la sociedad
norteamericana, donde el grupo fascista del Tea Party ha
impuesto su extremismo al Partido Republicano que, bajo la égida de
George W. Bush, condujo el mundo donde hoy se encuentra, al borde
del abismo.
Al desastre de las guerras se sumó la más grande
crisis económica en la historia de Estados Unidos y una deuda del
gobierno, que equivale ya al 100% del Producto Interno Bruto, lo
cual se une a un déficit mensual que supera los 80 mil millones de
dólares y nuevamente el incremento de las viviendas que se pierden
por deudas hipotecarias. El precio del petróleo, los metales, y los
alimentos, se eleva progresivamente. La desconfianza en el papel
moneda incrementa las compras de oro, y no pocos auguran que a fines
del año el precio de este metal precioso se elevará a 2 000 dólares
la onza troy. Algunos creen que incluso llegará a 2 500.
Los fenómenos climáticos se han agudizado, con
pérdidas considerables en las cosechas de la Federación Rusa,
Europa, China, Australia, Norte y Sur de América, y otras áreas,
haciendo peligrar los suministros de alimentos a más de 80 países
del Tercer Mundo, creando inestabilidad política en un número
creciente de ellos.
El mundo enfrenta tantos problemas de carácter
político, militar, energético, alimentario y medioambientales, que
ningún país desea el regreso de Estados Unidos a posiciones
extremistas que incrementarían los riesgos de una guerra nuclear.
Fue casi unánime la condena internacional al crimen
de Arizona, en el que se veía una expresión de ese extremismo. No se
esperaba del Presidente de Estados Unidos un discurso exaltado ni
confrontativo, que no se correspondería con su estilo ni con las
circunstancias internas y el clima de odio irracional que está
prevaleciendo en Estados Unidos.
Las víctimas del atentado fueron incuestionablemente
valientes, con méritos individuales, y por lo general ciudadanos
humildes; de lo contrario no habrían estado allí, defendiendo el
derecho a la asistencia médica de todos los norteamericanos, y
oponiéndose a las leyes contra los inmigrantes.
La madre de la niña de 9 años que nació el 11 de
septiembre, había declarado valientemente que el odio desatado en el
mundo debía cesar. No albergo, por mi parte, la menor duda de que
las víctimas eran acreedoras del reconocimiento del Presidente de
Estados Unidos, así como de los ciudadanos de Tucson, los
estudiantes de la Universidad y los médicos, que como siempre cuando
ocurren hechos de esa naturaleza expresan sin reservas la
solidaridad que los seres humanos llevan dentro de sí. La
congresista gravemente herida, Gabrielle Giffords, es merecedora del
reconocimiento nacional e internacional que se le tributó. El equipo
médico continuaba hoy informando noticias positivas sobre su
evolución.
Sin embargo, al discurso de Obama le faltó la
condena moral de la política que inspiró semejante acción.
Trataba de imaginarme cómo habrían reaccionado
hombres como Franklin Delano Roosevelt ante un hecho semejante, para
no mencionar a Lincoln, que no vaciló en pronunciar su famoso
discurso en Gettysburg. ¿Qué otro momento espera el Presidente de
Estados Unidos para expresar el criterio que estoy seguro comparte
la gran mayoría del pueblo de Estados Unidos?
No se trata de que falte una personalidad
excepcional al frente del gobierno de Estados Unidos. Lo que
convierte en histórico a un Presidente que ha sido capaz de llegar
por sus méritos a ese cargo, no es la persona, sino la necesidad de
él en un momento determinado de la historia de su país.
Cuando comenzó ayer su discurso se le observó tenso,
y muy dependiente de las páginas escritas. Pronto recobró la
serenidad, el dominio habitual del escenario, y la palabra precisa
para expresar sus ideas. Lo que no dijo fue porque no quiso decirlo.
Como pieza literaria y elogio justo a los que lo
merecían, se le puede otorgar un premio.
Como discurso político dejó mucho que desear.