Todavía el mundo no ha llegado a lo que, desde mi
punto de vista, constituye hoy una cuestión elemental para la
supervivencia de nuestra especie: el acceso de todos los pueblos a
los recursos materiales de este planeta. No existe otro en el
Sistema Solar que posea las más elementales condiciones de la vida
que conocemos.
Los propios Estados Unidos trataron siempre de ser
un crisol de todas las razas, todos los credos y todas las naciones:
blancas, negras, amarillas, indias y mestizas, sin otras diferencias
que no fuesen las de amos y esclavos, ricos y pobres; pero todo
dentro de los límites de la frontera: al norte, Canadá; al sur,
México; al este, el Atlántico y al oeste, el Pacífico. Alaska,
Puerto Rico y Hawai eran simples accidentes históricos.
Lo complicado del asunto es que no se trata de un
noble deseo de los que luchan por un mundo mejor, lo cual es tan
digno de respeto como las creencias religiosas de los pueblos.
Bastarían unos cuantos tipos de isótopos radiactivos que emanaran
del uranio enriquecido consumido por las plantas electronucleares en
cantidades relativamente pequeñas —ya que no existen en la
naturaleza— para poner fin a la frágil existencia de nuestra
especie. Mantener esos residuos en volúmenes crecientes, bajo
sarcófagos de hormigón y acero, es uno de los mayores desafíos de la
tecnología.
Hechos como el accidente de Chernóbil o el terremoto
de Japón han puesto en evidencia esos mortales riesgos.
El tema que deseo abordar hoy no es ese, sino el
asombro con que observé ayer, a través del programa Dossier de
Walter Martínez, en la televisión venezolana, las imágenes fílmicas
de la reunión entre el jefe del Departamento de Defensa, Robert
Gates, y el Ministro de Defensa del Reino Unido, Liam Fox, que
visitó Estados Unidos para discutir la criminal guerra desatada por
la OTAN contra Libia. Era algo difícil de creer, el Ministro inglés
ganó el "Oscar"; era un manojo de nervios, estaba tenso, hablaba
como un loco, daba la impresión de que escupía las palabras.
Desde luego, primero llegó a la entrada de El
Pentágono donde Gates lo esperaba sonriente. Las banderas de ambos
países, la del antiguo imperio colonial británico y la de su
hijastro, el imperio de Estados Unidos, flameaban en lo alto de
ambos lados mientras se entonaban los himnos. La mano derecha sobre
el pecho, el saludo militar riguroso y solemne de la ceremonia del
país huésped. Fue el acto inicial. Penetraron después los dos
ministros en el edificio norteamericano de la Defensa. Se supone que
hablaron largamente por las imágenes que vi cuando regresaban cada
uno con un discurso en sus manos, sin dudas, previamente elaborado.
El marco de todo el escenario lo constituía el
personal uniformado. Desde el ángulo izquierdo se veía un joven
militar alto, flaco, al parecer pelirrojo, cabeza rapada, gorra con
visera negra embutida casi hasta el cuello, presentando fusil con
bayoneta, que no parpadeaba ni se le veía respirar, como estampa de
un soldado dispuesto a disparar una bala del fusil o un cohete
nuclear con la capacidad destructiva de 100 mil toneladas de TNT.
Gates habló con la sonrisa y naturalidad de un dueño. El inglés, en
cambio, lo hizo de la forma que expliqué.
Pocas veces vi algo más horrible; exhibía odio,
frustración, furia y un lenguaje amenazante contra el líder libio,
exigiendo su rendición incondicional. Se le veía indignado porque
los aviones de la poderosa OTAN no habían podido doblegar en 72
horas la resistencia libia.
Nada más le faltaba exclamar: "lágrimas, sudor y
sangre", como Winston Churchill cuando calculaba el precio a pagar
por su país en la lucha contra los aviones nazis. En este caso el
papel nazifascista lo está haciendo la OTAN con sus miles de
misiones de bombardeo con los aviones más modernos que ha conocido
el mundo.
El colmo ha sido la decisión del Gobierno de Estados
Unidos autorizando el empleo de los aviones sin piloto para matar
hombres, mujeres y niños libios, como en Afganistán, a miles de
kilómetros de Europa Occidental, pero esta vez contra un pueblo
árabe y africano, ante los ojos de cientos de millones de europeos y
nada menos que en nombre de la Organización de Naciones Unidas.
El Primer Ministro de Rusia, Vladimir Putin, declaró
ayer que esos actos de guerra eran ilegales y rebasaban el marco de
los acuerdos del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Los groseros ataques contra el pueblo libio que
adquieren un carácter nazifascista pueden ser utilizados contra
cualquier pueblo del Tercer Mundo.
Realmente me asombra la resistencia que Libia ha
ofrecido.
Ahora esa belicosa organización depende de Gaddafi.
Si resiste y no acata sus exigencias, pasará a la historia como uno
de los grandes personajes de los países árabes.
¡La OTAN atiza un fuego que puede quemar a todos!