Hacerlo era un deber que no vacilé un instante en
cumplir.
Sabía que mi estado de salud era grave, pero estaba
tranquilo: la Revolución seguiría adelante; no era su momento más
difícil después que la URSS y el Campo Socialista habían
desaparecido. Bush estaba en el trono desde el 2001 y tenía
designado un gobierno para Cuba; pero una vez más, mercenarios y
burgueses se quedaron con las maletas y baúles en su dorado exilio.
Los yankis, además de Cuba, tenían ahora otra
Revolución en Venezuela. La estrecha cooperación entre ambos países
pasará también a la historia de América como ejemplo del enorme
potencial revolucionario de los pueblos con un mismo origen y una
misma historia.
Entre los muchos puntos abordados en el proyecto de
Informe al Sexto Congreso del Partido, uno de los que más me
interesó fue el que se relaciona con el poder. Textualmente expresa:
"¼ hemos arribado a la conclusión de que
resulta recomendable limitar, a un máximo de dos períodos
consecutivos de cinco años, el desempeño de los cargos políticos y
estatales fundamentales. Ello es posible y necesario en las actuales
circunstancias, bien distintas a las de las primeras décadas de la
Revolución, aún no consolidada y por demás sometida a constantes
amenazas y agresiones."
Me agradó la idea; era un tema sobre el que yo había
meditado mucho. Acostumbrado desde los primeros años de la
Revolución a leer todos los días los despachos de las agencias de
noticias, conocía el desarrollo de los acontecimientos en nuestro
mundo, aciertos y errores de los Partidos y los hombres. Abundan los
ejemplos en los últimos 50 años.
No los citaré para no extenderme ni herir
susceptibilidades. Albergo la convicción de que el destino del mundo
podía ser en este momento muy distinto sin los errores cometidos por
líderes revolucionarios que brillaron por su talento y sus méritos.
Tampoco me hago la ilusión de que en el futuro la tarea será más
fácil, sino al revés.
Digo simplemente lo que a mi juicio considero un
deber elemental de los revolucionarios cubanos. Mientras más pequeño
sea un país y más difíciles las circunstancias, más obligado está a
evitar errores.
Debo confesar que no me preocupé realmente nunca por
el tiempo que estaría ejerciendo el papel de Presidente de los
Consejos de Estado y de Ministros y Primer Secretario del Partido.
Era además, desde que desembarcamos, Comandante en Jefe de la
pequeña tropa que tanto creció más tarde. Desde la Sierra Maestra
había renunciado a ejercer la presidencia provisional del país
después de la victoria que desde temprano avizoré para nuestras
fuerzas, bastante modestas todavía en 1957; lo hice porque ya las
ambiciones con relación a ese cargo estaban obstruyendo la lucha.
Fui casi obligado a ocupar el cargo de Primer
Ministro en los meses iniciales de 1959.
Raúl conocía que yo no aceptaría en la actualidad
cargo alguno en el Partido; él había sido siempre quien me
calificaba de Primer Secretario y Comandante en Jefe, funciones que,
como se conoce, delegué en la Proclama señalada cuando enfermé
gravemente. Nunca intenté ni podía físicamente ejercerlas, aun
cuando había recuperado considerablemente la capacidad de analizar y
escribir.
Sin embargo, él nunca dejó de transmitirme las ideas
que proyectaba.
Surge otro problema: la Comisión Organizadora estaba
discutiendo el número total de miembros del Comité Central que
debían proponer al Congreso. Con muy buen criterio, ésta apoyaba la
idea sostenida por Raúl de que en el seno del Comité Central se
incrementara la presencia del sector femenino y la de los
descendientes de esclavos procedentes de África. Ambos eran los más
pobres y explotados por el capitalismo en nuestro país.
A su vez, había algunos compañeros que, ya por sus
años o su salud, no podrían prestar muchos servicios al Partido,
pero Raúl pensaba que sería muy duro para ellos excluirlos de la
lista de candidatos. No vacilé en sugerirle que no se excluyera a
esos compañeros de tal honor, y añadí que lo más importante era que
yo no apareciera en esa lista.
Pienso que he recibido demasiados honores. Nunca
pensé vivir tantos años; el enemigo hizo todo lo posible por
impedirlo; incalculable número de veces intentó eliminarme, y yo
muchas veces "colaboré" con ellos.
A tal ritmo avanzó el Congreso que no tuve tiempo de
transmitir una palabra sobre el asunto antes de que recibiera las
boletas.
Alrededor del mediodía Raúl me envió con su ayudante
una boleta, y pude ejercer así mi derecho al voto como delegado al
Congreso, honor que los militantes del Partido en Santiago de Cuba
me otorgaron sin que yo supiera una palabra. No lo hice
mecánicamente. Leí las biografías de los nuevos miembros propuestos.
Son personas excelentes, varias de las cuales había conocido en el
lanzamiento de un libro sobre nuestra guerra revolucionaria, en el
Aula Magna de la Universidad de La Habana, en los contactos con los
Comités de Defensa de la Revolución, las reuniones con los
científicos, con los intelectuales y en otras actividades. Voté y
hasta pedí fotos del momento en que ejercía ese derecho.
Recordé también que me falta bastante todavía de la
historia sobre la Batalla de Girón. Trabajo en ella y estoy
comprometido a entregarla pronto; tengo en mente además escribir
sobre otro importante acontecimiento que vino después.
¡Todo antes de que el mundo se acabe!
¿Qué les parece?