Cuando Gaddafi, coronel del ejército libio,
inspirado en su colega egipcio Abdel Nasser, derrocó al Rey Idris I
en 1969 con solo 27 años de edad, aplicó importantes medidas
revolucionarias como la reforma agraria y la nacionalización del
petróleo. Los crecientes ingresos fueron dedicados al desarrollo
económico y social, particularmente a los servicios educacionales y
de salud de la reducida población libia, ubicada en un inmenso
territorio desértico con muy poca tierra cultivable.
Bajo aquel desierto existía un extenso y profundo
mar de aguas fósiles. Tuve la impresión, cuando conocí un área
experimental de cultivos, que aquellas aguas, en un futuro, serían
más valiosas que el petróleo.
La fe religiosa, predicada con el fervor que
caracteriza a los pueblos musulmanes, ayudaba en parte a compensar
la fuerte tendencia tribal que todavía subsiste en ese país árabe.
Los revolucionarios libios elaboraron y aplicaron
sus propias ideas respecto a las instituciones legales y políticas,
que Cuba, como norma, respetó.
Nos abstuvimos por completo de emitir opiniones
sobre las concepciones de la dirección libia.
Vemos con claridad que la preocupación fundamental
de Estados Unidos y la OTAN no es Libia, sino la ola revolucionaria
desatada en el mundo árabe que desean impedir a cualquier precio.
Es un hecho irrebatible que las relaciones entre
Estados Unidos y sus aliados de la OTAN con Libia en los últimos
años eran excelentes, antes de que surgiera la rebelión en Egipto y
en Túnez.
En los encuentros de alto nivel entre Libia y los
dirigentes de la OTAN ninguno de estos tenía problemas con Gaddafi.
El país era una fuente segura de abastecimiento de petróleo de alta
calidad, gas e incluso potasio. Los problemas surgidos entre ellos
durante las primeras décadas habían sido superados.
Se abrieron a la inversión extranjera sectores
estratégicos como la producción y distribución del petróleo.
La privatización alcanzó a muchas empresas públicas.
El Fondo Monetario Internacional ejerció su beatífico papel en la
instrumentación de dichas operaciones.
Como es lógico, Aznar se deshizo en elogios a
Gaddafi y tras él Blair, Berlusconi, Sarkozy, Zapatero, y hasta mi
amigo el Rey de España, desfilaron ante la burlona mirada del líder
libio. Estaban felices.
Aunque pareciera que me burlo no es así; me pregunto
simplemente por qué quieren ahora invadir Libia y llevar a Gaddafi a
la Corte Penal Internacional en La Haya.
Lo acusan durante las 24 horas del día de disparar
contra ciudadanos desarmados que protestaban. ¿Por qué no explican
al mundo que las armas y sobre todo los equipos sofisticados de
represión que posee Libia fueron suministrados por Estados Unidos,
Gran Bretaña y otros ilustres anfitriones de Gaddafi?
Me opongo al cinismo y a las mentiras con que ahora
se quiere justificar la invasión y ocupación de Libia.
La última vez que visité a Gaddafi fue en mayo de
2001, 15 años después de que Reagan atacó su residencia bastante
modesta, donde me llevó para ver cómo había quedado. Recibió un
impacto directo de la aviación y estaba considerablemente destruida;
su pequeña hija de tres años murió en el ataque: fue asesinada por
Ronald Reagan. No hubo acuerdo previo de la OTAN, el Consejo de
Derechos Humanos, ni el Consejo de Seguridad.
Mi visita anterior había tenido lugar en 1977, ocho
años después del inicio del proceso revolucionario en Libia. Visité
Trípoli; participé en el Congreso del Pueblo libio, en Sebha;
recorrí los primeros experimentos agrícolas con las aguas extraídas
del inmenso mar de aguas fósiles; conocí Bengasi, fui objeto de un
cálido recibimiento. Se trataba de un país legendario que había sido
escenario de históricos combates en la última guerra mundial. Aún no
tenía seis millones de habitantes, ni se conocía su enorme volumen
de petróleo ligero y agua fósil. Ya las antiguas colonias
portuguesas de África se habían liberado.
En Angola habíamos luchado durante 15 años contra
las bandas mercenarias organizadas por Estados Unidos sobre bases
tribales, el gobierno de Mobutu, y el bien equipado y entrenado
ejército racista del apartheid. Éste, siguiendo instrucciones de
Estados Unidos, como hoy se conoce, invadió Angola para impedir su
independencia en 1975, llegando con sus fuerzas motorizadas a las
inmediaciones de Luanda. Varios instructores cubanos murieron en
aquella brutal invasión. Con toda urgencia se enviaron recursos.
Expulsados de ese país por las tropas
internacionalistas cubanas y angolanas hasta la frontera con Namibia
ocupada por Sudáfrica, durante 13 años los racistas recibieron la
misión de liquidar el proceso revolucionario en Angola.
Con el apoyo de Estados Unidos e Israel
desarrollaron el arma nuclear. Poseían ya ese armamento cuando las
tropas cubanas y angolanas derrotaron en Cuito Cuanavale sus fuerzas
terrestres y aéreas, y desafiando el riesgo, empleando las tácticas
y medios convencionales, avanzaron hacia la frontera de Namibia,
donde las tropas del apartheid pretendían resistir. Dos veces en su
historia nuestras fuerzas han estado bajo el riesgo de ser atacadas
por ese tipo de armas: en octubre de 1962 y en el Sur de Angola,
pero en esa segunda ocasión, ni siquiera utilizando las que poseía
Sudáfrica habrían podido impedir la derrota que marcó el fin del
odioso sistema. Los hechos ocurrieron bajo el gobierno de Ronald
Reagan en Estados Unidos y Pieter Botha en Sudáfrica.
De eso, y de los cientos de miles de vidas que costó
la aventura imperialista, no se habla.
Lamento tener que recordar estos hechos cuando otro
gran riesgo se cierne sobre los pueblos árabes, porque no se
resignan a seguir siendo víctimas del saqueo y la opresión.
La Revolución en el mundo árabe, que tanto temen
Estados Unidos y la OTAN, es la de los que carecen de todos los
derechos frente a los que ostentan todos los privilegios, llamada,
por tanto, a ser más profunda que la que en 1789 se desató en Europa
con la toma de la Bastilla.
Ni siquiera Luis XIV, cuando proclamó que el Estado
era él, poseía los privilegios del Rey Abdulá de Arabia Saudita, y
mucho menos la inmensa riqueza que yace bajo la superficie de ese
casi desértico país, donde las transnacionales yankis determinan la
sustracción y, por tanto, el precio del petróleo en el mundo.
A partir de la crisis en Libia, la extracción en
Arabia Saudita se elevó en un millón de barriles diarios, a un costo
mínimo y, en consecuencia, por ese solo concepto los ingresos de ese
país y quienes lo controlan se elevan a mil millones de dólares
diarios.
Nadie imagine, sin embargo, que el pueblo saudita
nada en dinero. Son conmovedores los relatos de las condiciones de
vida de muchos trabajadores de la construcción y otros sectores, que
se ven obligados a trabajar 13 y 14 horas con salarios miserables.
Asustados por la ola revolucionaria que sacude el
sistema de saqueo prevaleciente, después de lo ocurrido con los
trabajadores de Egipto y Túnez, pero también por los jóvenes sin
empleo en Jordania, los territorios ocupados de Palestina, Yemen, e
incluso Bahrein y los Emiratos Árabes con ingresos más elevados, la
alta jerarquía saudita está bajo el impacto de los acontecimientos.
A diferencia de otros tiempos, hoy los pueblos
árabes reciben información casi instantánea de los sucesos, aunque
extraordinariamente manipulada.
Lo peor para el estatus quo de los sectores
privilegiados es que los porfiados hechos están coincidiendo con un
considerable incremento de los precios de los alimentos y el impacto
demoledor de los cambios climáticos, mientras Estados Unidos, el
mayor productor de maíz del mundo, gasta el 40 por ciento de ese
producto subsidiado y una parte importante de la soya en producir
biocombustible para alimentar los automóviles. Seguramente Lester
Brown, el ecologista norteamericano mejor informado del mundo sobre
productos agrícolas, nos pueda ofrecer una idea de la actual
situación alimentaria.
El presidente bolivariano, Hugo Chávez, realiza un
valiente esfuerzo por buscar una solución sin la intervención de la
OTAN en Libia. Sus posibilidades de alcanzar el objetivo se
incrementarían si lograra la proeza de crear un amplio movimiento de
opinión antes y no después que se produzca la intervención, y los
pueblos no vean repetirse en otros países la atroz experiencia de
Iraq.
Final de la Reflexión.
