El 17 de junio de 1905 Máximo Gómez moría, serenamente, en su
casa del Vedado habanero, a los 69 años de edad. Había vivido lo
suficiente como para testimoniar la pérdida de Martí y Maceo, los
otros dos grandes dirigentes radicales del movimiento revolucionario
cubano de 1895; había visto izarse la bandera estadounidense, en
sustitución de la española, en la tierra por cuya independencia
tanto luchó; había presenciado, con preocupación, el peligro
anexionista en la Isla después de 1898, el establecimiento de
aquella República distinta a la de su idea, la Constitución
lastrada por la Enmienda Platt, las elecciones, y la proliferación
inusitada de partidos políticos a lo largo del país.
Gómez -uno de los primeros en combatir, anónimamente, en 1868,
y Jefe supremo del Ejercito Libertador cuando finaliza la contienda
del 95- tuvo el extraño privilegio de ver el fin de la guerra que
lo convertiría en un mito definitivo para la nación, y convivir
durante los primeros años del Siglo XX con esa imagen gloriosa que
salvaguardó ética y fe para los buenos cubanos al llegar los
tiempos áridos de la República.
El Doctor Eduardo Torres Cuevas, director de la Casa de Altos
Estudios Fernando Ortiz, lo caracterizó ayer en el espacio
televisivo Mesa Redonda como uno de los grandes pilares de la
historia pensada y de la que aconteció en Cuba. Un hombre
extraordinario entre los extraordinarios, precisó Torres Cuevas
después de resaltar su responsabilidad en la carga al machete, en
las campañas ofensivas más importantes del Ejército Libertador,
su jefatura en todos los departamentos en guerra del país, su
indiscutible papel como el estratega fundamental del movimiento
independentista cubano.
El historiador resaltó además el valor de la ética y el
pensamiento político en la trayectoria de Gómez, dos tópicos que,
indicó, todavía deben ser profundamente estudiados. El también
historiador y profesor de la Universidad de La Habana (UH), doctor
Oscar Loyola, en su intervención sobre el tema, ponderó la ética
en el proceder familiar y militar del Generalísimo.
En su pensamiento, explicó Loyola, resaltan la postura de
latinoamericanista radical; su sentido de la unidad, la disciplina,
el abolicionismo, el antirracismo; el desbordante amor que sintió
por Cuba, su fervorosa batalla por la soberanía total de la Isla,
su lucidez ante los intereses de los Estados Unidos, y el
convencimiento de que la república democrática era la única forma
de gobierno aceptable para el país.
En el vasto interés que despierta el entendimiento y la
reconstrucción de la vida de una figura histórica como Gómez, uno
de los aspectos más interesantes sin duda es su relación con otros
dos grandes próceres cubanos: José Martí y Antonio Maceo. La
relación breve e intensa con Martí, según comentó Pedro Pablo
Rodríguez, investigador titular del Centro de Estudios Martianos,
estuvo signada por la afinidad de sentimientos. A pesar de sus
conocidas diferencias, explicó, tuvo que ocurrir el engranaje entre
ambos: eran afines en sentimientos, en propósitos políticos,
compartían la ética humanista, el mismo ideal de independencia,
antirracismo, latinoamericanismo, incluso el criterio bolivariano.
Los unía además el gusto por la escritura, agregó, y aunque
pasaron los tres años de preparación de la Guerra discutiendo,
como amigos, trabajaron juntos para llevarla adelante con éxito.
Maceo, señaló Torres Cuevas, fue uno de los alumnos de la
escuela
militar de Gómez; La relación era paternal, se consideraban
soldados de la libertad, ciudadanos que vestían el traje de guerra.
Los unía también el humanismo en la campaña, el respeto al
prisionero, su visión de que la obra cubana era significativa y se
hacía para toda la humanidad.
En 1905, Cuba lloró multitudinariamente la pérdida de Máximo
Gómez, el dominicano que había librado todas las batallas por la
independencia cubana, que luego rechazó la presidencia de la
República, el venerable anciano que había encabezado el
enfrentamiento de los cubanos con el ejercito europeo más cuantioso
que haya guerreado en América en el siglo XIX. Sus contemporáneos
lo admiraron como una leyenda respetable, la misma que durante las
largas décadas del Siglo XX, y hasta hoy, continúa siendo un
símbolo de la intransigencia independentista y de la revolución.