La Plata amenazada (Capítulo 9)
Los días 19 y 20 de junio fueron posiblemente los más críticos de toda
la ofensiva. En el transcurso de esas jornadas, como ya hemos relatado
en los capítulos anteriores, las fuerzas enemigas lograron ocupar Santo
Domingo y las Vegas de Jibacoa, bases de operaciones potencialmente muy
importantes para el posterior asalto al reducto rebelde en el firme de
la Maestra, y alcanzaron una penetración profunda en el territorio
rebelde desde el Sur después de ser rechazadas por la pequeña fuerza de
Ramón Paz en La Caridad.
Para nosotros, lo peor durante los dos días, como
también hemos visto, fue, por una parte, la convicción de que al menos
en uno de esos frentes —el de las Vegas— la resistencia no había sido
todo lo eficaz y decidida que hubiese hecho falta, y, por la otra, la
incertidumbre ante la carencia de informaciones precisas de lo que
estaba ocurriendo en el Sur. Pero, incluso, ante esta realidad, que me
provocaba, como es de suponer, profunda inquietud, hice un esfuerzo por
evaluar serenamente la nueva situación creada y tomar una serie de
medidas con el fin de aplicar el plan previsto para una eventualidad de
este tipo. Incluso, en este momento en que el enemigo llevaba la
iniciativa táctica, nuestros planes no contemplaban simplemente la
defensa escalonada del territorio rebelde. En una guerra clásica,
pudiera suponerse que en una coyuntura así lo que procedía era aplicar a
plenitud las ideas y estrategias concebidas según las características
del terreno y la disponibilidad de fuerzas propias.
En efecto, una de las líneas dominantes en mis
razonamientos estratégicos, desde el comienzo mismo de la ofensiva
enemiga, era el aprovechamiento del terreno. Específicamente, el empleo
en beneficio de nuestros planes de la topografía característica de la
Sierra Maestra, matizada por valles o depresiones rodeadas de alturas.
En la práctica, no me preocupaba mucho que alguna de las unidades
enemigas lograra penetrar en el territorio donde se había concentrado la
defensa rebelde, siempre que la unidad cayera en uno de esos valles o
depresiones. En realidad, no podía dejar de hacerlo, ya que en los
valles de la Sierra es donde se encuentran dos de los elementos más
importantes para el sostenimiento de un contingente relativamente
numeroso de tropas, a saber, el agua y las vías de comunicación más
expeditas, que, aun cuando discurren en parte de su recorrido por los
firmes de la montaña, tienden a buscar el curso de los ríos o arroyos
que de manera invariable corren por el fondo de esas depresiones. Una tropa estacionada en un valle de la Sierra Maestra
era blanco propicio para el establecimiento de un cerco a lo largo de
las alturas circundantes. Con una ubicación así —y teniendo en cuenta
que un asalto frontal a una altura es siempre, en todo tipo de guerra,
una de las operaciones más difíciles, y más aún dadas las
características montuosas de la mayor parte de las laderas de la Sierra
en aquel momento— la tropa sitiada tenía tanto en teoría como en la
práctica pocas posibilidades de salir de la situación en que se
encontrara si no contaba con apoyo exterior; en otras palabras, si no
disponía de refuerzos que acudieran a romper el cerco desde fuera y
ayudar a salir a la tropa cercada. Como operación militar, el cerco suele ser de carácter
netamente ofensivo. Su intención, por lo general, es lograr la rendición
de la tropa sitiada por hambre, o buscar el agotamiento de sus recursos
defensivos mediante acciones de desgaste, con el fin de poder lanzar al
final un asalto a la posición cercada, en caso que fuese necesario. Pero
puede darse otro tipo de cerco, cuyo objetivo sea solo contener
cualquier movimiento ofensivo de la tropa asediada. Este último da al
cerco, más que un carácter ofensivo, uno contraofensivo. La operación que yo tenía en mente, como primera fase de
la respuesta a la amenaza planteada por la tropa enemiga que logró
penetrar en Santo Domingo el 19 de junio, pudiera ser caracterizada como
una combinación de estos dos tipos de cerco. Desde el día anterior, cuando llegué a la conclusión
realista de que no iba a ser posible impedir la entrada del enemigo en
ese lugar, en mi mente comenzó a conformarse el plan de establecer
eventualmente el cerco a la tropa. Pero no vaya a pensarse que, en ese
momento, el objetivo principal a que aspiraba era, como instancia
inmediata, la captura de la fuerza enemiga que iba a ser cercada, lo
cual solo podría lograrse mediante un asalto frontal. Era obvio que a
esas alturas la correlación de fuerzas no nos permitía emprender una
acción de tal naturaleza, que, por otra parte, podría provocar un número
considerable de bajas en nuestras filas. El enemigo mantenía aún la
iniciativa y sus tropas se encontraban más o menos intactas, avanzaba de
manera simultánea desde tres direcciones. Nosotros no estábamos en
condiciones de concentrar en una operación, por un tiempo relativamente
prolongado, la cantidad de fuerzas necesarias para establecer una
correlación local adecuada. Eso significaría debilitar demasiado las
líneas defensivas opuestas a las otras direcciones de ataque del
enemigo, lo cual podría traer consecuencias desastrosas. El cerco que tenía en mente, en esta primera fase, era
fundamentalmente de contención. No había sido posible evitar la
penetración en el territorio rebelde. Lo que cabía hacer ahora era no
dejar a esa fuerza enemiga dar un paso más, ni adelante ni atrás. En
otras palabras, para utilizar la expresión que yo mismo empleé en el
mensaje al Che del 18 de junio, ya citado, de lo que se trataba era de
"embotellar" al enemigo. O como le escribí a Suñol ese mismo día, antes
de la ocupación de Santo Domingo por los guardias: Caso que los soldados bajen por el Cacao y logren entrar
en S. D. [Santo Domingo] después de combatir con Paco [Cabrera Pupo],
entonces no los vamos a dejar seguir ni para abajo ni para arriba ni
para adentro de la Sierra, no quedándoles otro camino que regresar por
donde han venido si [no] es que se lo tapamos también, cosa que no
resultaría muy fácil porque ese firme [el alto de El Cacao] está
completamente pelado. No obstante, ese cerco podría desempeñar también un
papel ofensivo en la medida en que fuera capaz de desgastar y
desmoralizar al enemigo atrapado en Santo Domingo, así como, preparar
los medios necesarios para golpear o destruir los refuerzos enviados en
su auxilio. De esa manera, tal vez crearían condiciones propicias para,
en una segunda instancia, lograr la rendición de la tropa sitiada. La fluida situación táctica que se produjo el día 19 me
obligó a variar provisionalmente este plan, al menos en lo que se
refería al cierre del camino del río Yara, aguas abajo de Santo Domingo,
para el que había pensado utilizar la pequeña fuerza de Félix Duque, y
ya había dado las órdenes pertinentes. No podía pensarse por el momento
en la ocupación del alto de El Cacao, aparte del hecho de que estuviera
"completamente pelado", mientras existiese aún alguna tropa enemiga
considerable en la zona de El Verraco. Cualquier fuerza rebelde
estacionada en aquel alto quedaría entre tres fuegos: por delante desde
Santo Domingo, por detrás desde la dirección de El Verraco y El Cacao, y
por arriba desde el aire, en un firme donde no había posibilidad de
encubrimiento contra un ataque de la aviación. Por estas razones, el plan de cercar a la tropa de Santo
Domingo no se ejecutó en su totalidad desde los primeros momentos. Como
ya mencioné, la vía del río quedó descubierta, y lo seguiría estando en
los días siguientes por la necesidad prioritaria de cerrar todos los
accesos al firme de la Maestra al oeste de Gamboa. El alto de El Cacao
sería ocupado de nuevo el 29 de junio, después de que el resto de la
tropa enemiga ubicada del otro lado cruzara y se incorporara a la de
Santo Domingo. En su lugar, lo que se estableció de inmediato fue una
línea defensiva de contención que abarcaba las direcciones por las que
no se podía permitir de ninguna manera un avance ulterior del enemigo.
Estas dos direcciones fueron, por supuesto, la del curso superior del
río Yara y la del firme de El Naranjo, que conducían de manera más o
menos directa a una penetración a fondo en el "territorio básico"
rebelde. En cuanto al firme de El Naranjo, la misión de impedir
todo avance ulterior correspondía, en un primer momento, a la misma
tropita de Paco Cabrera Pupo que combatió en La Manteca, a la que se
había incorporado el grupo a las órdenes de Huber Matos, reforzada ahora
por el de Geonel Rodríguez, llegado inmediatamente después de ese
combate. Pero en los días subsiguientes a la entrada del enemigo en
Santo Domingo fui fortaleciendo de manera progresiva esta línea con la
incorporación de nuevas fuerzas extraídas de otras zonas de operaciones.
Como parte de este reforzamiento defensivo en el área
del alto de El Naranjo, alrededor del día 22, ubiqué personalmente a la
escuadra de Dunney Pérez Álamo, que había estado en la playa de La Plata
como parte de las fuerzas de Pedro Miret y a la que había ordenado
permanecer en la zona de la Comandancia de La Plata después de su
retirada en ocasión del desembarco de la Compañía G-4 en ese lugar el
día 20. Las nuevas posiciones de este personal serían en la bajada de El
Naranjo, del otro lado, y muy cerca del firme de La Plata, en el punto
donde entroncaban el camino de El Naranjo con el de Los Mogos. La gente
de Álamo debía cubrir cualquiera de esas dos direcciones en caso
necesario. Este grupo, de unos 20 hombres, también permanecería por el
momento en condición de reserva para ser utilizado según las
circunstancias y, posteriormente, formaría parte del cerco en Santo
Domingo. Mandé también a buscar una escuadra perteneciente a las
fuerzas de Camilo, la cual fue separada del resto de esa tropa y quedó
en la zona de Agualrevés con Ramiro; la ubiqué cerca y a la izquierda de
la posición de Lalo Sardiñas, al comienzo del firme de Los Mogos. Esta
escuadra, de unos seis o siete hombres, estaba al mando de Zenén Meriño.
El día 26 envié también al firme de El Naranjo a nuestra
principal arma pesada, la "artillería": la escuadra de la ametralladora
calibre 50 al mando de Braulio Curuneaux. En los días finales del mes de
junio situé al pelotón de René Ramos Latour, Daniel —quien había
llegado el día 23 a La Plata al frente de un grupo de refuerzo
procedente de Santiago de Cuba—, más o menos a mitad de distancia entre
esas posiciones y el alto de la Maestra, como segundo escalón de reserva
que entraría en acción en caso necesario. Esta relativa concentración de
fuerzas demuestra la importancia concedida a la defensa de la subida de
El Naranjo, la vía más directa para el asalto al firme de la Maestra en
las cercanías de La Plata. Todas las escuadras de la primera línea de contención
hubieran estado subordinadas a Paco Cabrera Pupo, salvo el grupito de
Zenén Meriño, que por su ubicación se subordinaría al mando de Lalo
Sardiñas en Pueblo Nuevo. Pero, precisamente por estos días, Paco
Cabrera Pupo enfermó, con un dolor apendicular agudo en el costado
derecho, y tuvo que retirarse; como consecuencia de esto, no pudo asumir
funciones de combatiente durante el resto de la ofensiva. En ausencia de
Paco, no me quedó otra alternativa que confiar el mando general de esta
línea a Huber Matos. El día 20, el grupo de Paco Cabrera Pupo se había
trasladado al otro lado del arroyo de El Naranjo, y ocupado posiciones
en el camino que sube por el arroyo, un poco más arriba de la casa de
Clemente Verdecia, la misma que había servido hasta pocos días atrás de
taller de confección de bombas y reparación de armas. En ese lugar se
podía hacer resistencia tanto en el caso de que los guardias intentaran
subir por el arroyo para ocupar El Naranjo, como en el de que tomaran
hacia el firme, pues ese camino salía unos 100 metros detrás de la
posición ocupada por Paco. Fue de allí de donde Paco Cabrera Pupo se tuvo que
retirar el día 22 ó 23 hacia La Plata. Durante esos dos o tres días, el
enemigo no intentó entrar por El Naranjo. Se limitó a hacer algunas
exploraciones por las faldas de los estribos que caen sobre la margen
izquierda del Yara, a los lados del arroyo de El Naranjo. Después que Huber Matos asumió el mando, di la orden de
dividir el grupo en tres. Una pequeña escuadra de cuatro o cinco
hombres, al mando de Paco Cabrera González, ocupó dos trincheras
existentes en el punto donde el camino que subía al firme de El Naranjo
entraba en el monte y comenzaba a ascender, después de dejar atrás las
primeras casas de El Naranjo y un tramo de potrero. La escuadra de
Geonel Rodríguez se ubicó en el mismo alto de la loma de Sabicú, a la
izquierda del camino. Huber Matos, por su parte, se instaló con el resto
del personal en otras trincheras en un punto intermedio de la subida al
firme, en pleno monte de la falda de Sabicú. La idea de esta distribución era cubrir dos de las
posibilidades de avance de los guardias, en caso de que intentaran subir
al firme de El Naranjo, a saber, por el camino —faldeando la loma de
Sabicú— o de frente, a monte traviesa, para ganar directamente el alto
de Sabicú. En cada caso chocarían con los grupos de abajo y de arriba,
respectivamente, mientras que la función del grupo intermedio de Huber
Matos era reforzar arriba o abajo, donde hiciera falta. La escuadra de
Geonel, además, debía prevenir la posibilidad de que el enemigo
intentara ganar el firme por la falda opuesta a El Naranjo, esto es, por
la ladera del arroyo de Los Mogos. Muchos de nuestros combatientes, a quienes correspondió
ocupar posiciones en esta línea, encontraron sus trincheras ya hechas.
Esta falda del firme de El Naranjo, por su proximidad a las
instalaciones de la Comandancia de La Plata, había sido uno de los
lugares donde trabajamos con más intensidad en la preparación del
terreno, con vistas a la defensa del corazón de nuestro territorio. Colateral al firme de El Naranjo estaba el estribo del
firme de Gamboa, que muere en el río Yara frente a Santo Domingo, allí
donde se había situado primero Paco Cabrera Pupo inmediatamente después
del Combate de La Manteca. Al pasar Paco al estribo de El Naranjo, envié
a Félix Duque a cubrir esta otra importante vía de posible acceso al
alto de la Maestra por esta zona. La escuadra de Duque, que en ese
momento contaba con no más de 10 hombres, se ubicó muy cerca de la mitad
del camino entre el río Yara y el alto de la Maestra. Otra entrada a la propia Maestra que podía ser utilizada
por los guardias era la vía de los lugares conocidos como El Cristo y El
Toro, por donde se accedía al firme de la llamada tiendecita de la
Maestra, ubicada en la zona de Jiménez, entre La Plata y Mompié. Este
acceso fue cubierto de inmediato por la escuadra de Eddy Suñol, cuyas
posiciones en Providencia carecían de sentido después de la entrada del
enemigo en Santo Domingo. En lo que respecta a la segunda vía principal, la de río
arriba, desde el 18 de junio, cuando recibí las primeras informaciones
no confirmadas —que resultaron inciertas— de que el enemigo ya había
penetrado en Santo Domingo, le ordené a Lalo Sardiñas que bajara con sus
hombres por La Jeringa y se situara lo más cerca posible de los guardias
por el camino del río. Los hombres de Lalo realizaron a marcha forzada,
esa misma noche, la difícil y agotadora caminata por Loma Azul, y
llegaron al río Yara, a la altura de la finca de Gustavo Sierra en
Santana, al amanecer del 19, casi al mismo tiempo en que comenzaban los
tiros en La Manteca. Al día siguiente, ya habían tomado posiciones en la
zona de Pueblo Nuevo, a poco menos de dos kilómetros aguas arriba de la
casa de Lucas Castillo en Santo Domingo, donde Sánchez Mosquera instaló
su puesto de mando. Cualquier tropa estacionada en Santo Domingo tenía
cuatro rutas posibles en caso de que su intención fuese penetrar más
profundamente en el territorio rebelde. Tres de ellas conducían de forma
directa al firme de la Maestra. La más occidental era la que subía por
todo el estribo de Gamboa, cuyo acceso estaba cubierto por Duque. La
seguía hacia el Este, la vía que tomaba por el arroyo de El Naranjo y la
falda de la loma de Sabicú hasta el firme de El Naranjo, y a lo largo de
este hasta el alto de la Maestra, muy cerca de la Comandancia de La
Plata y de las instalaciones de Radio Rebelde. La tercera de estas rutas
era un sendero que salía de Pueblo Nuevo, más allá del arroyo de Los
Mogos, y entroncaba con el camino de El Naranjo cerca del firme de la
Maestra. La unión de estas dos vías era la posición defendida por Álamo.
Por último, la cuarta ruta probable era seguir aguas arriba por el
camino del río Yara, con intención después de desviarse a la derecha
hacia el firme, bien por el camino que subía por Santana o bien por La
Jeringa, a ganar la Maestra cerca del alto de Palma Mocha. La ruta de
Gamboa llevaría al enemigo al oeste de la Comandancia; y las de Santana
o Palma Mocha, al este. Conducían directamente a la zona de la
Comandancia los caminos de El Naranjo y de Los Mogos, que se unían, como
se ha dicho, muy cerca del firme. La posición que le ordené tomar a Lalo Sardiñas a la
altura de Pueblo Nuevo tenía precisamente como objetivo cubrir, tanto la
eventual subida de la tropa enemiga río arriba, como la posibilidad de
un intento de ascender por el camino de Los Mogos. En un mensaje que le
envié al amanecer del día 21, le di instrucciones expresas a Lalo para
que se posicionara más abajo del sendero de Los Mogos, que sería,
además, su vía de retirada en caso necesario, y le advertí: Es preciso combatir duro. Cada pedazo de terreno que se
retroceda tiene que ser después de haberlo defendido duramente. Cuando
estés ya en el trillo que sube a la Maestra tienes que parapetarte y no
dejarlos pasar. A toda costa había que impedir que el enemigo alcanzara
el firme de la Maestra, del cual aparentemente lo separaba solo un paso.
Yo estaba convencido de haber evaluado de un modo certero las
intenciones enemigas, y estaba dispuesto a hacerle pagar bien caro ese
paso. Se trata, quizás, del momento más crítico, en el orden táctico, de
toda la ofensiva. No obstante, se mantenía inalterable mi confianza en
la capacidad defensiva de las fuerzas rebeldes en esa zona. Al Che le
informo el propio día 20: La situación aquí ha mejorado algo pero sigue todavía
imprecisa. La tropa de la casa de Lucas no se ha movido un metro
hacia arriba o hacia Naranjo donde están nuestras emboscadas
prácticamente dobles [...]. Lalo está ya en Santo Domingo cuidando el
camino por ese lado [...]. Lalo, en definitiva, temiendo que en caso de un
encuentro los guardias pudieran alcanzar una altura en la margen derecha
del río desde la cual podrían batir o envolver la emboscada rebelde,
ocupó una posición aproximadamente 200 metros más atrás de la indicada,
pero todavía delante del camino de Los Mogos. Allí había distribuido los
23 hombres de su tropa a los lados del río y del camino, entre los
cafetales cercanos a la casa del colaborador campesino Mario Maguera. De
este lugar a la casa de Lucas Castillo, donde tenía instalado Sánchez
Mosquera su puesto de mando, había unos 1 200 metros por el río. En aquel momento, el pelotón de Lalo Sardiñas contaba
apenas con 11 armas, de las cuales unas siete se podían considerar más o
menos efectivas. Las demás eran escopetas y mosquetones Máuser. En
cuanto a parque, las armas más provistas disponían de entre 60 y 80
tiros. Uno de los fusiles contaba tan solo con ocho tiros. El aspecto
general de esta pequeña tropa, mal vestida y peor calzada, provocó que
muchos combatientes rebeldes se refirieran a ella como "los
descamisados". Por otra parte, aunque ya en ese momento la situación
había mejorado considerablemente gracias a la ayuda del propio Mario
Maguera y, sobre todo, de Feliciano Rivero —un haitiano cuyo chalé
estaba construido sobre la margen izquierda del río, unos 600 metros más
atrás de la emboscada—, las largas semanas que permanecieron en la zona
de Los Lirios habían sido difíciles para ellos en cuanto a la
alimentación. Dentro de la disposición operativa prevista en el plan
de operaciones del Ejército, la fuerza de choque al mando del teniente
coronel Sánchez Mosquera estaría compuesta por su batallón —el número
11— y por el Batallón 22, a las órdenes directas del comandante Eugenio
Menéndez. Esta segunda unidad tendría en un inicio la misión de marchar
a la zaga de la otra, para asegurar su retaguardia y sus líneas de
abastecimiento. Después del 12 de junio, al producirse el cambio de
dirección en el avance del Batallón 11, la otra unidad varió también la
ruta de su marcha y siguió la misma que tomó Sánchez Mosquera. Entre los
dos batallones se mantenía siempre una distancia aproximada, equivalente
a dos días de marcha. El 19 de junio, el Batallón 22 se encontraba en El
Verraco. Recibí la confirmación de esta noticia en un mensaje que me
envío Lalo Sardiñas al llegar a La Jeringa, donde me informaba con
bastante precisión que se trataba de una tropa de 300 hombres. El propio
día 19, Almeida también me comunicó sobre la presencia de esta tropa en
El Verraco y apreció, erróneamente, que se movía en dirección a Estrada
Palma. Esta situación fue motivo de inquietud para nosotros
durante los días críticos del 19 y el 20 de junio. A Lalo le ordené que
dejara algunos hombres en el alto de San Francisco, para prever la
posibilidad de que esta fuerza enemiga intentara el cruce hacia el río
Yara por una ruta paralela a la de Sánchez Mosquera, pero mucho más al
Este, con lo cual caería a la retaguardia de la posición que le había
ordenado ocupar al propio Lalo en Pueblo Nuevo y crearía una situación
sumamente complicada. El 20 de junio le comuniqué esta preocupación al
Che. En el mensaje que le mandé califico la probabilidad de ese
movimiento como un "factor nuevo que puede presentarse" y que alteraría
otra vez mi plan. Y al día siguiente, en otro mensaje a Paz, que estaba
en el frente sur, volví sobre el mismo tema: Por el momento no hay peligro de que suba tropa desde
Santo Domingo hacia la Maestra por el camino de Palma Mocha [el de
Santana], pues la tropa enemiga que llegó a Santo Domingo la tenemos
medio embotellada en casa de Lucas [Castillo], pero ese peligro puede
surgir si del Verraco o del Cacao, entran tropas por San Francisco o la
Jeringa hacia los cabezos del río Yara, Santo Domingo arriba. Cuando esa situación se presente confío resolverla si
Cuevas acaba de aparecer con su pelotón y los reclutas que llevó. Ni qué
decir tiene que si además llega Camilo entonces vamos a abusar de los
guardias. En realidad, como quedará demostrado por los hechos, mi
apreciación acerca del punto de destino de esta fuerza era correcta. Lo
que varió fue la ruta escogida. Apenas se resiste la tentación de
especular lo que hubiera ocurrido si el Batallón 22 hubiese intentado
hacer el cruce hacia el río Yara por el alto de San Francisco. Tal vez
no lo hicieron porque el mando enemigo consideró que esa vía estaba muy
defendida, cuando lo cierto era que en ese momento no había nadie
cuidando el camino de San Francisco. Lalo no recuerda haber dejado
personal en aquel momento en esa posición. El 21 de junio, Guillermo García, quien había venido
siguiendo una ruta paralela al enemigo por los firmes desde que se
produjo el cambio de dirección, estaba por la zona de Agualrevés y La
Jeringa, e informó que la tropa se encontraba a la altura de Rancho
Claro. Con la llegada del capitán Guillermo a esta zona se aliviaba un
tanto la amenaza táctica, pues los combatientes de que disponía podían
ofrecer una primera resistencia efectiva en caso de que el enemigo
intentara el cruce hacia el río Yara. Teniendo en cuenta la situación planteada por estas dos
fuerzas enemigas, y previendo además el cerco que yo pensaba tender
alrededor de Santo Domingo, le había ordenado a Andrés Cuevas que se
posicionara en la zona de Rascacielo, a poco más de un kilómetro al este
del firme de La Plata. Cuevas llegó a ese lugar el día 22. Desde allí
podía actuar como reserva, en cualquiera de las dos direcciones en que
su presencia como refuerzo fuese necesaria, ya que estaba más o menos
equidistante de Santo Domingo y de La Jeringa. Los hombres de Cuevas
llegaron a Rascacielo después de otra fatigosa jornada desde el alto de
La Caridad. La situación material de esta tropa rebelde era bastante
difícil. Como se recordará, habían perdido sus mochilas en La Caridad,
capturadas por los soldados del comandante Quevedo, el 19 de junio.
Cuevas me escribió el día 23: [...] lo que necesitamos es que nos mande algo con que
abrigarnos, que anoche 9 hombres no pudimos dormir porque hace aquí
mucho frío y no tenemos nada, y sobre los zapatos Ud. sabe que con las
caminas que hemos dado habemos unos cuantos que están descalzos. De
mercancías tenemos un hombre que nos sirve viandas, nos hace falta sal y
si no un poco de carne salada de la de Yeyo [Gello Argelís] que esa nos
sirve y también unos frijoles. A despecho de estas penurias, la disposición combativa
del bravo capitán rebelde y sus hombres no había decaído: "[...] este es
un buen lugar para esperar los soldados", me decía Cuevas en el mismo
mensaje. Salvo pequeñas patrullas de exploración que enviaba a
corta distancia de su campamento, Sánchez Mosquera no realizó ningún
movimiento durante varios días después de su entrada en Santo Domingo.
Todo parecía indicar que, de acuerdo con un plan preconcebido, estaba
esperando la llegada del segundo batallón, que componía su fuerza de
asalto, antes de dar el siguiente paso. Pero no todo era tiempo perdido para este teniente
coronel que había ganado sus estrellas asesinando campesinos. Ante la
inminencia de la llegada de los guardias, Lucas Castillo había
abandonado su casa, junto con toda su familia, y se había refugiado en
el monte. Sánchez Mosquera le envió un recado con una de sus hijas:
"Dile al viejo que regrese a su casa, que cómo va a estar pasando
trabajo en el monte, que no tiene nada que temer". Lucas Castillo, ingenuamente, confió en esa palabra y se
presentó a los pocos días. Los detalles de lo que ocurrió después nadie
puede testimoniarlos a ciencia cierta. El caso es que tras la presurosa
retirada de Sánchez Mosquera a finales de julio, el cadáver de Lucas
Castillo, baleado y bayoneteado, apareció en una de las decenas de
tumbas cavadas en el cafetal contiguo a su propia casa, que sirvió de
improvisado cementerio para las múltiples bajas y víctimas inocentes de
los guardias. Junto con el anciano, fueron masacrados otros cuatro
campesinos, dos de ellos miembros de su familia, con los que el oficial
asesino quiso saciar su vesania o vengar cobardemente su impotencia. Estos días de inactividad en Santo Domingo coincidieron,
en otros frentes, con el desembarco del grueso del Batallón 18 en la
boca de La Plata, y el inicio de la penetración de esa fuerza enemiga a
lo largo de todo el río desde el Sur. Sin embargo, no será sino hasta el
día 26 por la noche cuando llegarán las tropas de Quevedo a Jigüe y
establecerán campamento en ese lugar. En cuanto al sector noroeste,
después de la ocupación de las Vegas de Jibacoa el día 20, las fuerzas
enemigas no habían realizado ningún otro movimiento de significación.
Por tanto, en los días inmediatamente posteriores al 20
de junio, el peligro principal, en el orden táctico, estaba planteado
por las fuerzas enemigas ubicadas en Santo Domingo, las que habían
penetrado más a fondo y se encontraban, al parecer, a un paso del
corazón del territorio rebelde. El 24 de junio, cinco días después de la llegada de
Sánchez Mosquera a Santo Domingo, ocurrió un hecho al parecer
intrascendente, pero que ejerció una influencia considerable en los
acontecimientos posteriores. A media mañana de ese día, una patrullita de tres
guardias a caballo se acercó por el río hasta el arroyo de Los Mogos, y
comenzó a subir por la margen izquierda. Al parecer, más que con ánimo
de explorar, se habían aventurado hasta allí, a un kilómetro de las
últimas líneas del perímetro del campamento enemigo en Santo Domingo, en
busca de unas reses y unos mulos que, según noticias recibidas, andaban
sueltos por la zona. Este ganado significaba comida para el campamento,
donde nunca venía mal un suplemento alimentario, que se sustraía de la
población campesina y de los rebeldes. Los tres guardias avanzaban
confiados; los fusiles amarrados en las monturas. Evidentemente, no
tenían información sobre la existencia de rebeldes en ese lugar, o no
creían probable que estuvieran tan cerca del campamento enemigo. Los hombres de Lalo Sardiñas estaban en sus posiciones a
lo largo de la carrera de Júpiter que sube por el lomo del estribo.
Llevaban cuatro días allí, esperando en cualquier momento ver la
aparición del batallón completo acampado en Santo Domingo. Al ver
acercarse a los soldados a caballo, uno de los combatientes de Lalo
disparó su arma. Otros rebeldes creyeron que era la señal para abrir
fuego y comenzaron también a disparar. Los tres guardias, sorprendidos y asustados, viraron
grupas y trataron de escapar. Una de las bestias cayó herida, pero el
jinete saltó a tiempo, agarró su fusil y siguió corriendo loma abajo
junto a sus dos compañeros, hasta que se perdieron en el monte de la
orilla del río. Todavía sonaban disparos cuando a lo largo de la fila
rebelde se corrió la voz de retirada. Al parecer, en la confusión
general, alguien creyó que Lalo había dado la orden. Los combatientes
comenzaron a ascender por el arroyo de Los Mogos y se reunieron en la
casa del campesino Nando Alba. Allí les llegó por la tarde mi orden de
que subieran todos a La Plata. Yo recibí las primeras informaciones sobre este tiroteo
apenas dos horas después. La primera versión que llegó a La Plata estaba
magnificada. A tal punto era así, que a las 11:15 de la mañana del día
24, en un mensaje a Paz, le escribí: Ya le hemos dado otro combate a los guardias, en el
mismo Santo Domingo, en casa de Mario [Maguera] y tuvieron que
retroceder de nuevo a casa de Lucas. No hemos abandonado el río. Sin embargo, poco después, el incidente fue cobrando su
verdadera dimensión. Me fui enterando de que se trató de unos tiros
desorganizados a una patrulla de tres guardias a caballo, que se
gastaron balas y no se ocuparon armas ni parque. Se delató, pues, una
posición sin obtener nada a cambio. Pero me enteré, además, de que el
grupo rebelde se había retirado sin justificación, a pesar de mis
constantes exhortaciones, en el sentido de que cada pulgada de terreno
tenía que ser defendida con las uñas y los dientes, y no podía ser
cedida más que cuando no quedara otro remedio. El incidente podía echar
a perder el plan de cerco que ya en ese momento estaba elaborando. No
era, por cierto, de buen humor como mandé buscar a Lalo y a sus hombres.
Supe después que en la Sierra fueron siempre famosos y
temidos mis disgustos ante cualquier manifestación de incompetencia,
indisciplina o negligencia. Supongo que ya se sabía que yo no me mordía
la lengua cuando tenía delante al responsable, aunque, por lo general,
media hora después estaba bromeando con él o —como se dice— suavizando
un poco el regaño. Quería hacerlos pensar, hurgar en su vergüenza, no
herirlos; todos eran absolutamente voluntarios y sus sacrificios eran
grandes. En este caso, me consta que los que recibieron mi reprimenda
aquella vez todavía se estremecen al recordarlo. Debe ser que estaba tan
molesto con lo ocurrido que fui particularmente duro. No recuerdo de manera exacta todo lo que les dije a los
miembros del pelotón de Lalo. Me parece que de lo que menos los acusé
fue de ser unos comevacas, un calificativo muy duro entre los
combatientes. Estuve a punto de pasarle las armas a otros ansiosos por
luchar, lo cual constituía el más duro castigo que podía aplicarse. Pero
les manifesté que tendrían que regresar a la misma posición, y que no
podían dejar pasar por allí al enemigo, vinieran cuantos vinieran; que
tenían que fortificar sus posiciones, y que no podían dar un paso atrás;
si los guardias lograban romper la defensa por ese lugar sería porque ya
no quedaría uno solo de ellos; al que subiera en retirada lo estaría
esperando yo con una calibre 50 en el alto. Nunca le hablé así a nadie.
¡Qué trabajo me costó enviarlos otra vez a aquel punto crítico! Esperaba a los hombres de Cuevas para darles la tarea,
pero no habían llegado todavía. A algunos de los combatientes del grupo de Lalo se les
llenaron los ojos de lágrimas de coraje y vergüenza. Otros argumentaron
que habían recibido la orden de retirada, pero que estaban dispuestos a
volver a la posición. Al poco rato, después de haberme calmado un poco,
les di algunas balas y dos minas, y los mandé de regreso. Los acontecimientos posteriores parecen indicar que el
tremendo regaño mío cumplió su papel. Por lo visto, mis palabras calaron
hondo en el amor propio de aquellos rebeldes. Los combatientes del
pequeño grupo de Lalo Sardiñas regresaron a ocupar sus posiciones
dispuestos, en efecto, a morir todos antes que dar un solo paso atrás.
Algunos de ellos, incluso, según supe después, hicieron un secreto
juramento colectivo de que la próxima vez no habría retirada, aunque la
orden fuese dada. Lalo no ocupó exactamente la misma posición. Esta vez
situó a sus hombres cerrando el camino del río, a los dos lados, unos
350 metros más atrás. En el propio cauce del río, donde el camino cae al
agua desde la margen derecha en uno de los innumerables pasos de su
serpenteante recorrido, se distribuyeron entre las piedras Lalo y la
mayor parte de sus hombres. Otros se ubicaron entre las sombras y los
troncos del umbroso cafetal de la margen izquierda. Del otro lado, en el
cafetal de la margen derecha, un tercer grupo cerró la U de la
emboscada. Pocos metros más atrás de nuestra línea, asciende hacia el
firme de Los Mogos el camino que entronca arriba con el del firme de El
Naranjo. En el firmecito de la carrera de Júpiter, de la parte
izquierda del arroyo, se ubicó la escuadra de siete hombres al mando de
Zenén Meriño, que pertenecía a la tropa de Camilo. La escuadra había
aparecido días antes por la zona de Agualrevés, y Ramiro me la había
enviado a La Plata. Era parte del reforzamiento de la zona que yo había
solicitado y Camilo mandó por delante. Di instrucciones de ubicarla en
un trillo que subía a la Comandancia. Al otro lado del río, a la altura de la casa del
campesino Benito García, los combatientes de Lalo Sardiñas colocaron una
de las minas, cuyo funcionamiento estaría a cargo de Joaquín La Rosa,
desde el cafetal de la izquierda. La emboscada, así conformada en Pueblo
Nuevo, resultaba una trampa mortífera. Como ya expliqué, a los pocos días de la llegada de los
guardias a Santo Domingo comenzamos a ejecutar el plan de cerco de esa
tropa. Decidí aplicar la táctica de encerrar y hostilizar al enemigo en
su campamento, con el fin de provocar el envío de refuerzos desde fuera
o un intento de ruptura del cerco desde dentro. En cualquiera de los dos
casos el enemigo sería sorprendido en movimiento por las emboscadas
convenientemente situadas en todas las vías de acceso o retirada. Esta era, por supuesto, la táctica que habíamos ido
aplicando y perfeccionando durante la guerra y que terminaríamos de
perfilar en todos sus detalles en la lucha contra la ofensiva enemiga,
hasta alcanzar su éxito más rotundo y su ejecución más limpia en la
Batalla de Jigüe, y hacia el final de la guerra en la Batalla de Guisa.
Pero todavía en este momento, Quevedo no había penetrado desde el Sur, y
las tropas de Las Mercedes y las Vegas no daban nuevas señales de
actividad. En los días posteriores al 20 de junio, como ya dije, el
Batallón 11 representaba el peligro inmediato y más cercano para las
posiciones esenciales del territorio rebelde. Mi intención inicial, en efecto, era declarar un cerco
en toda regla a las fuerzas enemigas acampadas en Santo Domingo, lo cual
provocaría, quizás, el envío de refuerzos desde Estrada Palma. Ningún
ejército puede dejar abandonada una tropa a su suerte sin correr el
riesgo de que su moral combativa y sus planes concluyan por derrumbarse.
Lo que debía lograrse era crear líneas lo suficientemente sólidas que
fuesen capaces, en el caso de que llegaran los posibles refuerzos, no
solo de detenerlos, sino también de destruirlos y, en cuanto a la tropa
sitiada, de mantener una presión apreciable que lograra el desgaste y la
desmoralización del enemigo, y estar en condiciones de darle un golpe
final a la posición cercada si las condiciones fuesen favorables. A la altura del día 24, cuando ocurrió el incidente de
los tres guardias a caballo, ya estábamos dando los pasos para completar
la organización del cerco. "Estoy planeando una encerrona buena", le
escribí a Paz ese día. En este mismo mensaje le pedí al capitán rebelde
que me enviara para el día siguiente la ametralladora calibre 50 de
Braulio Curuneaux: "[...] para cuyo uso tengo formidables posiciones y
puede decidir el éxito del plan". A la otra calibre 50 se le partió una
pieza que no pudo ser resuelta, pero la de Curuneaux heredó todas las
balas. Los guardias se habían atrincherado bien alrededor de la
casa de Lucas Castillo. Hacía falta sacarlos de sus cuevas con el fuego
pesado de la "artillería" rebelde. Desde la loma de Sabicú se dominaba el campamento
enemigo, a unos 400 metros en línea recta y abajo. Curuneaux se instaló
el día 26 de junio en el firme de El Naranjo, unos 100 metros detrás del
alto de Sabicú. El propio día 24 mandé a buscar también la escuadra de
Roberto Elías, que cuidaba el camino de Palma Mocha más arriba de la
casa de Emilio Cabrera. Para ese momento se había determinado que no
quedaban guardias en esa dirección. La escuadra de Elías fue asignada
como refuerzo a Duque en el firme de Gamboa. Al día siguiente, Camilo llegó con 40 hombres a El
Descanso, y así me lo informó: "Siguiendo sus instrucciones voy hacia
Santo Domingo", me escribió, "[...] vamos un poco lentos, todos estamos
agotados, los hombres hacen un esfuerzo grande, hace 10 noches no
dormimos [...]". Debo decir que recibí esta noticia con extraordinaria
alegría. Yo sabía bien que con la llegada de Camilo podía contar con un
jefe experimentado, valiente y responsable, y con una tropa decidida y
aguerrida cuya participación en el plan de cerco significaba una
inyección de fuerzas importante. "Me alegro muchísimo de tu arribo", le
contesté a Camilo el día 27 en un mensaje en el que le indicaba que
prosiguiera la marcha hasta la casa del Santaclarero en La Plata, donde
yo estaba en ese momento. Y le agregué: "Has llegado en el momento más
oportuno". El 27, Camilo alcanzó la zona de La Jeringa, a unas dos
leguas de camino de La Plata. Desde allí me escribió: "Todos queremos
nos dé el lugar donde más haya que pelear y le prometo que no subirán, a
no ser cuando se termine el parque, y sabremos ahorrarlo". Ese mismo día le ordené a Guillermo García que se
moviera con todo su personal al alto de San Francisco. Una vez allí,
esperaría la llegada de otras fuerzas que estaba reuniendo —algunas de
ellas debía enviarlas Almeida— y ocupar El Cacao. La intención de este
movimiento era tener a Guillermo en posición de cerrar una de las dos
vías más probables de llegada de refuerzos a Santo Domingo desde Estrada
Palma. Para la otra ruta, que era el camino del río, tenía pensado
utilizar a Camilo, con una emboscada en Casa de Piedra. La escasez de fuerzas rebeldes en este sector me
obligaba a replantear con rapidez la disposición de nuestros
combatientes para el cerco. A la altura del 27 de junio, estaba
considerando mover al personal de Lalo para la zona de La Manteca, y
cubrir las posiciones de Pueblo Nuevo con la gente de Cuevas. A Suñol le
ordené bajar al río Yara y ocupar la región de Leoncito, pues con Camilo
en el camino de Casa de Piedra —hacia donde pensaba mover también a
Duque— no parecía ser necesaria la presencia de aquel personal en la
subida de El Cristo. Con estos movimientos, el cerco de Santo Domingo
quedaría casi totalmente conformado. Sin embargo, como demostración de lo fluida que
resultaba ser la situación general en estos días finales de junio, ese
mismo 27 se produjo la penetración por parte de la tropa enemiga
estacionada en las Vegas de Jibacoa hasta Taita José, con lo cual —como
se verá en detalle en un capítulo posterior— los guardias no solo podían
flanquear las posiciones de Suñol y avanzar en dirección a La Corea y el
firme de la Maestra a la altura de la tiendecita, sino que también
resultarían amenazadas desde la retaguardia las posiciones que se
ocupasen en Casa de Piedra. Por esa razón, Suñol debió mantenerse en El
Cristo a la expectativa. Guillermo, jefe experimentado, llegó al alto de San
Francisco el 28 de junio. De inmediato dispuso que una de sus escuadras
siguiera para El Cacao, me informó de este movimiento y se mantuvo a la
espera de mis órdenes. Lo había mandado a buscar a la escuadra de Reinaldo
Mora, que estaba en El Confín, y aguardaba también la llegada del
personal que debía enviar Almeida. Ese día, sin embargo, los
acontecimientos se precipitaron. |