La entrada en Santo Domingo (Capítulo
7)
A esas alturas, el grueso de las tropas de Sánchez
Mosquera se había reagrupado. El día 16, el Batallón 11, ya
completamente reforzado, siguió su marcha paralela al firme de la
Maestra y acampó en El Verraco. Se confirmó así mi evaluación táctica:
el enemigo había cambiado la dirección de su golpe en este sector. En
ese momento el objetivo inmediato que debía protegerse era Santo
Domingo. Le ordené a Paco Cabrera Pupo que se ubicara con su escuadra en
el alto de El Cacao para cubrir esa entrada, y a Lalo que se retirara al
camino entre Rancho Claro y Loma Azul, desde donde podía actuar en
distintas direcciones, según las circunstancias.
Desgraciadamente, no hemos podido localizar las órdenes
de operaciones cursadas por el puesto de mando de Bayamo al Batallón 11,
ni los informes de operaciones de Sánchez Mosquera. Por eso, no es
posible conocer la versión oficial acerca del cambio de dirección
efectuado en su avance por el sanguinario jefe enemigo. No podemos saber
si se trató de una maniobra preconcebida, de una variante impuesta por
las circunstancias o de un cambio de plan sobre la marcha.
Se debió tratar, pues, de una variante sobre la marcha,
bien como resultado de una nueva planificación o ante el imperativo de
las circunstancias. En favor de la primera hipótesis está el hecho de
que el puesto de mando necesitaba concentrar en Estrada Palma las
terminales de las líneas de abastecimiento de los batallones en
operaciones en los frentes nordeste y noroeste, y desde allí sería muy
difícil apoyar al Batallón 11 si este se mantenía operando al este de
Los Lirios, sin una base intermedia avanzada. La base intermedia ideal,
por supuesto, era Santo Domingo. Esta consideración pudo haber
contribuido a variar el plan original en el sentido de lograr la
ocupación de Santo Domingo y, luego, ascender por el río Yara hasta La
Jeringa o algún punto anterior desde el cual se pudiera intentar el
asalto al firme de la Maestra. Sin embargo, no parece probable que un jefe como Sánchez
Mosquera, tan cerca aparentemente de su objetivo primordial —coronar el
firme de la Maestra— fuera persuadido de variar su dirección de ataque
por esta única consideración. Debieron influir otros factores. A esta
altura del razonamiento, lo único que cabe inferir es que la táctica de
desgaste aplicada por las fuerzas rebeldes dio el resultado que se
esperaba de ella. El avance desde Minas de Bueycito resultó demasiado
arduo y costoso para el enemigo. La tenacidad y movilidad defensivas de
los efectivos rebeldes minaron la disposición combativa del batallón,
mermaron el empuje de su ofensiva y agotaron sus fuerzas. En estas
circunstancias, en el ánimo del jefe del Batallón 11 podría resultar
aconsejable intentar un rodeo que conduciría a esa unidad a una zona
desde donde podría lanzarse un asalto más directo, en caso de que las
condiciones fuesen favorables. En el contexto de la conducta habitual de los mandos
militares de la tiranía, no sería nada raro que la decisión de cambiar
la dirección de su avance fuera tomada unilateralmente por el jefe del
batallón, y que el puesto de mando de Bayamo la aceptara como un hecho
consumado, y haya variado, en consecuencia, el plan de operaciones del
Batallón 18, con el fin de que el ansiado encuentro de las dos unidades
en el firme de la Maestra —primer paso definitivo hacia el cumplimiento
del Plan F-F— se produjera más al Oeste de donde se planificó
originalmente, esto sería a la altura de los cabezos del río La Plata,
en lugar de un punto sobre la Maestra situado al este del firme de Palma
Mocha. Por supuesto, todo lo anterior es pura especulación. El
hecho cierto es que entre el 12 y el 13 de junio, Sánchez Mosquera
inició un cambio de dirección —no puede hablarse en propiedad de un
repliegue, y mucho menos de una retirada—, y el día 16 ya el mando
rebelde estaba plenamente apercibido de las implicaciones de ese cambio.
Además de las medidas antes mencionadas, comencé a preparar en La Plata
una escuadra de siete combatientes al mando de Huber Matos, armados
todos con fusiles Garand, a los que pensé agregar dos más de la escuela
de reclutas que pedí al Che. Huber Matos, por cierto, era capitán por haberse
distinguido en la construcción de trincheras. Había llegado a la Sierra
en el avión que trajo a Miret y otros valiosos compañeros con dos
ametralladoras 50, varias carabinas San Cristóbal y 100 000 balas de
carabina M-1, que enviaba un amigo de la Revolución Cubana. Llevaba solo
unos meses en la Sierra Maestra. Posteriormente, resultó ser un
ambicioso y un traidor, que utilizaba los trucos anticomunistas para
sembrar intrigas. No por ello ignoramos su participación en las acciones
donde estuvo presente. Este grupo salió de La Plata a reforzar a Paco Cabrera
Pupo en el alto de El Cacao al amanecer del día 17. Ya a esa altura, yo
estaba convencido de que por ahí era por donde el enemigo intentaría
penetrar. Ese mismo día llegó el Batallón 11 a El Cacao. Desde el
día anterior, Paco Cabrera Pupo había ocupado la posición indicada por
mí en el alto. Allí sus hombres cavaron algunas trincheras a lo largo
del filo del firme, en un terreno completamente descubierto. Cerca de
ellos, a pocos cientos de metros a la izquierda, estaban las casas de
los campesinos Hilde Álvarez y Elpidio Cedeño, de quienes dependían
durante su estancia allí para obtener un magro abastecimiento. Tendidos en sus trincheras poco profundas, entre la
hierba de guinea, los combatientes podían ver apenas algunas de las
casas de El Cacao, abajo. La ladera que descendía delante de ellos hacia
el valle estaba cubierta por un monte tupido, a través del cual
serpenteaba en su ascenso el camino que presuntamente tomaría el enemigo
si quería ganar el alto. Enfrente, a más de un kilómetro en línea recta,
la prolongación del firme de Providencia hacia el Este cerraba casi todo
el panorama. Detrás de ese firme y a la derecha, surgía otro alto, al
que en la zona daban el nombre del Infierno. A la izquierda, el estrecho filo del alto de El Cacao
empata con el firme de la loma de El Brazón, cuya altura no sobrepasa la
de aquel, mientras que a la derecha comienza a elevarse sin interrupción
la falda imponente de la loma del Gallón. Detrás y abajo, muy abajo,
Santo Domingo y el río Yara. A su espalda, el puñado de hombres que
traía bajo su mando Paco Cabrera Pupo tenían una falda abrupta y pelada
que cae 200 metros más abajo a la profunda cañada por donde se desliza
entre el monte, a su encuentro con el Yara, el manso arroyo de Santo
Domingo. Algunos campesinos habían edificado sus viviendas cerca del
arroyo, en el fondo de la cañada, y le dieron al lugar, váyase a saber
por qué, el nombre de La Manteca. El 17, poco antes de la salida del sol, apareció el
enemigo. Todavía estaba muy lejos. Ascendió desde El Verraco al firme
del Infierno y comenzó el descenso hacia El Cacao. A esa misma hora,
aproximadamente, apresté en La Plata el refuerzo y lo envié a Santo
Domingo. A media mañana llegó el mensaje de Paco Cabrera Pupo en el que
me informaba que el enemigo bajaba a El Cacao. Los próximos movimientos de esta tropa estuvieron ya
completamente claros para mí. Traían la misión de ocupar Santo Domingo.
Defender este punto se convirtió en la máxima prioridad. La ocupación de
Santo Domingo entrañaba un doble peligro: primero, la presencia de una
tropa enemiga al pie mismo del corazón rebelde en La Plata; segundo, el
debilitamiento de las posiciones avanzadas rebeldes en Providencia y
Casa de Piedra, que tendrían al enemigo río arriba a sus espaldas. No en
balde lo segundo fue lo que más me preocupó en ese momento, a pesar de
que el peligro táctico era inmediato. Pero yo sabía perfectamente que, a
la hora de la verdad, un puñado de hombres sabrían defender hasta el
final la subida al firme de la Maestra por El Naranjo. Para conjurar la nueva amenaza pedí con urgencia al Che
que me enviara desde Minas de Frío una escuadra de seis hombres armados
de M-1, al mando de Geonel Rodríguez, a los que pensaba enviar también
de refuerzo al alto de El Cacao. Se trataba del personal de reserva con
que contaba el Che para defenderse de cualquier intento de penetración
del enemigo a las Minas desde San Lorenzo, pero una vez más se impuso en
nuestras evaluaciones tácticas la primordial importancia del peligro
inmediato. Sánchez Mosquera estableció campamento al mediodía del
día 17 en El Cacao, y envió rumbo a Estrada Palma un arria de mulos en
busca de suministros. Ese día me llegaron a La Plata diversos rumores e
informaciones en el sentido de que ya el enemigo había efectuado el
cruce hasta Santo Domingo. De ser así, los acontecimientos se habían
precipitado en relación con mis cálculos. Mientras esperaba recibir
confirmación de estas noticias de parte de Paco Cabrera Pupo, el jefe
que había situado a cargo de la zona, tomé preventivamente, no obstante,
diversas medidas. Ordené a Félix Duque que, de ser cierta la
información, avanzara por el Yara, río arriba, y se situara lo más cerca
posible del enemigo, con el fin de abrirle fuego y contenerlo si
intentaba explorar río abajo; y a Eddy Suñol que se replegara río arriba
para organizar la defensa de la entrada del río desde Providencia. Estas disposiciones tenían un doble propósito. El
inmediato era obvio, pero más significación tenía el que lo era menos.
Aun cuando resultara falsa la noticia, yo estaba convencido de que sería
muy difícil impedir la entrada del enemigo en Santo Domingo. Y como
siempre procuré, y sigo procurando, ir por lo menos dos o tres pasos por
delante de los acontecimientos, ya estaba formando en mi mente la idea
de tender un cerco a la tropa que lograra penetrar en Santo Domingo. Mientras tanto, el refuerzo había llegado al alto de El
Cacao. Después de evaluar la situación sobre el terreno, Paco Cabrera
Pupo y Huber Matos llegaron a la conclusión de que las posiciones en el
alto no eran propicias. Consideraron, en primer lugar, que la tropa
enemiga que subiera por la falda de El Cacao tenía la posibilidad de
desplegarse y protegerse en el monte, una vez que sintiera fuego desde
el alto, y rodear con relativa facilidad las posiciones rebeldes. Estas,
además, quedaban descubiertas, malamente disimuladas entre la hierba de
guinea y expuestas a un fácil ataque aéreo. Por último, la retirada
tendría que efectuarse por la abrupta ladera de La Manteca, muy pelada y
de trabajoso descenso, con la agravante de que ya el enemigo tendría
tomado el alto. Estas consideraciones, a mi juicio, podían tener cierta
validez, pero partían de la premisa de abandonar la posición del alto y,
como principio, siempre era preferible una fuerza guerrillera bien
atrincherada cuando se trataba de contener a una tropa de infantería en
ascenso. No obstante, Paco decidió trasladar su emboscada más atrás, al
punto donde el camino que baja del alto de El Cacao a Santo Domingo cae
por primera vez en el arroyo. El lugar, escogido después de una rápida
exploración, tenía ventajas indiscutibles, y también inconvenientes. La
fuerza rebelde podía ocultarse entre el monte y tomar posiciones no solo
en el arroyo, sino también, a los dos lados, en las pendientes laderas
del fondo de la cañada. Por otra parte, todo hacía suponer que el
enemigo, que en ese momento llevaba cinco días sin encontrar
resistencia, avanzara en orden de marcha de hilera a lo largo de todo el
camino, sin precauciones especiales. Lo tupido del monte y lo escabroso
del terreno harían dificultosa cualquier maniobra de rodeo que pudieran
intentar los guardias después de caer en la emboscada. En suma, se
trataba de un lugar propicio para efectuar una resistencia momentánea y
causar cierto número de bajas al enemigo. Pero no parecía ser una
posición defendible por tiempo indefinido, sobre todo, con tan poca
cantidad de hombres. El plan de Paco Cabrera Pupo consistía en repetir
pequeñas emboscadas del mismo tipo a lo largo del descenso hasta el río,
pero conociendo de antemano que sería improbable impedir la llegada del
enemigo hasta Santo Domingo. En la noche del 17 recibí el informe de Paco acerca de
las disposiciones adoptadas y, por tanto, la confirmación de que el
enemigo no se había movido de El Cacao. En consecuencia, revisé las
órdenes enviadas a Duque y Suñol en el sentido de que esperaran a que
los guardias llegaran a Santo Domingo antes de realizar los movimientos
que les había orientado anteriormente. La flexibilidad táctica que
caracterizaba nuestra actuación nos permitía elaborar un nuevo plan de
acuerdo con la situación cambiante. Al amanecer del 18 le comuniqué al
Che mi apreciación de que el enemigo lograría penetrar en Santo Domingo:
[¼ ] en cuyo caso trataríamos de embotellarlo en la casa
de Lucas [Castillo] y aprovechando las ventajas del terreno, no dejarlos
subir ni bajar por el río, ni entrar para acá [para el alto de El
Naranjo y La Plata], mientras Suñol quedaría impidiendo el avance desde
Providencia. Para ello yo contaba con cerrar el río por abajo con
Duque, y por arriba con Lalo Sardiñas, a quien pensaba ordenar que en
ese caso se moviera hacia Pueblo Nuevo, y tapar la subida por El Naranjo
con las propias fuerzas de Paco Cabrera Pupo, reforzadas por las
escuadras de Huber Matos y Geonel Rodríguez. Como se verá más adelante,
este fue, en esencia, el plan que se aplicó en la primera Batalla de
Santo Domingo. A estas alturas éramos conscientes de que la entrada del
enemigo en Santo Domingo era la señal para que se desatara con
intensidad la ofensiva. En ese mismo mensaje al Che le escribí: "Si se
produce choque en Santo Domingo se va a armar en todas partes". Mi plan
era bajar al día siguiente lo más próximo posible a Santo Domingo para
observar de cerca la situación. Sin embargo, los acontecimientos del día
19 en los otros dos sectores de la batalla me impidieron moverme de La
Plata. En Santo Domingo y El Naranjo, los vecinos no se habían
movido de sus casas. Llevaban varios días de incertidumbre e inquietud.
Los rumores sobre el acercamiento del Ejército eran contradictorios y
alarmantes. La escuelita que mantenía Rolando Torres Sosa, llamado entre
los rebeldes El Barberito, había seguido abierta a pesar de los
frecuentes ametrallamientos y bombardeos en la zona. La armería de Luis
Crespo, instalada en la casa de Clemente Verdecia en El Naranjo,
continuaba funcionando, aunque se habían tomado todas las medidas para
garantizar una evacuación rápida en caso necesario. Los combatientes al mando de Paco Cabrera Pupo llevaban
dos noches ocultos en la espesura del arroyo, unos 500 metros más arriba
de las casas de La Manteca. No llegaban en total a 15 hombres. No
hicieron campamento, no tendieron sus hamacas ni prepararon cocina.
Llegaron al atardecer del día 17 seguros de que a la mañana siguiente ya
estarían en combate. Esa primera noche la pasaron todos en tensión.
Sabían que el enemigo, del otro lado del alto, era fuerte. No se
enfrentarían con una patrulla ni un pelotón, ni siquiera con una
compañía. Amaneció el 18. Desde el fondo de la cañada percibían
que el día había llegado porque el oscuro violeta del cielo se disolvió
en una bruma gris a través de la espesura que los envolvía. Pasaron las
primeras horas de la mañana mientras el sol en su ascenso iba diluyendo
las sombras al fondo del valle. El día transcurrió sin que el combatiente de guardia en
el alto diera la alarma que todos esperaban ansiosos. Había un poco de
desconcierto. ¿Y si toda la ansiedad resultaba innecesaria? ¿Y si los
guardias habían seguido hacia Providencia en lugar de tomar el camino de
Santo Domingo? Pero el observador, desde el alto, informó que el enemigo
no se movía. Los hombres no podían siquiera cocinar, pues el humo los
podía delatar. Además, ¿qué iban a poner en la candela? Desde que
bajaron del alto no habían comido. No había nada que comer. Después de trepar la ladera de El Cacao, el camino que
lleva a Santo Domingo irrumpe en el monte y gana el firme entre la
hierba de guinea; pasa junto a las casas como si quisiera dar
oportunidad al caminante de recuperar aliento antes de iniciar el
empinado descenso. Cortando una S tras otra en el ralo potrero, el
sendero se precipita entonces hacia el fondo de la cañada. Es una bajada
molesta. ¡Cómo será la subida! El que se mueve debe afincar con cautela
el talón antes de atreverse a dar un nuevo paso. El jinete vacila, se
desmonta, o bien decide confiar en el instinto ciego de la bestia.
Cualquier precipitación o descuido puede provocar una caída que nadie
sabe hasta dónde puede llevar rodando cuesta abajo. Si ha llovido, el
suelo es doblemente traicionero: pendiente y, de contra, resbaloso. Pero
casi peor es que haya sol. Alguna guásima retorcida o palma esbelta
—árboles sin sombra— matizan a trechos el inacabable serpenteo del
sendero. Abajo, lejos, el monte invita con frescura y agua. Abajo,
lejos, la muerte aguardaba al enemigo. Sánchez Mosquera no se movió en todo el día 18.
Evidentemente, el puesto de mando de Bayamo quería sincronizar la
entrada del Batallón 11 en Santo Domingo con ataques simultáneos en los
otros dos sectores principales. El 19 de junio era el "Día-D" escogido
por el enemigo para el inicio de la segunda fase de la ofensiva. Desde
varios días atrás, las tropas del Batallón 19, del comandante Suárez
Fowler, habían llegado a Arroyón, donde se limitaron a realizar fintas
exploratorias en el camino hacia las Vegas. El 19 de junio lanzarían el
ataque a fondo en combinación con el Batallón 17 del comandante Corzo,
que avanzaba desde Las Mercedes. También desde el día anterior, el
Batallón 18 del comandante Quevedo había iniciado su movimiento desde la
costa, y debía llevarlo al día siguiente a entrar en contacto con las
fuerzas rebeldes que protegían la entrada desde el Sur. La tarde del 18 de junio le avisé a Paco Cabrera Pupo
que al día siguiente le enviaría este refuerzo. En mi escueto mensaje le
advertí: "No dejen entrar los guardias por ningún camino". También le recomendaba que utilizara las minas. A esas
alturas yo estaba ansioso por comprobar el resultado de los artefactos
explosivos que, por mi iniciativa e insistencia, se habían preparado en
el taller de armamentos de Luis Crespo en El Naranjo. De hecho, el tema
era martillante en todas las comunicaciones que le dirigí por estos días
a los jefes. Al Che le escribí el 18: "Tengo ya ganas de ver reventar
una mina en la vanguardia de una tropa. Esa que viene de El Cacao se ha
paseado. ¡Qué buena está para sorprenderla!". Por la noche llegó a La Plata la escuadra de M-1 que
mandaba el Che desde Minas de Frío al mando de Geonel Rodríguez. "Verás que hoy va a haber función amplia", le anuncié al
Che en un mensaje enviado a las 6:00 de la mañana del día 19, que
amaneció claro y soleado. Ya en ese momento se escuchaban en La Plata
los cañonazos que tiraba la fragata Máximo Gómez. Poco después de
redactar el mensaje al Che, me dispuse a partir hacia Santo Domingo
junto con los hombres de Geonel Rodríguez. Más o menos a esa misma hora, el Batallón 11 inició su
movimiento. Iba a la vanguardia la Compañía 96. El jefe del batallón
ocupó una posición al centro de la columna en marcha, junto a la
Compañía A. Cubría la retaguardia la Compañía 97. El movimiento fue
detectado desde el alto de El Cacao por el observador de guardia con tal
fin, un muchacho campesino hijo de un vecino de El Cacao de apellido
Castellanos. Después de cerciorarse de la ruta que tomó la tropa, el
muchacho se arrojó potrero abajo a plena carrera para avisar a Paco
Cabrera Pupo que ya se aproximaba el enemigo. Después de sortear la empinada cuesta, el sendero que
baja hacia La Manteca penetra de nuevo en el monte. El terreno se nivela
en la medida en que el camino va banqueando la bajada hacia el arroyo.
Unos 200 metros después de entrar en la espesura, el camino cae por
primera vez sobre la margen derecha del cristalino arroyo que baja de la
falda de El Gallón. Inmediatamente antes se endereza después de una
última curva del banqueo, cavada ya bastante por la erosión de las aguas
y de cientos de miles de pisadas. Saltando sobre las piedras, el camino
cruza el arroyo junto a una pequeña poza en la roca donde se acumula el
gélido hilo de agua. A los dos lados, las márgenes ascienden dentro del
monte espeso. Paco Cabrera Pupo calculó que, en ese punto, la
vanguardia de la columna enemiga, obligada a marchar en hilera por el
estrecho sendero, se detendría a beber. Según el camino que traían, no
habían visto agua desde que iniciaron el largo ascenso de la falda de El
Cacao. Su idea era tender la bolsa de la emboscada alrededor de la poza
del arroyo para tomar inadvertida a la vanguardia cuando se detuviera a
refrescar. En la margen izquierda, del otro lado, en una posición desde
donde se dominaban unos 30 metros de camino en su caída al agua después
de su última curva, se situaron él, Huber Matos, Evelio Rodríguez
Curbelo y un combatiente llamado Raulito, que estaba encargado de hacer
estallar una mina. El monte clareaba un poco en la posición escogida. En
la margen derecha, dominando un trozo de sendero antes de la última
curva, se ubicó la mayor parte del personal del pelotón de Paco. En el
centro, en el arroyo, Paco Cabrera González y Miguel Ángel Espinosa —el
primero, detrás de una piedra grande, dentro del agua; y el otro, tras
las raíces de un corpulento jagüey— tenían quizás la posición más
peligrosa, pues estaban a menos de 30 metros del cruce del arroyo y de
la poza. Estos combatientes eran los encargados de abrir el fuego cuando
la punta de vanguardia se detuviera en el agua. Cuando llegó jadeante el observador rebelde que estaba
en el alto, los combatientes ocuparon presurosos sus posiciones
respectivas. Se sucedieron los interminables minutos que siempre
preceden a un combate. La visibilidad era nula; el enemigo sería
avistado en el último momento. Poco antes de las 7:00 de la mañana, el pelotón de
avanzada de la Compañía 96 alcanzó el alto. Allí esperaron unos minutos
a que se reuniera el resto del personal de su compañía, que venía
subiendo trabajosamente la cuesta. Los ánimos estaban exaltados.
Esperaban encontrar resistencia antes de alcanzar el firme. Exploraron
el filo de la altura y descubrieron las trincheras abiertas cuatro días
antes por los combatientes del grupo de Paco Cabrera Pupo. Pasaron el
informe al jefe del batallón, que venía más abajo. Este ordenó continuar
la marcha, ya estaba seguro de que entraría en Santo Domingo sin
disparar un solo tiro. En el camino, la vanguardia enemiga obligó a un
haitiano, residente en El Cacao, a que continuara delante como práctico.
El hombre, asustado, señaló con el dedo la bifurcación del camino: a la
derecha hacia El Brazón, a la izquierda a La Manteca y Santo Domingo. El
jefe de la compañía, capitán Orlando Enrizo, le ordenó que siguiera
adelante en la segunda dirección. Comenzaron el laborioso descenso; iban conversando y
bromeando, de cuando en cuando se escuchaba alguna palabrota si alguien
resbalaba o perdía el equilibrio y tenía que sujetarse ligero del primer
plantón de hierba a su alcance. Poco a poco iban llegando a los labios
del monte. Se aproximaban sin precaución. Desde sus posiciones, los rebeldes emboscados escuchaban
el avance de los primeros soldados; sintieron sus conversaciones y sus
gritos. Experimentaron la extraña y mixta sensación de saber que se
acercaba un enemigo todavía invisible, al que los ojos aún no habían
dado una tranquilizadora dimensión humana. Los primeros en divisar al
enemigo fueron los combatientes apostados sobre la margen derecha. De
inmediato hicieron la señal que esperaban impacientes los del otro lado
y los dos hombres que estaban en el arroyo. Paco me contó después que en
ese momento todos se tensaron con las armas preparadas. Era una
sensación conocida para todos nosotros, la de los últimos instantes
antes del comienzo del combate. Según el relato que escuché a los combatientes de esta
emboscada, el primer soldado que apareció en el campo visual limitado de
los dos rebeldes en el arroyo, era un hombre negro, corpulento. Llevaba
su fusil, un Garand, colgado del hombro. Se detuvo un instante. Buscó la
continuación del trillo del otro lado del arroyo. Entró en el agua y dio
unos pasos en dirección a la piedra tras la cual estaba agazapado Paco
Cabrera González. Detrás de él aparecieron otros cuatro o cinco
guardias. También entró el haitiano. De repente, el soldado que venía delante se detuvo,
repentinamente petrificado. Por detrás de la piedra había surgido una
figura barbuda, con un sombrero tejano y un fusil en la mano. Los ojos
del soldado se abrieron desmesurados, y tan solo atinó a proferir un
grito. El combatiente rebelde disparó apenas a 10 metros de distancia.
En un segundo la cañada retumbó con el fuego rebelde.
Paco Cabrera Pupo comenzó a disparar con su Beretta. Un instante
después, el combatiente encargado de la mina juntó las puntas de los
cables y estalló el artefacto explosivo en el recodo del camino, adonde
habían llegado también otros miembros de la vanguardia enemiga. Los que
habían alcanzado el agua se pegaron aterrados a la orilla izquierda de
la poza, donde la piedra formaba una pequeña faralla. Del camino, otros
se tiraron al arroyo. Casi ninguno hizo ademán de defenderse. El
haitiano, al sentir el primer disparo, saltó sobre las piedras y, rápido
como una flecha, pasó por detrás de Paco Cabrera González. Este, ocupado
en disparar y en cargar apresuradamente dos o tres tiros cada vez en el
depósito de su Springfield, con el que disparaba, lo miró aprensivo:
"¡No mata! ¡No mata!", gritó sin parar el haitiano. Allí mismo quedó, a
la espalda del combatiente rebelde, sumergido en el agua hasta la nariz
y gritando espantado, durante el combate. En los primeros minutos, el fuego enemigo fue
desorganizado. Todos disparaban, los que estaban en el camino detrás del
recodo de la mina, los que venían más atrás, incluso, los que
permanecían todavía en el alto. Pero disparaban desconcertados, a todas
partes y a ninguna. En el alto un morterista emplazó su arma y lanzó dos
o tres proyectiles sin rumbo. Transcurrieron unos 20 minutos de combate. El jefe de la
compañía logró dar las órdenes necesarias, y envió sus otros dos
pelotones a flanquear por ambos lados la emboscada rebelde. Con mucho trabajo y gran despliegue de fusilería, el
pelotón que avanzaba por la falda derecha alcanzó la misma línea de las
posiciones rebeldes, loma arriba. Paco Cabrera Pupo se dio cuenta de la
maniobra y ordenó la retirada. El primer combate había dado el resultado
que se deseaba. Al enemigo se le contaron no menos de 12 bajas en la
vanguardia. Los combatientes rebeldes se replegaron ilesos, a pesar del
intenso fuego enemigo y de la proximidad con que se desarrolló el
combate. La acción había durado poco más de media hora. El fuego se
calmó momentáneamente, mientras los guardias se reagrupaban y recogían a
sus heridos y muertos. Eran alrededor de las 7:45 de la mañana. En Santo Domingo y El Naranjo, los vecinos comenzaron a
abandonar precipitadamente sus casas cuando sintieron el inicio del
combate. Escondieron en el monte sus pocos muebles, su ropa, todo lo que
no podían llevarse. Dejaron sus casas vacías. Mientras el padre y los
hijos mayores se ocupaban de esta faena, la madre ensartaba su rosario
de niños pequeños, y con el recién nacido en los brazos, iniciaba el
ascenso hacia el firme de El Naranjo, o hacia Gamboa, o río arriba a
Pueblo Nuevo, hacia donde pudiera encontrar refugio para ella y su
familia. Las casas de La Manteca también quedaron solas, pero de aquí no
hubo tiempo de llevarse nada. Unos cuantos cientos de metros más abajo, Paco Cabrera
Pupo preparó una segunda emboscada, similar a la primera, de acuerdo con
las instrucciones recibidas. Arriba, en el alto, Sánchez Mosquera ordenó
continuar el avance por el arroyo y por las dos faldas laterales. No
quería correr el riesgo de caer en una segunda trampa y seguir perdiendo
hombres, lo cual dañaba su prestigio de hábil táctico antiguerrillero.
Al mismo tiempo ordenó avanzar en zafarrancho de combate, peinando sin
cesar el monte con un continuo fuego de registro en el que intervenían,
no solo la fusilería, sino también, las bazucas y los morteros. Sánchez Mosquera había decidido, además, hacer a los
campesinos pagar cruelmente el apoyo que él presumía había brindado a
los combatientes guerrilleros. Las casas de La Manteca por las que pasó
su tropa, enardecida por el revés sufrido y por la marihuana y por los
demás estimulantes que llevaban en sus mochilas casi todos los soldados
del Batallón 11, fueron reducidas a cenizas. Así, entre otras, las
pobres viviendas de Plácido Vaillant, de Lucrecia Santana, de Eduardo e
Ismael Tamayo, ardieron junto con lo que estas familias poseían en el
mundo. La tropa cargó a su paso con los animales que encontraba
—gallinas, patos, guanajos, lechones—, se llevó el café, el cacao, el
arroz, las viandas, todo lo que servía de botín. En media hora las
familias de La Manteca quedaron arruinadas. Después del enfrentamiento, Paco Cabrera Pupo me envió
un mensaje urgente. Yo había escuchado el combate que se venía
desarrollando desde poco después de las 7:00 de la mañana, mientras
bajaba por la falda del firme de El Naranjo con la escuadra de Geonel.
Solicité al Che el envío urgente de los últimos siete hombres de reserva
de los que se podía disponer en Minas de Frío. Otro mensajero rebelde
había salido en busca de Lalo Sardiñas con la orden de que también se
trasladara de inmediato a la zona. Los guardias poco después avanzaban desplegados. Paco
Cabrera Pupo comprendió que nada podía hacer por contenerlos con la
docena de hombres con que contaba. En consecuencia, ordenó la retirada.
Los combatientes bajaron hasta la casa de Lucas Castillo, cruzaron el
río Yara hacia su margen izquierda y ocuparon posición en el estribo
terminal del firme de Gamboa, frente a la casa de Lucas. A su derecha
les quedaba el arroyo de El Naranjo y un poco más atrás, abajo, la
armería de Crespo y las otras casas de El Naranjo. Desde esa posición
pensaban resistir cualquier intento de avance ulterior del enemigo hacia
el firme de la Maestra, si así lo pretendieran después de ocupar Santo
Domingo. A las 10:20 de la mañana los primeros soldados
terminaron el descenso del arroyo y salieron al río Yara. Comenzaron a
explorar los alrededores de la casa de Lucas Castillo, en la margen
derecha, y a hacer preparativos de campamento. Al parecer, no tenían
intenciones de seguir avanzando, aunque mantuvieron un fuego
indiscriminado con todo tipo de armas. Desde el estribo de Gamboa, al
otro lado del río, los observaban los hombres que esa misma mañana les
habían hecho pagar con un alto precio de sangre su intento de
penetración en el corazón del territorio rebelde. La escuadra de Geonel se unió al grupo de Paco Cabrera
Pupo cuando ya los combatientes estaban llegando en su retirada a El
Naranjo. En la Comandancia solo quedaba un fusil, el mío, y gran número
de minas, los cables y los fulminantes pertinentes, que podían, incluso,
hacerse estallar simultáneamente, con los cuales me acercaba a la zona
de Lucas Castillo, si los guardias superaban con rapidez la resistencia
de Paco Cabrera Pupo. Pensaba crear rápidamente un campo de minas que
podían activarse al unísono. Tuve que regresar con todas ellas antes de
alcanzar el punto. Poco después de su llegada a la casa abandonada de Lucas
Castillo, que de inmediato ocupó como puesto de mando, Sánchez Mosquera
ordenó la salida de dos pelotones río abajo, con la misión de sacar a
los heridos del combate. Desde su punto de observación, los combatientes
rebeldes contaron siete camillas. Es una pena no haber dispuesto en
aquel momento de suficientes hombres para haber cubierto también esa
previsible ruta enemiga de refuerzo o evacuación, pues un segundo golpe
ese mismo día —y este podía haber sido más efectivo— hubiese sido
sumamente desmoralizador para el prepotente Sánchez Mosquera. Los muertos fueron recogidos y sepultados al fondo de la
casa de Lucas. Con este grupo el jefe del batallón dio inicio a un
cementerio particular a donde fue enterrando todos los muertos de su
tropa durante los 40 días que permanecería en Santo Domingo, muchos de
los cuales ni siquiera reportó a sus mandos superiores. Al final, los
rebeldes descubrieron cerca de 100 tumbas, en algunas de las cuales
habría más de una persona enterrada. Este cementerio acogió también los
cadáveres de las víctimas campesinas de la crueldad de este sanguinario
jefe enemigo, entre ellas, el propio Lucas Castillo y varios miembros de
su familia, quienes fueron asesinados alevosamente pocos días después.
La tropa que despachó el jefe del Batallón 11 con los
siete heridos, bajó sin tropiezo por todo el río, y esa noche acampó en
Casa de Piedra. Duque había observado el movimiento desde el firme de
Gamboa cuando se dirigía al mediodía a ocupar posiciones por la zona de
Leoncito, lugar inmediatamente contiguo a Santo Domingo, aguas abajo del
río. Viró para tratar de interceptarla en caso de que la misión de esta
tropa fuera subir por el arroyo de El Cristo hacia El Toro o Gamboa y la
Maestra. En ese momento, las fuerzas de Duque sumaban un total de nueve
hombres. Al día siguiente, esta fuerza enemiga pasó por
Providencia y siguió la marcha sin tropiezos hasta Estrada Palma, donde
entregó los heridos. La ubicación posterior de este pelotón
correspondería al terreno de la conjetura. No ha sido posible determinar
si quedó separado del resto del batallón y no participó, por tanto, en
la primera Batalla de Santo Domingo, o si, por el contrario, volvió a su
base de operaciones. En este segundo caso, ¿regresó por el río o entró
por El Cacao desde Providencia? Si lo hizo por el río, ¿por qué no fue
interceptada? Son interrogantes que, más de 30 años después, corresponde
aún aclarar a los historiadores. Todo parece indicar que el camino del río no fue
cubierto por tropas rebeldes hasta el 29 de junio. Las dos fuerzas
principales que operaban en la zona fueron ubicadas por mí en los
principales firmes de acceso a la Maestra: la de Duque en el estribo de
Gamboa frente a Santo Domingo, y la de Suñol en El Toro. No estaban,
pues, en posición de cerrar la vía del propio río, que al parecer quedó
expedita para los movimientos de los guardias durante los días
inmediatamente posteriores a la entrada del Batallón 11 en Santo
Domingo. En cumplimiento de mis instrucciones, Suñol se retiró de
sus posiciones en Providencia después de la entrada de Mosquera en aquel
punto. Entre los papeles hay un documento del 20 de junio, esto es, al
día siguiente del Combate de La Manteca, en el que le informé al Che que
"Suñol se retiró perfectamente bien, sin perder absolutamente nada. Está
cuidando ya la entrada de la Maestra [es decir, del firme] por el Cristo
y El Toro". El mantenimiento de la posición avanzada en Providencia
ya no tenía sentido después de la ocupación tanto de Santo Domingo como
de las Vegas de Jibacoa. Por cualquiera de las dos direcciones el
enemigo podría salir a la retaguardia de las posiciones rebeldes en
Providencia. Durante las semanas subsiguientes, esta zona quedaría
patrullada únicamente por el grupo de escopeteros al mando de Urbano
Garcés, hijo del colaborador campesino Polo Garcés, y conocido por el
sobrenombre de Viejo. Esta escuadra tendría la misión de vigilar los
movimientos enemigos y, en la medida de sus posibilidades, hostigarlos. |