La Batalla de Jigüe, la rendición del Batallón 18
(Capítulo 19)
El miércoles 16 de julio, víspera del esperado combate
contra el refuerzo —sobre el cual teníamos noticias de que vendría desde
la playa a tratar de socorrer al batallón sitiado en Jigüe—, ya habían
comenzado a ejecutarse las disposiciones relacionadas con el
estrechamiento del cerco. Guillermo García ocupó con su pelotón las
posiciones indicadas en la falda del firme de Manacas, directamente
sobre el campamento enemigo. Mi intención era que, al día siguiente,
este personal rebelde abriese fuego, lo cual sería la señal para que los
combatientes ubicados en la falda del alto de Cahuara y en las demás
posiciones, hiciesen lo mismo, incluida la ametralladora 50 de Braulio
Curuneaux.
Curuneaux tenía también instrucciones de volver a
repetir la estratagema de comunicarse con la avioneta para desinformar a
la aviación enemiga acerca de la verdadera ubicación de los guardias, y
tratar de lograr que descargaran sus bombas y ametralladoras, no sobre
nuestras posiciones, sino sobre las del batallón cercado. Se recordará
que este truco había sido empleado con relativo éxito ese mismo día 16. Desgraciadamente, en este momento tan decisivo de la
batalla no pudimos contar con una de nuestras armas psicológicas más
importantes. En la mañana del 17, los combatientes que atendían la
instalación de campaña de Radio Rebelde me informaron que el
amplificador se había descompuesto, y que la avería era de tal magnitud
que habría que llevarlo hasta la Comandancia de La Plata para repararlo.
La falta del equipo se hizo sentir desde esa misma tarde, cuando
empezamos a recibir las noticias del descalabro sufrido por el primer
refuerzo. No cabe duda de que haber compartido esa información con los
guardias sitiados hubiese surtido un efecto psicológico muy
significativo. Al amanecer, recibí la confirmación de Guillermo de que
había ocupado sus posiciones, junto con la siguiente evaluación,
bastante explícita, por cierto: Ahora sí [los guardias] no se pueden mover pues los
domino perfectamente. No pueden ni bajar al río, le tengo una posta a
Cien m [metros] de la casa de abajo, creo que tienen que ensuciar dentro
de las trincheras. Durante toda la mañana nuestros hombres siguieron
ocupando nuevas posiciones, más cerca aún del enemigo. Se movieron,
entre otros, el personal de la ametralladora calibre 30 de Rogelio
Acevedo, la escuadra de Ignacio Pérez y la gente de Curuneaux. El fuego
se mantuvo de manera intermitente contra el campamento asediado. El refuerzo solicitado a Almeida llegó a la zona de
Jigüe al amanecer del día 18. Se trataba de una escuadra de 10
combatientes, ocho de ellos armados, al mando del capitán Vitalio Acuña
Núñez, Vilo, que fueron ubicados de inmediato del otro lado del
río, frente a la posición de los guardias y a la derecha de Guillermo. Esa jornada transcurrió también en relativa calma. El
foco de los acontecimientos estaba concentrado en Purialón y en el
combate contra el primer refuerzo. El personal rebelde del cerco mantuvo
el fuego de hostigamiento contra los guardias sitiados y se dedicó a
adelantar sus trincheras y perfeccionarlas. Durante estos días en el campamento enemigo no se
observaba apenas movimiento alguno. Esa noche algunas posiciones se
acercaron todavía más a las trincheras de los guardias, en algunos casos
hasta una distancia de unos 40 metros. Con el parque obtenido en el
combate contra el primer refuerzo había mejorado la situación de
nuestros fusiles en el cerco, lo que hizo posible incrementar la
potencia de fuego contra el campamento enemigo. Aunque ya a estas alturas yo no estaba muy preocupado
por la presencia de los guardias en Minas de Frío ni por la posibilidad
de que pudiesen intentar un movimiento en dirección a Jigüe para apoyar
a sus compañeros sitiados, no dejé de tener presente en todo momento
esta amenaza en medio de las innumerables cuestiones cuya atención debía
priorizar, derivadas de los acontecimientos en la batalla principal que
librábamos en toda la zona entre Jigüe y Purialón. En la tarde del día
18 envié nuevas instrucciones al Che, pues si el enemigo intentaba
avanzar desde las Minas en dirección a Jigüe, debía hacer una primera
resistencia mientras se preparaba con parte de los combatientes
posicionados en la zona de Cahuara una línea de defensa a la altura de
La Magdalena Arriba. El Che y sus hombres debían, entonces, replegarse
por la loma de La Iglesia y esperar a que los guardias chocaran con esa
línea nuestra para atacarlos por la retaguardia. El camino de La Magdalena era, a mi juicio —así se lo
decía al Che en el mensaje que le envié con estas indicaciones—: "[...]
lo más perfecto para una encerrona". Tenía la certeza de que esa
maniobra era factible sin poner en peligro nuestras posiciones en el
cerco, pues la tropa sitiada ya no estaba en condiciones de asumir
ningún tipo de iniciativa. Y por el Sur la situación también quedaba
clara. Para tranquilizar al Che, siempre aprensivo cuando se trataba de
realizar dos operaciones simultáneas para las que consideraba que no
contábamos con fuerza suficiente, le decía en este mismo mensaje: "Entre
el mar y el Jigüe tenemos un ejército para impedir que vengan
refuerzos". El intento de auxiliar al Batallón 18 desde el Norte era
una maniobra casi obligada. Sin embargo, todas las precauciones fueron
en vano, ya que, inexplicablemente, los guardias de las Minas no se
movieron en todos estos días. Semejante conducta solo puede deberse, una
vez más, a la desmoralización o a la ineptitud flagrante del mando
enemigo. El día 19, Almeida ocupó con un pequeño grupo de hombres
el camino de Palma Mocha a El Naranjal, a la altura del firme de Palma
Mocha. Era una precaución excesiva de nuestra parte para prever la muy
improbable contingencia de que alguna fuerza enemiga pudiera penetrar en
el teatro de operaciones desde la dirección de Palma Mocha o La Caridad,
y caer así sobre la retaguardia de las posiciones rebeldes en Purialón. La situación en el cerco no cambió sensiblemente durante
ese día. Los combatientes rebeldes siguieron hostigando con sus disparos
al campamento enemigo, mientras que los guardias contestaron al fuego de
manera desorganizada. Una de esas ráfagas de ametralladora calibre 30,
lanzada desde las posiciones de la tropa sitiada, alcanzó en la tarde de
ese día al teniente Teodoro Banderas, de la escuadra de Vilo Acuña,
quien resultó muerto. Sin embargo, alrededor del mediodía se había producido
una especie de tregua informal en el sector del cerco más próximo a las
posiciones de los guardias en la falda del alto de Cahuara. Algún
personal rebelde llegó, incluso, a entrar en el perímetro enemigo,
conversar con los soldados y darles cigarros. No cabía duda de que era necesario acabar de resolver la
situación, que ya se prolongaba demasiado. Existía aún el peligro de que
el mando enemigo, en una acción desesperada e irracional, lanzara contra
nuestras posiciones de Jigüe un ataque aéreo masivo, incluido el uso de
napalm, que pudiera causar algún daño. Era muy conveniente disponer de
una vez de las armas y el parque, que seguramente se capturarían, para
emprender las operaciones ulteriores contra las demás fuerzas que habían
penetrado al interior del territorio rebelde. Por otra parte, ya
nuestros hombres comenzaban a sentir también el rigor del hambre y la
fatiga. La otra opción que cabía considerar, a los efectos de
precipitar un desenlace, era el asalto frontal. Del éxito seguro de un
ataque no nos quedaba duda. Frente a la voluntad de pelea de nuestros
hombres nada podrían el agotamiento y la desmoralización de los
guardias. Incluso, el Che me recomendó este curso de acción en uno de
sus mensajes. Sin embargo, para una decisión de ese tipo había que
sopesar muy bien el precio que tendríamos que pagar en cuanto a las
bajas que inevitablemente ocurrirían entre nuestros combatientes en una
operación de esa naturaleza. Convencido de que la rendición de la tropa
cercada sería cuestión de horas, opté, en definitiva, por esperar el
resultado del combate contra el segundo refuerzo. Esa noche, al recibir las primeras informaciones acerca
del destrozo infligido a este refuerzo, decidí enviar una carta al
comandante Quevedo. Después de referirle la suerte corrida por los dos
contingentes enviados por el mando enemigo desde la playa, le abundaba
en las siguientes consideraciones acerca de la inutilidad de una
resistencia más prolongada de su parte: El camino de La Plata usted sabe que es como un paso de
las Termópilas, que miles de soldados no podrían franquear. Si no fuese usted el caballero que es, el hombre humano
y decente que con tanta bondad ha tratado a los ciudadanos donde quiera
que ha estado; si no fuese usted el jefe querido de sus soldados por el
trato que les ha dado; si no fuese usted el militar de sentimientos
patrióticos y democráticos, forzado por amargas circunstancias a librar
esta campaña contra la razón, el derecho y la justicia, en la que
ninguna honra ni gloria podría ganar, aunque la fortuna militar lo
acompañara, no me dolería que pereciera usted de hambre y metralla con
todos sus soldados, que en definitiva están sirviendo [a] la ignominiosa
causa de la tiranía y han costado la vida de muchos buenos compatriotas.
Pero mi conciencia de hombre honrado, mi sensibilidad humana hacia otros
hombres en la adversidad, me imponen al menos la obligación de hacer
algo por esos hombres que están ahí, engañados la mayor parte, creyendo
las burdas historias que han inventado los que comercian con la sangre
de los soldados de la República, y por usted, que para amargura de
nosotros que lo hemos puesto en esta difícil situación, sin saber
siquiera que de usted se trataba, es uno de los militares más decentes
que conozco en el Ejército y que por un prurito de honor que solo se
justifica en defensa de la patria y de las causas justas, sacrifique su
vida y la de sus hombres en aras de la infamia. Yo tengo también un
interés: ahorrar vidas de mis hombres. Tenga la seguridad que me
bastaría ordenar un asalto en masa con fuerzas dos veces superiores a
las que a usted le queda[n] y tomamos esa posición por muy tenaz
resistencia que nos hagan, porque nuestra tropa está enardecida y nos
favorecen todas las ventajas tácticas. Pero, ¿tendrían derecho a esperar
sus soldados el mismo trato si nos hacen sacrificar en una batalla que
ya tienen perdida, a numerosos compañeros? Mientras tanto, ¿no comprende usted que atrincherados
nuestros hombres en firmes y desfiladeros que son infranqueables, el
intento de rescatar esa tropa, sería la sepultura de cientos de sus
compañeros de armas sin que lograran el empeño? ¿Sabe usted que las tropas están agotadas y los
detenidos por deserción en la jefatura de operaciones suman centenares,
en cuyo estado deplorable de ánimo no podrían vencer nuestra resistencia
tenaz y resuelta? ¿Si en dos meses no han podido penetrar en ciertas
zonas, cómo van a penetrar ahora por caminos mucho más fuertemente
defendidos y favorecidos por el terreno? ¿No observa usted que la
aviación, única arma a la que pueden ya aferrarse, no hace la menor
mella en nuestras filas, y que nuestros hombres están tan cerca de
ustedes que no pueden ser ametrallados y bombardeados sin que ustedes
también lo sean? ¿Qué esperanza puede tener usted, Comandante, que
justifique el sacrificio de tantas vidas suyas y nuestras? ¡El honor militar! ¿Y no cree usted que el honor militar
exigía antes que nada, que el Ejército de la República y sus oficiales
de Academia jamás hubiesen sido puestos al servicio del crimen, del robo
y de la opresión? Usted es un hombre culto y sabe que le hablo con la
razón y el corazón. Tenga el valor de ser sincero con su conciencia, ser
leal a ella, a la Patria y a la humanidad, y no morir oscuramente sin
que la nación y sus conciudadanos se lo agradezcan ni se lo admiren, que
la persona humana tiene derecho a fines más nobles. El valor de usted y
su vida, hombre honrado y capaz que la patria necesita, no deben
sacrificarse inútilmente. Hay muchos prisioneros heridos de su batallón y en el
combate de hoy habían ya 14 compañeros suyos heridos de gravedad en
nuestro poder, que no podrán ser evacuados y atendidos como lo requiere
su estado mientras la batalla se prolongue con el trabajo abrumador que
imponen a nuestro personal las obligaciones militares. Tenemos
concertada la entrega de todos los prisioneros heridos a la Cruz Roja,
que viene con salvoconducto del Jefe de Operaciones para el martes 22.
Materialmente no podemos hacer más por ellos. Envíe a nuestra línea, si
lo desea, a su médico para que se cerciore de cuanto digo. Dígnese escuchar estas razones, no a un adversario
ocasional, sino a su amigo, a su compañero de las aulas universitarias y
su sincero compatriota, a quien la victoria, por estar usted de por
medio y haberse derramado tanta sangre, no puede saberle más amarga. Espero de su condición de militar de honor que devuelva
al portador de esta carta, la que lleva a usted cumpliendo simplemente
una orden [...]. Esta es la versión final de la carta que envié al
comandante Quevedo en la noche del 19 de julio. El portador fue un
soldado prisionero, me parece que cocinero, quien llevaba también la
información de que nuestros hombres harían un alto al fuego hasta las
10:00 de la mañana del día siguiente. El mensajero llegó a su destino al
amanecer del domingo 20 de julio, y regresó a media mañana con la
respuesta de Quevedo: el jefe del Batallón 18 agradecía el mensaje, pero
no tomaría ninguna decisión hasta las 6:00 de la tarde, pues había
prometido al mando superior esperar hasta esa hora el resultado del
combate de los refuerzos. Poco después, Ramiro me informó que había hablado con el
comandante Quevedo, quien le había dicho que resistiría hasta las 6:00
de la tarde, que si a esa hora el refuerzo prometido no había llegado,
estaba en disposición de tramitar su rendición. La noticia, aunque
esperada, no dejaba de ser muy estimulante. Empezaba a vislumbrarse más
cercana la victoria. Todo dependía del éxito del combate contra este
segundo refuerzo, de cuyo resultado no teníamos la menor duda. Ramiro había logrado hacer contacto con Quevedo gracias
a la tregua que habíamos anunciado, que se extendió, de hecho, más allá
de las 10:00 de la mañana, cuando supimos la respuesta a la oferta de
rendición. Durante el alto al fuego, muchos combatientes rebeldes
entraron al campamento enemigo y confraternizaron con los guardias,
entre ellos, varios de nuestros capitanes, como Braulio Curuneaux,
Guillermo García e Ignacio Pérez. Esa tarde, envié a Radio Rebelde un parte en el que se
anunciaba la próxima victoria de la batalla contra el Batallón 18, que
calificábamos de decisiva. No quise dar todavía la noticia de la
rendición —en vías de tomarse el acuerdo—, por temor a que el mando
enemigo reaccionara con el bombardeo de su propio personal. Además, dar
enseguida la información podría precipitar la decisión de ordenar la
retirada inmediata del resto de las fuerzas enemigas que habían
penetrado en territorio rebelde —concretamente las estacionadas en Santo
Domingo, las Vegas de Jibacoa y Minas de Frío—, sin darnos tiempo a
preparar las condiciones para impedírselo. Esa tarde ordené, también, la
concentración en el propio Jigüe de todo el personal rebelde en la zona,
incluidas las fuerzas que habían combatido en Purialón. Previendo que la
rendición sería acordada esa noche, mi intención era partir de allí al
amanecer hacia La Plata con una parte del personal, el que participaría
en las próximas acciones en la zona de Santo Domingo, mientras que otra
parte marcharía en dirección a Mompié para intervenir en el cerco y la
captura de la tropa enemiga acampada en las Vegas de Jibacoa. Por intermedio de Curuneaux, Quevedo me avisó que a las
6:00 de la tarde subiría a entrevistarse conmigo para tramitar la
rendición, y me pidió que le mandara dos caballos en los que pudieran
hacer el ascenso él y el doctor Wolf, el médico del batallón. En
respuesta a esta petición, a media tarde envié a Aguilerita al
campamento enemigo con dos mulos y un poco de comida, y a la hora
convenida bajé al encuentro del antiguo compañero de estudios. La conversación fue cordial. A Quevedo se le veía
exhausto, pero aún hacía esfuerzos por mantener una apariencia animosa.
Le expliqué pormenorizadamente todo lo ocurrido desde el inicio de la
batalla, y mi convicción de que la resistencia de la tropa sitiada era
inútil, pues después de la destrucción de los dos refuerzos su suerte
estaba decidida. Finalmente aceptó la rendición sobre la base de las
condiciones que le propusimos que, en esencia, consistían en garantizar
la integridad física y la atención médica del personal herido o enfermo,
entregar todos los prisioneros —salvo el jefe del batallón— a la Cruz
Roja Internacional lo antes posible, algo que ya veníamos haciendo, y
recoger todas las armas, excepto las cortas de los oficiales. Quevedo se
comprometió a discutir estas condiciones con sus oficiales subalternos y
hacerme saber una respuesta definitiva esa misma noche. La batalla había terminado antes de que se pactara
oficialmente la rendición de la tropa sitiada. Aún Quevedo y yo
conversábamos, y ya un grupo de guardias había subido a nuestras
posiciones a cocinar para sus compañeros. Rebeldes y soldados se
mezclaban en el campamento enemigo. Alrededor de la medianoche yo mismo
bajé y me metí entre los guardias, lo cual no dejaba de ser una
imprudencia, pues todavía en ese momento todos conservaban sus armas.
Estuve allí un buen rato conversando con ellos y no ocurrió el más
mínimo incidente. No fue sino hasta cerca del amanecer cuando comenzó la
recogida de las armas y el resto del botín de guerra. La carga resultó
ser tanta que hubo que mandar a pedir las arrias de mulos de la tasajera
de Jiménez para poder transportarla. En total, se ocuparon 158 armas, incluidas dos
ametralladoras de trípode calibre 30, una bazuca, un mortero de 81
milímetros y otro de 60, además de parque abundante para todas ellas y
granadas de mano. El balance total de las armas ocupadas durante toda la
batalla era de 249. En cuanto a los prisioneros, en Jigüe se rindieron 146
guardias. El total, contando a los capturados durante toda la batalla,
ascendía a más de 240 hombres, de ellos cerca de 30 heridos. El conteo
tentativo de bajas enemigas mortales fue de 41 muertos. La mayoría de los prisioneros salieron junto con el
personal rebelde hacia la zona de La Plata; otros habían sido enviados a
la casa del colaborador campesino Santos Pérez, en Jigüe Arriba, donde
permanecían también algunos heridos de combates anteriores. La intención
era que todo este personal enemigo prisionero fuese entregado en las
Vegas de Jibacoa el día 22, fecha acordada finalmente con la Cruz Roja. Por la parte rebelde, como resultado de las acciones,
tanto en Jigüe como en Purialón, tuvimos que lamentar la muerte de seis
compañeros: Andrés Cuevas, Teodoro Banderas, Roberto Corría, Eugenio
Cedeño, Victuro Acosta y Francisco Luna. Otro pequeño número de
combatientes habían recibido heridas de poca consideración, entre ellos
Pedrito Miret. Al día siguiente de la rendición, durante el traslado del
personal hacia la zona de La Plata, murió como resultado de un tiro
escapado, un séptimo rebelde: Luis Enrique Carracedo. Tal como previmos, al amanecer del lunes 21 de julio
emprendimos la marcha hacia La Plata. Conmigo caminaba, en el centro de
la larga columna rebelde, el comandante Quevedo y su ayudante personal,
un cabo de apellido Camba, quien insistió en quedarse junto a su jefe.
Esa noche acampamos en el hospital de Martínez Páez, cerca de la
Comandancia de La Plata. Al día siguiente, Quevedo continuó en dirección
a la cárcel de Puerto Malanga, pues me manifestó su doble interés por
saludar a los guardias allí prisioneros y conocer el lugar cuya
ocupación había sido el objetivo concreto de su misión en la Sierra
Maestra. Yo seguí camino hacia la Comandancia, adonde llegué en la tarde
del martes 22 de julio. La noticia de la rendición del Batallón 18 y de la
aplastante victoria rebelde en Jigüe fue anunciada finalmente por Radio
Rebelde el 23 de julio. Al día siguiente, los locutores de la emisora
leyeron el parte de guerra redactado por mí en La Plata, en el que se
hacía el balance pormenorizado de la batalla. Terminaba así una de las acciones decisivas de toda la
guerra. A partir de Jigüe, ya no me quedaba duda alguna del desenlace de
la ofensiva enemiga e, incluso, de la derrota relativamente cercana de
la tiranía. |