La Batalla de Jigüe, las primeras acciones del cerco
(Capítulo 16)
Al amanecer del viernes 11 de julio, el mismo día que un
obús de mortero 81 hirió mortalmente a Geonel y a Carlitos en la zona de
la Comandancia de La Plata, comenzó a ponerse en práctica el plan
elaborado para la captura del batallón enemigo acampado en Jigüe.
Alrededor de las 5:30 de la mañana de ese día, 20 fusiles rebeldes
abrieron fuego contra la formación de soldados que se preparaban para
iniciar el día en el campamento. El tiroteo duró unos 15 minutos, y
después, tal como estaba previsto, se hizo silencio desde nuestras
posiciones en la falda del alto de Cahuara, para simular un simple
hostigamiento.
La intención de este ataque era causar bajas entre los
guardias que obligaran al jefe del batallón a evacuar a los heridos
hacia la playa. Esa sería la ocasión que esperaba Guillermo, posicionado
con sus hombres sobre el camino del río, para emboscar la fuerza que
acompañara esta evacuación y tratar de destruirla. Como supimos después, este ataque ocasionó solamente
heridas leves a un soldado, quien recibió un impacto de bala en el
tobillo. No eran realmente buenos tiradores nuestros bisoños
combatientes. Sin embargo, al usar el hostigamiento, según la impresión
de las fuerzas enemigas, el mando del batallón decidió evacuar al herido
a la playa, aprovechando que para ese mismo día estaba ya planificada la
salida de dos pelotones en misión de suministro. El plan, por tanto, funcionó como lo habíamos concebido.
Los dos pelotones emprendieron el camino de la playa, y apenas media
hora después de haber salido del campamento enemigo chocaron con la
emboscada de Guillermo, convenientemente dispuesta a menos de dos
kilómetros de distancia. El resultado fue que, a los pocos minutos de
combate —el cual escuchamos desde el alto de Cahuara—, el personal
rebelde ya había logrado hacer varias bajas a la vanguardia, entre
ellas, cinco muertos y dos prisioneros, uno de ellos herido de gravedad,
que murió también poco después, y capturar seis armas y algún parque. El
enemigo fue rechazado y tuvo que regresar al campamento. En el momento en que rompieron estas acciones en Jigüe,
ya habían quedado formadas las dos líneas rebeldes en Purialón,
encargadas de detener y, de ser posible, destruir a los refuerzos que
enviara el enemigo desde las costa en auxilio del batallón cercado. Abajo, en el río, y sobre las faldas que dominaban el
camino que subía de la playa, estaban posicionados los 40 hombres de los
pelotones de Andrés Cuevas y Lalo Sardiñas, provistos de buen número de
fusiles semiautomáticos y dos ametralladoras calibre 30 de trípode. A su vez, emboscado en el firme de Manacas,
relativamente lejos del camino, permanecía el personal de Ramón Paz,
cuya misión sería bajar rumbo al río una vez iniciado el combate, para
cortar la retirada del refuerzo, coparlo y destruirlo. Tal concentración
relativa de fuerzas obedecía al plan de propinar el golpe principal
precisamente a los refuerzos. En la zona del cerco, mientras tanto, se mantuvieron
fuerzas rebeldes en número reducido, que esa mañana realizaron fuego
esporádico sobre el campamento enemigo, desde las respectivas posiciones
de las distintas patrullas formadas con ese propósito. No obstante, me
preocupaba el hecho de que esas fuerzas tan reducidas no aguantaran un
movimiento enemigo en dirección al alto de Cahuara, en un posible
intento de romper el cerco en esa dirección. Por otra parte, podría ser
necesario incrementar nuestro poder de fuego sobre la tropa sitiada para
aumentar la presión psicológica y física. Como medida de reforzamiento de nuestras posiciones en
la falda de Cahuara, esa misma mañana le había pedido al Che que,
después de valorar la situación en su sector, y si llegara a la
conclusión de que no había peligro inmediato por esa zona, me enviara
una escuadra de 11 hombres de la gente de Camilo que habían combatido
junto a él en Meriño. El Che, además, me había informado que Curuneaux
estaba camino a Jigüe con su ametralladora calibre 50, tal como yo había
solicitado. Al mediodía del propio día 11, le pedí que trasladara al
pequeño grupo al mando de Rogelio Acevedo con su ametralladora calibre
30 hacia la zona donde me encontraba, con lo cual reforzaría la línea
rebelde en la falda del alto de Cahuara y completaría el poder de fuego
en el cerco al campamento enemigo. Al Che también le indiqué que ordenara a Ramiro Valdés
situar 15 combatientes de la Columna 4, bien armados, para cuidar el
camino de Palma Mocha a Santo Domingo a la altura del mismo firme de la
Maestra, en la posición que, como se recordará, había ocupado gente de
Cuevas antes de su traslado a la zona de Meriño, y donde antes
permaneciera Almeida con varios de sus hombres. Esta era una posición
estratégica por dos razones: en primer lugar, porque la tropa rebelde
situada allí podría impedir la toma del firme por cualquier fuerza
enemiga que intentase sorprender con un movimiento, bien desde el Norte,
de la zona de Santana, como desde el Sur, desde el río Palma Mocha; en
segundo lugar, porque desde allí ese personal podría acudir, en caso
necesario, en ayuda de nuestras líneas, tanto en la zona de Santo
Domingo como en el propio Jigüe. En cuanto a otras posiciones del cerco, en la noche del
11, El Vaquerito, en cumplimiento de una orden mía, ocupó un lugar más
cercano al norte del campamento enemigo, en la misma falda del alto de
El Pino. La escuadra de Hugo del Río, a su vez, que hasta ese momento
había permanecido en El Naranjal, se situó el día 12 en el mayor de los
estribos que caían sobre el río La Plata, al nordeste de los guardias.
En mensaje de esa fecha a Hugo, le indicaba que debía actuar de pleno
acuerdo con El Vaquerito y le decía: Tienen que irse aproximando cada vez más a los guardias
y ganar terreno cuando la lucha se reanude aquí. Los tenemos
completamente rodeados. Ahora hay que irles quitando cada vez más
terreno y no dejarlos ni comer ni dormir. En un mensaje anterior al Che, al mediodía del propio
primer día de las acciones en la zona de Jigüe, le reiteraba mi
propósito con la operación iniciada, y le explicaba en los términos
siguientes el sentido de todas estas disposiciones: Si las circunstancias lo llegasen a requerir, podría ser
conveniente trasladar el personal de la Escuela, desguarnecer la mina
[Minas de Frío], atrincherar la Maestra más acá del Pino [el alto
llamado también del Cake, entre Minas de Frío y Mompié], y trasladar acá la mayor cantidad posible del
personal ocupado en aquella zona. Nuestra estrategia debe ser, a mi entender, desangrar y diezmar los refuerzos enemigos, mientras debilitamos, reducimos
y rendimos la tropa sitiada. El ejército está obligado a un gran
esfuerzo en un momento en que luce estarse agotando. Me preocupa un poco
el lado de Palma Mocha, que con unos pocos hombres podrá fortalecerse
mucho. Con reservas aquí en el alto de Cahuara no me inquieta el lado de
la Magdalena y el Mulato. Por Meriño me luce difícil que entren otra
vez. Y más adelante volvía sobre el tema táctico: "Yo estoy
calculando que esta tropa hará algunos intentos de escapar. Cuando sea
rechazada por dos o tres partes quedará destruida moralmente y fácil de
aniquilar". El resto de la mañana de este primer día, los grupos
rebeldes del cerco se mantuvieron realizando disparos esporádicos contra
el campamento enemigo para hostigar a los guardias e impedirles un
momento de distensión. Sin embargo, a partir de las 2:30 de la tarde,
aproximadamente, en cumplimiento de una orden mía, cesó todo el fuego, y
se hizo el más absoluto silencio en nuestras posiciones de la falda de
Cahuara. La idea era dar la sensación al mando enemigo de que nos
habíamos retirado después del efectivo golpe matutino. Con ello
perseguíamos el propósito de crear un ambiente de relativa confianza
entre los oficiales del batallón cercado, que los indujera en algún
momento, quizás al día siguiente, a realizar alguna exploración o una
nueva salida del campamento, ocasión en la cual los estaríamos esperando
para golpearlos de nuevo lo más duramente posible. A estas alturas ya se me había ocurrido la posibilidad
de utilizar, como otra pieza en el combate contra la tropa cercada, los
altoparlantes de Radio Rebelde. Llegado el momento en que los guardias
comenzaran a sentirse desmoralizados ante su imposibilidad de romper el
sitio, me parecía indudable que tendría un efecto psicológico importante
para ellos escuchar desde el monte las trasmisiones que realizábamos con
el Himno Nacional, las exhortaciones a la rendición con plenas garantías
para sus vidas y, tal vez, hasta la utilización, igual que en Santo
Domingo, de las canciones pegajosas y de letras tan intencionadas del
Quinteto Rebelde. Al mediodía de esa misma primera jornada mandé a buscar
a La Plata los altoparlantes y la pequeña planta eléctrica de la
Comandancia, junto con parte del personal técnico y los locutores, y les
orienté que esperaran en Mompié nuevas instrucciones. Esa misma noche,
Camilo me informó desde La Plata de la salida de los equipos y el
personal solicitado hacia ese punto. Y el Quinteto fue movilizado hacia
Jigüe por orden mía en la mañana del día 14. Otro elemento importante en
esta acción psicológica era la posibilidad de disponer de las claves y
del equipo de comunicación, por la microonda capturada en Santo Domingo.
Nos dimos cuenta de que no existía comunicación entre el batallón
sitiado y la playa donde permanecía la Compañía G-4 de esa unidad. Lo
significativo era que hasta el mediodía del 13 de julio no había
aparecido en escena ni un solo avión enemigo. Por el prisionero ileso en el combate sostenido esa
mañana en el río, que fue remitido de inmediato por Guillermo a mi
puesto de mando en el alto de Cahuara, conocí los primeros detalles
acerca de la tropa cuyo cerco y captura habíamos decidido. Averiguamos
que se trataba de dos compañías del Batallón 18, que contaban con dos
morteros —uno de 81 milímetros y otro de 60— y una bazuca como armas de
apoyo, y que los suministros de boca escaseaban. Por este prisionero
supe, además, que esta era la tropa estacionada en Maffo antes del
inicio de la ofensiva, y que el jefe de la unidad era el comandante José
Quevedo Pérez, antiguo compañero de estudios universitarios. Curuneaux llegó al alto de Cahuara en la madrugada del
día 12, e inmediatamente se ubicó en un estribo, desde el que dominaba
con el fuego de su ametralladora 50 todo el campamento enemigo. Llevaba
instrucciones de mantener el silencio que había sido respetado
escrupulosamente por nuestros hombres desde el mediodía anterior. Mi
convicción absoluta era que el mando del batallón, confundido por esta
conducta, intentaría muy pronto una nueva salida hacia la costa en busca
de suministros, lo cual le haría caer de nuevo en la emboscada de
Guillermo. Esta fuerza rebelde, por tanto, era la que estaba
llamada a asumir, por segunda vez, la responsabilidad mayor. Después de
la acción de la mañana del 11, las posiciones de Guillermo fueron
consolidadas con la ocupación de los firmes laterales que dominaban los
flancos de su emboscada principal sobre el camino del río. Al amanecer
del día 12, por otra parte, el personal del pelotón de Jaime Vega,
incorporado al cerco, ya había tomado un estribo de la falda de Cahuara,
desde donde podía no solo hostigar al campamento enemigo cuando se diera
la orden de hacerlo, sino, también, acudir en apoyo a Guillermo por el
flanco derecho del avance de los guardias, en caso de que atacaran con
fuerza las posiciones rebeldes en el río. En última instancia, si el
enemigo lograse romper la línea y proseguir su avance río abajo, o si
ocurriese la eventualidad de que se filtrase alguna tropa en esa misma
dirección por cualquier otro punto, Guillermo —según las instrucciones
recibidas— debía perseguirla para atraparla en Purialón con el apoyo de
los hombres de Lalo y Cuevas. De esta manera, todas las posibilidades
quedaban previstas. Sin embargo, el enemigo no realizó movimiento alguno
durante los días 12 y 13 de julio. Ambas jornadas fueron invertidas por
nosotros en perfeccionar el dispositivo del cerco. Por una mala
interpretación inicial de mis mensajes, Acevedo y su escuadra de la
ametralladora 30 no recibieron la orden de trasladarse a Jigüe sino
hasta la noche del 12, y llegaron al alto de Cahuara en la tarde del día
siguiente. En ese momento contábamos ya en las distintas posiciones del
cerco con unos 80 combatientes, entre los integrantes de los pelotones o
escuadras de Ramón Fiallo y Raúl Podio, Jaime Vega, Curuneaux, Acevedo,
El Vaquerito, Hugo del Río e Ignacio Pérez; este último incorporado
también a los efectivos que ocupaban diversas posiciones en la falda del
alto de Cahuara. Guillermo disponía de más de 40 hombres en la emboscada
del río, mientras que Lalo, Cuevas y Paz reunían en Purialón un fuerte
dispositivo de alrededor de 75 combatientes en total. A la altura del mediodía del 13 de julio, la inactividad
enemiga me tenía impaciente. Habíamos logrado mantener el silencio en
nuestras líneas, pero yo había tomado la decisión de abrir fuego con la
ametralladora de Curuneaux al día siguiente, si antes no ocurría algún
movimiento. Otra medida fue el nuevo estrechamiento del cerco mediante
la ocupación de todos los pequeños altos que circundaban el campamento
de los guardias, con la intención expresa de llegar a impedirles,
incluso, el acceso a cualquiera de los dos ríos, entre los cuales estaba
situado —el de La Plata y el de Jigüe, afluente del anterior—, y
obstaculizar la provisión de agua: "[...] para no dejarlos ni respirar",
como le decía en un mensaje a Paz el día 13. A cada momento era mayor mi convicción de que el golpe
combinado que pensábamos dar en esta batalla —la rendición del batallón
cercado y la destrucción de los refuerzos— tendría una significación
determinante en el curso de la guerra y, por tanto, en el fin de la
tiranía. En mis mensajes de esos días a los distintos capitanes que
participaban en la operación, les machacaba con la idea de que estábamos
enfrascados en una acción decisiva. A Lalo Sardiñas el día 14, por
ejemplo, le decía: "Hay que hacer un esfuerzo grande, porque esta
batalla puede ser el triunfo de la Revolución". Ese mismo día 14 ocurrió
el segundo episodio mayor de la contienda. El mando del batallón enemigo
decidió finalmente enviar un segundo contingente a la playa en busca de
suministros y para evacuar los heridos de acciones anteriores. Esta vez
se trataba de una compañía completa —la 103—, compuesta por tres
pelotones y alrededor de un centenar de hombres. La marcha se organizó
con muchas precauciones para evitar el desastre anterior. Un pelotón
avanzaba por el firme, y otro a media falda de la margen izquierda del
río, mientras que el tercero iba por el camino con los mulos y los
heridos. La partida se fijó para el mediodía, alrededor de las 2:00 de
la tarde, con la esperanza de que a esa hora las posibles emboscadas
rebeldes estuvieran menos alertas, acostumbradas a que todos los
movimientos de los guardias tuvieran efecto al amanecer. Sin embargo, apenas a la hora de haberse marchado esta
fuerza del campamento enemigo, de donde la vimos salir, se produjo de
nuevo el contacto con la emboscada de Guillermo en el río y en el firme.
El combate resultó intenso, y se prolongó durante toda la tarde y parte
de la noche, hasta que los guardias se replegaron una vez más hacia su
campamento de partida en Jigüe. Solamente unos 10 ó 12 soldados lograron
filtrarse entre las líneas de Guillermo y escapar hacia el Sur, pero la
mayoría de ellos, así como algunos mulos y sus arrieros que dejaron
pasar durante el tiroteo, cayeron en manos de los hombres de Lalo y
Cuevas, río abajo, en Purialón. Uno de estos grupos de guardias
escapados dio muerte al día siguiente al combatiente Eugenio Cedeño, de
la tropa de Lalo Sardiñas, quien se sumaba así a la corta lista de los
rebeldes caídos durante el rechazo a la ofensiva enemiga. El resto del batallón cercado no hizo intento alguno por
acudir en auxilio de sus compañeros durante este combate. Por nuestra
parte, desde el comienzo de la acción despaché un grupo de hombres con
armas semiautomáticas, al mando de Jaime Vega, por uno de los estribos
que bajaban hasta el río, con la misión de cortar el regreso de los
guardias, pero no encontraron posiciones adecuadas. Desde el punto de vista material, el resultado de este
segundo Combate en el río La Plata fue muy significativo. El enemigo
sufrió no menos de cinco muertos y más de 10 heridos, 21 prisioneros,
perdió seis arrieros que apresamos y, además, 39 mulos —de los cuales 32
fueron capturados vivos—, y más de 20 armas, entre ellas, varios fusiles
semiautomáticos Garand y un fusil Browning automático. Pero mayor aún
que el impacto material fue el efecto psicológico y moral de este
combate. Nadie mejor que el propio jefe de la fuerza sitiada, el
comandante José Quevedo, para explicarlo: Ya no quedaban dudas de que estábamos cercados y de que
el cerco era completo, porque recibíamos incesante fuego de
hostigamiento por todas direcciones. Sólo nos quedaba una alternativa de
las dos siguientes: todo el batallón tratar de romper el cerco y escapar hacia la playa, o resistir el máximo de
tiempo posible en espera de refuerzos. La decisión era difícil, pero no
tuvimos dudas en cuanto a tomar la que consideramos más acertada, o sea,
la segunda. Quevedo argumentó, en favor de esta decisión, primero,
que tratar de romper el cerco constituiría una indisciplina porque
significaba desobedecer inconsultamente la orden recibida de llegar a la
cárcel rebelde de Puerto Malanga y al firme de la Maestra; y, segundo,
el intento de romper el cerco tenía muy pocas probabilidades de éxito.
Sin duda, el razonamiento era sensato. Al jefe del batallón cercado,
cada vez en condiciones más precarias, solo le quedaba aguardar por el
refuerzo que debía venir a salvarlo en cualquier momento, según era
lógico suponer. En cuanto a las posibilidades de dicho refuerzo, lo
sorprendente, a estas alturas de los acontecimientos, era que el mando
enemigo no hubiese aún dado ningún paso para auxiliar a su batallón
cercado. Durante esos primeros días de la batalla, no hubo presencia
alguna de la aviación, ni siquiera de la avioneta de observación.
Sabíamos que el jefe del batallón no tenía manera de comunicarse con su
compañía de retaguardia en la costa y, mucho menos, con el puesto de
mando en Bayamo o alguna otra unidad en operaciones, por lo que solo
podía hacerlo por medio de la avioneta, cuando esta sobrevolara el
campamento. Por tanto, era razonable suponer que el mando enemigo no
estaba del todo consciente de la muy difícil situación de su Batallón
18, lo cual hacía más increíble el hecho de que no se preocupara
siquiera por establecer contacto mediante la avioneta. Después de concluida la batalla, supimos que el
comandante Quevedo resolvió en cierta forma esta situación. Envió a uno de sus prácticos en la noche del 14 de julio
hacia la costa, con el objetivo de filtrarse entre nuestras líneas e
informar al jefe de la Compañía G-4 del estado de la fuerza sitiada para
que lo comunicara al puesto de mando. Este emisario, al parecer, logró
rodear esa noche nuestras posiciones, tanto las del río como las de
Purialón, o evadir a nuestros centinelas en esos lugares, y llegar a la
playa. También hay que recordar que algunos de los guardias del pelotón
desarticulado por Guillermo en el segundo combate del río lograron
alcanzar la playa. El resultado directo fue que en la mañana del día 15
apareció por primera vez la aviación enemiga sobre Jigüe. Llegó primero el aparato de reconocimiento y, tras él,
los aviones de combate: una primera oleada compuesta por dos bombarderos
B-26 y dos cazabombarderos F-47, relevada por otra y, luego, por otra.
Desde las 6:00 de la mañana hasta alrededor de la 1:00 de la tarde, la
aviación sometió nuestras posiciones a un violentísimo ataque, en el que
incluyeron bombas incendiarias de napalm. Quevedo narró de manera muy
elocuente lo ocurrido esa mañana: [...] nosotros aumentábamos el volumen de fuego sobre
las posiciones enemigas y aquello era realmente impresionante. El picar de los
aviones entrando en los desfiladeros entre montañas, el estruendo de las explosiones,
con la caja de resonancia que producen las alturas y el eco sordo de las
mismas, las explosiones de las granadas y el fuego cruzado de la
fusilería y armas automáticas, daban a aquel espacio de tierra cubana un carácter infernal. Pero, ante cada ataque o
ametrallamiento de la aviación, en vez de apagar el fuego enemigo,
parecía que lo acrecentaba, parecía que nada les hacía, y que nadie
retrocedía. Los rebeldes estaban enardecidos y nos gritaban todo tipo de improperios, a la vez que disparaban sus
armas, nosotros les contestábamos el fuego y las palabras. En la noche del 14 de julio yo había dado la orden a
todas las posiciones rebeldes de romper el silencio que durante 72 horas
habíamos mantenido rigurosamente, y abrir fuego discrecional sobre el
campamento enemigo. Al oscurecer, casi todas nuestras líneas se movieron
e hicieron más estrecho el cerco. Por eso, la descripción que hizo el
comandante Quevedo del fuerte tiroteo del día 15 es hasta cierto punto
exacta, aunque me da la impresión de que se exageró el volumen de fuego
recibido por los guardias, ya que nuestros hombres, si bien tenían
autorización para disparar, habían recibido instrucciones muy precisas
de ahorrar el parque y hacer fuego cuando tuviesen blancos definidos o
para mantener un estado de hostigamiento permanente sobre las posiciones
enemigas. Yo tenía mi puesto de mando en un pequeño firme, desde
cuyo extremo Este se podía observar el campamento del Batallón 18, muy
próximo al río Jigüe, de poco caudal; la instalación estaba ubicada en
una verdadera hondonada entre montañas. Al revés de lo que siempre ocurría después de los
primeros disparos del combate, no apareció la aviación. El batallón de
Quevedo estaba sin comunicación con el mando superior ni con la Compañía
G-4 en la playa y esperaba infructuosamente el vuelo de la avioneta. El enemigo se concentraba en la zona de Santo Domingo y
otros frentes. Durante cuatro días completos no aparecieron los aviones.
Cuando descubrieron lo ocurrido, atacaron con inusitada fuerza. El
quinto y sexto días del cerco, una pesada bomba cayó a 40 metros del
lado norte del firme donde, en el lado sur, yo tenía mi puesto de mando
en el bosque. Una lluvia de piedras y palos cayó sobre nosotros. Minutos
después llegó Pedrito, precedido de la noticia de que había sido herido.
Pensé que lo traían en camilla, pero llegó caminando con una mano en el
pecho. Estaba en el punto de observación dentro de una trinchera y una
bala ligera del ametrallamiento aéreo le dio de rebote en el esternón
sin penetrarle en el pecho. Fue pura casualidad. No hubo imprudencia
alguna ni derroche de balas. Afortunadamente, esta intensa actividad de la aviación
enemiga solo produjo en nuestras filas la baja de Pedrito Miret. A la altura de este quinto día de asedio, la situación
de los cercados en el campamento de Jigüe era cada vez más difícil. Por
los prisioneros sabíamos que la comida se había acabado y los soldados
pasaban hambre. Por otra parte, el fuego esporádico de nuestros
fusileros y de las dos ametralladoras emplazadas en la falda de Cahuara
obligaba a los guardias a mantenerse todo el día dentro de sus
trincheras, con la consiguiente incomodidad resultante de la estrechez,
el calor y la inacción. Los soldados se veían obligados a hacer hasta
sus necesidades fisiológicas dentro de sus propias trincheras, para no
correr el riesgo de ser blanco de nuestros disparos. Para mí, la
rendición de la tropa sitiada era cuestión de dos o tres días más,
siempre que fuéramos capaces de mantener esa presión sobre el campamento
e impedir la llegada de los refuerzos. Este martes 15 de julio, de tanta actividad en la zona
del cerco, estuvo también marcado por las noticias poco favorables
procedentes del sector de Minas de Frío. Desde el día 13 las fuerzas
enemigas estacionadas en San Lorenzo habían comenzado a avanzar en
dirección a las Minas, y el 15, después de la tenaz resistencia de los
escasos grupos rebeldes de los que disponía el Che para defender ese
sector, lograron ocuparla. Pero no dieron un paso más. El avance de los
guardias en esa dirección nos mantuvo alertas durante todos esos días a
las posibles variantes que pudiera aplicar el mando enemigo, sobre todo,
si realizaban algún intento de acudir desde el noroeste en apoyo de la
fuerza sitiada en Jigüe. Ya veremos, en su momento, las disposiciones
adoptadas o previstas. En medio de la compleja situación planteada, yo confiaba
en que a los guardias les sería imposible franquear las líneas de
contención que podríamos interponer en El Roble, La Magdalena, El Coco o
Mompié, por mencionar solamente algunos de los puntos por donde el
enemigo podría tratar de penetrar en dirección a Jigüe. Durante todo ese
tiempo procuré mantener una comunicación constante y minuciosa con el
Che, a quien le informaba en detalle de la marcha de la operación, y de
quien recibía pormenorizados informes de lo que iba sucediendo en su
sector. Por eso, cuando el Che me comunicó en la mañana del propio
martes 15 que el enemigo no había podido ocupar Meriño de nuevo supe,
entonces, a ciencia cierta, que la crisis por ese sector y la
consiguiente amenaza a nuestra operación principal quedaban
prácticamente resueltas, pues aunque los guardias pudieran llegar a las
Minas les sería casi imposible continuar su avance. Minas de Frío, en
efecto, cayó en la tarde del propio día 15, pero el enemigo quedó
inmovilizado allí. Junto a la presión del fuego y la fijación sobre el
campamento enemigo, ese mismo día 15 decidí utilizar los otros recursos
de guerra psicológica planificados. Terminado el bombardeo y
ametrallamiento de la aviación di la orden de instalar los equipos de
Radio Rebelde en un punto escogido previamente, fuera del alcance del
fuego enemigo, desde donde podrían ser escuchados sin dificultad por los
guardias sitiados. A la 1:00 de la madrugada del día 16, los montes y las
laderas en torno al campamento enemigo en Jigüe retumbaban de nuevo,
pero esta vez no como resultado del fuego de las armas, sino por las
voces de nuestros locutores. Aparte del contenido de las arengas y los
mensajes que comenzaron a trasmitirse sin interrupción, el otro efecto
que se buscaba era frustrar el descanso de los soldados para, de otra
manera, seguir minando su disposición a la resistencia. Era la segunda
vez que usábamos este recurso en la Sierra Maestra, pero aquí en Jigüe
la impresión resultaba verdaderamente sobrecogedora, y tuvo que causar
un impacto enorme en los guardias. Dentro de las trasmisiones de esa madrugada se incluyó
la lectura de la siguiente carta preparada por mí para el jefe del
batallón cercado, comandante José Quevedo, un compañero de estudios
universitarios: Con profunda tristeza he sabido, por los primeros
prisioneros, que Ud. es el jefe de la tropa sitiada. Sabemos que Ud. es un militar caballeroso y culto
Oficial de Academia, doctor en Derecho. Ud. sabe que la causa por la que
están sacrificándose y muriendo esos soldados y Ud. mismo no es una causa justa. Ud., militar de honor y conocedor de las leyes, sabe que
la Dictadura es la violación de todos los derechos constitucionales y
humanos de su pueblo. Usted sabe que la Dictadura no tiene derecho a
sacrificar a los soldados de la República, para mantener al Régimen que oprime a la Nación, arrebata las
libertades y se mantiene bajo el terror y el crimen; no tiene derecho a
enviar a los soldados de la República a combatir contra sus propios
hermanos, que solo reclaman vivir con libertad y dignidad. Nosotros no estamos en guerra contra el Ejército, estamos en guerra contra la Tiranía. Nosotros no queremos matar
soldados; nosotros lamentamos profundamente cada soldado que muere,
defendiendo una causa innoble y vergonzosa. Creemos que el Ejército es para defender la Patria, no
la Tiranía. Los políticos ladrones, los Ministros, los Senadores y los Generales, están en La Habana, sin
correr riesgos ni pasar trabajos, mientras sus soldados están sitiados
por un cerco de acero, pasando hambre y al borde de la destrucción. A Ud, y a los soldados los han enviado a morir,
conduciéndolos a una verdadera trampa, situándolos en un hueco de donde
no tienen escapatoria alguna, sin mover un solo soldado para tratar de
salvarlos. Morirán de hambre o morirán de bala, si la batalla se
prolonga. Sacrificar a esos hombres en una batalla perdida, en
aras de una causa innoble, es un crimen que un hombre de sentimientos no
puede cometer. En esta situación le ofrezco una rendición decorosa y
digna. Todos sus hombres serán tratados con el mayor respeto y consideración. Los
oficiales podrán conservar sus armas. Acéptelas, que no se rendirá usted
a un enemigo de la patria, sino a un revolucionario sincero,
a un combatiente que lucha por el bien de todos los cubanos, hasta de los mismos soldados que nos combaten, a un compañero de las aulas
universitarias, que desea para Cuba lo mismo que para Ud. También se leyó esa noche la carta dirigida por uno de
nuestros médicos, el doctor René Vallejo, a su colega de la fuerza
cercada, doctor Charles Wolf, quien había sido, igualmente, su compañero
de estudios de Medicina en la Universidad de La Habana: He sabido que eres el oficial médico de esa tropa que
está sitiada y sin esperanza de salvación. Todos los soldados que han tratado de salir
han sido capturados por nosotros. Como médico y persona decente que me
consta tú eres y por la obligación en que estamos por nuestra profesión
de salvar vidas humanas, te exhorto para que aconsejes a tus
compañeros que se rindan. Te doy mi palabra de honor que todos serán respetados y tratados
como seres humanos. No vaciles en hacerlo en la seguridad de que estarás
cumpliendo un sagrado deber para con la patria y tus compañeros. Junto a estas dos comunicaciones se dio lectura, además,
a otros mensajes, y hablaron algunos de los prisioneros, quienes
confirmaron el trato humano recibido hasta ese momento y lo inútil de
prolongar la resistencia ante la imposibilidad de romper el cerco
tendido por nosotros. Cito completo, a continuación, el texto del
mensaje redactado por mí y dirigido a los soldados, en que exponíamos en
detalle las condiciones para la rendición de la tropa sitiada: El ejército rebelde, seguro de que toda resistencia es
inútil y solo conduciría a mayores derramamientos de sangre con esta batalla que dura ya 5 días, y por tratarse de una
lucha entre cubanos, os ofrece las siguientes condiciones de rendición. 1. Solamente se ocuparán las armas. Todas las demás
pertenencias personales, serán respetadas. 2. Los heridos serán entregados a la Cruz Roja como se está haciendo con los soldados prisioneros heridos de la batalla de Santo Domingo. 3. Los prisioneros todos, soldados, clases y oficiales
serán puestos en libertad en un plazo no mayor de 15 días. 4. Los heridos, hasta que sean recogidos por la Cruz Roja, serán atendidos en nuestros hospitales por médicos y cirujanos capacitados. 5. Todos los miembros de esa tropa sitiada recibirán
cigarros, alimentos y todo lo que necesiten de inmediato. 6. Ningún prisionero será interrogado, maltratado o
humillado de palabra o de obra, y recibirán el trato generoso y humano
que han recibido siempre de nosotros los soldados prisioneros. 7. Enviaremos noticias inmediatas por radio a las
esposas, madres, padres y familiares de cada uno de ustedes, que en
estos momentos lloran desesperados, por tener noticias ni saber la suerte que pueden correr. 8. Si se aceptan estas condiciones, envíen un hombre con
bandera blanca y diciendo en voz alta: Parlamento, Parlamento. En el mismo sentido de exhortar a los guardias sitiados
a la rendición, pero en un tono algo diferente, se leyó, también, el
siguiente mensaje dirigido a los soldados de fila: Soldado: Si tus jefes te obligan a sacrificarte en una
batalla que está perdida y sin la menor esperanza de salvación para
ninguno de ustedes, ríndete a discreción. Puedes avanzar de día con los
brazos en alto y el arma a la espalda, en cualquier dirección que camines te
encontrarás con nuestras fuerzas. Si es de noche, avanza solo hacia estos altoparlantes diciendo en voz alta: no disparen, soy soldado y acepto deponer las armas. Consecuentemente con estas exhortaciones, anunciamos por
los altoparlantes, en la mañana del día 16, que a las 12:00 meridiano
suspenderíamos el fuego desde todas nuestras posiciones durante un lapso
de tres horas, a partir de las cuales, si no se habían rendido ni había
indicios de que fuera esa la intención, se reanudaría el combate. Di las
instrucciones pertinentes a todos nuestros grupos en los distintos
sectores del cerco, incluida la prohibición terminante de disparar sobre
ningún soldado enemigo que saliera de las trincheras y quedara al
descubierto durante esas tres horas. Así ocurrió, en efecto, y los guardias aprovecharon la
tregua para estirar los músculos, coger un poco de sol, limpiar sus
trincheras, conversar con sus compañeros y pasear por el campamento, sin
que ocurriese ningún incidente. Tengo entendido que, incluso, hubo
contactos personales con algunos de nuestros hombres que ocupaban
posiciones más próximas. Esta tregua siguió a una mañana en la que la aviación
enemiga arremetió con mucha fuerza. De nuevo fueron utilizadas contra
nuestras posiciones bombas de 500 libras, napalm, cohetes y abundante
fuego de ametralladoras, que convertían todos los alrededores en un
verdadero infierno. Pero una vez más la aviación demostraría su
ineficacia en la montaña cuando actuaba contra fuerzas guerrilleras
incorporadas al monte y provistas de trincheras y refugios competentes.
A estas alturas de la guerra, ya la inmensa mayoría de nuestros
combatientes había aprendido la lección y perdido el miedo a los aviones
y a sus descargas aparentemente mortíferas. Entonces comenzamos a aplicar el ya referido engaño a la
aviación enemiga mediante el empleo del equipo de comunicación de que
disponíamos, que en manos de Curuneaux se convertía en un efectivo
instrumento de desinformación, a partir de la probabilidad de que el
equipo del jefe del batallón cercado estuviese roto o carente de
alimentación. La idea era interferir la comunicación entre este y los
aparatos de observación para indicarles que concentraran su ataque
precisamente en las posiciones de los guardias. Yo le había dado las
instrucciones pertinentes a Curuneaux desde la noche anterior, y en
realidad, el truco funcionó en alguna medida, pues algunos de los
aviones descargaron sus bombas dentro o muy cerca del perímetro del
campamento enemigo. Pero no parece que esta maniobra haya surtido
efectos concretos, sino más bien psicológicos. Cuando nos convencimos de que los guardias no tenían aún
intención de acogerse a nuestras condiciones de rendición, di la orden a
través de los altoparlantes de reanudar el fuego una hora después de
vencido el plazo, es decir, a las 4:00 de la tarde. Este desenlace
estaba previsto. Era muy improbable que, por muy desmoralizada que
estuviese esa tropa, un jefe tan tenaz como Quevedo fuera a rendirse a
la primera oportunidad. Como le había escrito en uno de mis numerosos
mensajes al Che, en este caso en la madrugada del 16 de julio, casi 12
horas antes de la tregua: No me hago ilusiones. Hay [que] apretarlos más todavía
pero ya están en condiciones muy desventajosas. Mandé preparar
posiciones por el único lado que les queda fuera del alcance de nuestro
fuego. Se les han acabado los víveres hace días. No tienen ya ni un grano de sal siquiera. Están virtualmente
muertos de hambre. Hasta ese momento, el hostigamiento contra el campamento
enemigo había sido mantenido básicamente por el fuego esporádico de las
dos ametralladoras —la calibre 50 de Curuneaux y la calibre 30 de
Acevedo— y de unos 25 fusiles repartidos entre las posiciones de la
falda de Cahuara y las escuadras de Ignacio Pérez y El Vaquerito. Para
poder apretar más el cerco había, en primer lugar, que permitir un
volumen un poco mayor de fuego desde esas mismas posiciones y, en
segundo lugar, ocupar posiciones aún vacías. Para una de estas —en la
ladera del firme de Manacas que miraba sobre el campamento enemigo desde
el Este, al otro lado del río La Plata—, le pedí a Almeida y a Ramiro
que mandaran algún personal de sus reservas. Pero la medida más
importante en el estrechamiento del cerco hasta sus últimas
consecuencias ya había sido tomada por mí antes de redactar el mensaje
al Che. Esa misma madrugada ordené a Guillermo que abandonara su
emboscada aguas abajo en el río —ya sin significación militar alguna
desde el momento en que el mando de la tropa sitiada no estaba en
condiciones de intentar una nueva salida hacia la playa—, y que cerrara
el cerco desde el Sur colocándose encima del enemigo en las faldas que
dominaban directamente sus posiciones del otro lado del río La Plata. De
esta forma, el objetivo de impedir a los guardias llegar siquiera al
agua se cumplía en su totalidad, con lo que el cerco adquiría el
carácter de un estrangulamiento inexorable. Ahora solo cabía esperar.
Como le escribí también al Che en el mensaje antes citado: "[...] creo
que si logramos impedir la llegada de refuerzos en 48 horas, se rinden
irremisiblemente". Tocaba al fin el momento del combate contra el
refuerzo. |