La retaguardia rebelde (Capítulo 15)
Resulta obligado dedicar, en este recuento de la gran
ofensiva enemiga, un capítulo al funcionamiento del dispositivo de
retaguardia de nuestra acción militar, pues su actividad fue, sin duda
alguna, una de las razones de nuestra victoria.
Ya dije antes que en la labor de retaguardia fue
decisivo el papel desempeñado por Celia. Gracias a ella y a sus
colaboradores, yo pude despreocuparme muchas veces de esos miles de
detalles que coadyuvaban al mejor desempeño de nuestras unidades en el
plano militar, y concentrar mi atención en los aspectos estratégicos y
tácticos de la operación. Un problema esencial que debía resolver nuestro aparato
de retaguardia, quizás el más importante, era el de garantizar los
suministros necesarios para apoyar, tanto la acción militar —armas,
balas y otros pertrechos de guerra—, como los alimentos y otros bienes
—ropa, calzado y equipos. En el caso de las armas, no era tanta mi preocupación.
La vida y la experiencia de la lucha en la Sierra habían demostrado, y
lo hacían todavía de manera más clara durante la ofensiva, que el
principal suministrador de armas de todo tipo era el enemigo, al que se
las arrancábamos en combate. Después de las acciones de la primera Batalla de Santo
Domingo, incrementamos de manera considerable nuestro arsenal, de nuevo
aumentado sustancialmente tras la victoria en Jigüe y en las acciones
finales de nuestra contraofensiva. No era, por tanto, la obtención de
armas un asunto de prioridad para nuestra retaguardia. No obstante, como nunca estaba de más cualquier ayuda en
ese sentido, no dejé de insistir a nuestras organizaciones en el
exterior para que continuaran los esfuerzos por conseguir armas y
pertrechos. Pensando en recepcionar las que nos llegaran por esa vía,
habíamos habilitado la pista aérea llamada Alfa en el río La Plata.
Incluso, llegué a advertirles que, en el caso de que Alfa fuese tomada
por el Ejército de la tiranía, siempre cabía la posibilidad de continuar
los envíos de armas por paracaídas sobre algún punto de la montaña no
dominado por el enemigo. La realidad, sin embargo, fue que durante toda
la ofensiva no recibimos ningún otro envío de armas del exterior. Fue
suficiente con las que conquistamos en combate. En sentido general, tampoco era de gran preocupación
obtener balas, pues también nuestro suministrador principal era el
enemigo. Sin embargo, para mí, sí era fundamental la cuestión del ahorro
de esas balas. A lo largo de estas páginas hemos visto la importancia
que yo concedía al tema del ahorro del parque, y la gran irritación que
me producía el gasto excesivo e inútil de balas que, en ocasiones,
realizaban algunos combatientes. El 5 de junio, por ejemplo, le escribí a Celia: Creo que los planes de defensa han sido adelantados
bastante. El problema que me preocupa mayormente hoy por hoy es que la
gente no acabe de darse cuenta [de] y que en un plan de resistencia
continua y escalonada, no se puede tirar en dos horas las balas que deben durar un mes. Lo único que me queda
por hacer es guardar bien las que me quedan y no dar una bala más a
nadie, hasta que no sea ya cuestión de vida o muerte porque realmente no
le quede a nadie una bala. ¿Recuerdas el día que íbamos a ver a Horacio [Rodríguez] el segundo día de
combate en las Mercedes, que escuchamos fuego de fusiles? Pues bien: en
esos 15 minutos solamente, Raúl Castro [Mercader] tiró 80 balas con su
fusil. Yo no me canso de insistir en ese problema que es
realmente nuestro talón de Aquiles. A tal punto llegaba mi obsesiva atención al asunto, que
determiné crear en La Plata una reserva central de balas manejada
personalmente por mí. Una de las funciones que cumplió Ramiro durante
buena parte de la ofensiva fue la de ser el administrador de esta
reserva, con instrucciones expresas de no entregar nada sin mi
autorización. Esta tacañería mía no era comprendida por todos los jefes
subalternos, pero muchos otros, como el Che, estaban conscientes de que
esta extrema austeridad en el caso del uso del parque era una política
necesaria. En estas páginas he citado la preocupación que al
respecto manifestaba, por ejemplo, Braulio Curuneaux, quien con
frecuencia me daba parte de la cantidad exacta de balas utilizadas en un
combate y, con mucha precisión, de las que le quedaban. Y eso que
Curuneaux, magnífico combatiente y maestro en el uso racional y efectivo
de la ametralladora calibre 50 —nuestra única "artillería" hasta que no
conseguimos morteros y bazucas— en muy contadas ocasiones no fue ejemplo
de ahorro estricto del parque de su arma. Donde debía lucirse nuestra retaguardia era en
garantizar otros suministros, sobre todo, alimentarios. Ya dije que, en previsión de la ofensiva, creamos en el
barrio de Jiménez, cerca de La Plata, en la finca del colaborador
Radamés Charruf, una fábrica de carne salada. La tasajera de Jiménez,
bajo la dirección del combatiente Gello Argelís, funcionó durante toda
la ofensiva, incluso cuando la penetración desde el Sur, del Batallón
18, condujo al enemigo muy cerca de Jiménez. Mediante una constante
selección y transportación de ganado bajo los bombardeos y la metralla
de la aviación enemiga, la producción y el suministro de carne salada a
nuestras fuerzas en las primeras líneas de combate nunca faltó. Otro tanto puede decirse de la producción de queso,
organizada por Celia en diversos puntos del territorio, y su
distribución entre nuestros combatientes. Un ejemplo de la flamante
producción láctea queda de manifiesto en este mensaje que le cursó Celia
el 12 de julio, desde el alto de Cahuara, a Ramón Paz, quien en ese
momento estaba posicionado en Purialón, en espera de la llegada de los
refuerzos que debían ir a socorrer a la tropa enemiga sitiada desde el
día anterior en Jigüe: Ahí le manda el Comandante ese queso y cigarros para
usted y Orestes [Guerra]. Aunque sabemos que se abastecen por allá y
malamente, igual aquí, pero así la vamos pasando. Queremos que
participen del primer queso de la quesería nuestra. También de los días de la Batalla de Jigüe, e igualmente
referido a la leche, es este otro ilustrativo mensaje de Celia a
Curuneaux, quien en ese momento estaba en la primera línea de combate
del cerco a la tropa sitiada en ese lugar: A usted y al guardia herido les mandé leche, para usted
dos [latas]. [...] Aquí me quedan tres latas que las he guardado, una
suya mañana y dos de los heridos; esto para asegurar porque yo mandé a
buscar y me debe llegar leche esta tarde, entonces mañana le mandaría más. Pero si no llega le tengo aunque
sea una separada. Gracias a la administración de Celia y a su manejo
riguroso y organizado de los suministros, nuestros escasísimos recursos
fueron distribuidos de acuerdo con las prioridades de cada momento. Y ya que he mencionado las latas de leche condensada,
debo decir que dentro de nuestros limitados abastecimientos alimentarios
este era uno de los artículos que recibían un tratamiento especial. La
leche condensada, por su valor energético y su gusto tan apreciado, era
para nosotros un producto de lujo, y su distribución estaba sujeta a mis
indicaciones personales. Un ejemplo: en previsión de la dura caminata
que tendrían que realizar los hombres de Lalo Sardiñas desde los
alrededores de Santo Domingo —cuando le ordené a Lalo trasladarse sin
pérdida de tiempo a Meriño para completar el cerco a la tropa que había
penetrado en ese lugar—, le envié a Celia la indicación expresa de que
entregara a cada uno de los hombres del pelotón de Lalo dos latas de
leche condensada. Sin esta indicación personal mía, cero leche
condensada para los abnegados combatientes del pelotón de Lalo. Otro producto estratégico que nuestra retaguardia debía
asegurar era la sal. La necesitábamos, no solo para el consumo normal de
nuestras tropas, sino también para el funcionamiento de la tasajera e,
incluso, para la actividad de una fabriquita de cuero que también
llegamos a instalar. Como se recordará, en previsión a la ofensiva,
Celia había organizado una producción suficiente de sal en varios puntos
de la costa. Algunas de estas salinas artesanales, cercanas a las
desembocaduras de los ríos La Plata y Palma Mocha, tuvieron que ser
abandonadas tras el desembarco del Batallón 18 en esa zona, pero otras,
como las de Ocujal, La Magdalena, El Macho y El Macío, se mantuvieron
funcionando durante toda la ofensiva, y cubrieron nuestras necesidades
básicas. Fue otra proeza de la retaguardia. Sin embargo, no siempre las cosas funcionaron como
deseábamos. La movilidad requerida para poder atender cabalmente el
desarrollo de las operaciones o dirigirlas, como en el caso de la
Batalla de Jigüe, supuso para nosotros, desde el punto de vista de las
condiciones materiales que rodeaban al dispositivo de la Comandancia
rebelde, el regreso, en ocasiones, a situaciones características de los
primeros meses de la guerra. Nunca fue esto más evidente que durante los
11 días que permanecí en el alto de Cahuara, conduciendo la operación de
Jigüe. Allí hubo que improvisar un puesto de mando más o menos
permanente dentro del monte; crear condiciones mínimas para el
funcionamiento de la Comandancia y para el abastecimiento de su cocina y
del personal que participaba en el cerco del Batallón 18. Una muestra de
los pequeños y grandes problemas cotidianos durante esos días la ofrece
Celia en este mensaje que envió desde Cahuara a Delsa Puebla, Teté
para nosotros, en Mompié, el primer día de la Batalla de Jigüe: Llama por teléfono a Camilo [a La Plata] y dile que me
mande una de las cajas de tabacos que hay allí de Fidel, que trate de
ver a Gello [Argelís] que viene para acá para que la traiga. Aquí no
tiene tabacos Fidel ni el Ché. Al Ché lo llamas [a Minas de Frío] y dile que Fidel solo se quedó con un tabaco
y dos le mandé a él, que mando a buscar a Camilo y cuando me lleguen yo
le mandaré. En ese mismo mensaje, Celia se refiere también a otros
problemas más serios que este de los tabacos: [¼ ] anoche nos mojamos todos
y la mercancía y las balas también. Estamos acampados en el monte y
llueve desde la tarde hasta la salida de la luna. Pedí los nylon y los
zapatos desde el día antes de salir de la Mina; cuéntale a Camilo la
necesidad que tenemos para que se apure y los mande. Hemos
pasado dos días sin comer, por aquí no teníamos nada; recordando tiempos que no han pasado, se alejan pero vuelven. He
cogido el gran catarro. Esa noche el agua le cayó encima a la Comandancia. Una de las consecuencias del estricto bloqueo impuesto a
la Sierra Maestra por el enemigo, como parte de su ofensiva, fue el
hecho de que dejamos de recibir las contribuciones monetarias que nos
enviaban desde el llano, recopiladas a partir de donaciones de
hacendados, empresarios, comerciantes u otras fuentes, así como de los
propios militantes clandestinos del Movimiento. Era este dinero el que
se utilizaba para pagar escrupulosamente toda la mercancía que se
adquiría de los campesinos, sobre todo, viandas y otros productos
alimenticios. Sin embargo, a pesar de las entregas gratuitas espontáneas
que realizaron muchos de los pobladores del teatro de operaciones,
pronto encontramos algunas alternativas para suplir esa carencia de
dinero. Un ejemplo de ello queda de manifiesto en este mensaje que me
envió Ramiro el 28 de mayo desde la Columna 4: He autorizado a un hombre responsable y serio para
hablar con los caficultores de una extensa zona para recabar fondos. El
ejército amenaza por esa zona y es propicio el momento para la gestión,
pues ellos esperan protección. Le he dado instrucciones al enviado para que los caficultores no vayan a
pensar que sus aportes económicos sean un canje con nuestra protección.
Si tienes algún plan para la próxima cosecha de café házmelo saber para
ponerlo en práctica. Ya recibí la contesta a una de mis gestiones: $2.000 de crédito en un almacén de Bayamo; ya salió el primer envío de mercancías para ésta. Factor de gran importancia, y muchas veces determinante
de nuestro desempeño exitoso en las acciones emprendidas por las fuerzas
rebeldes durante la ofensiva, fue el papel de los mensajeros rebeldes. A
lo largo de estas páginas hemos visto y seguiremos viendo numerosas
ocasiones en que fue posible tomar a tiempo decisiones cruciales para
garantizar el éxito de una operación determinada, gracias a la celeridad
y eficiencia con que nuestros mensajeros trasmitían las órdenes o
indicaciones pertinentes, o me hacían llegar las informaciones enviadas
por los jefes en los frentes de combate. Ya expliqué en el capítulo referido a los preparativos
para la defensa de nuestro territorio que, en previsión de la ofensiva,
habíamos logrado establecer comunicación telefónica entre La Plata, la
tiendecita de la Maestra y Mompié; que ya durante plena ofensiva pudo
extenderse hasta Minas de Frío, gracias al bravo esfuerzo del grupo
encargado de ello. Ese era todo el alcance de nuestra red telefónica, la
cual, a pesar de su limitación, fue muy útil en varias ocasiones. En
cambio, el enemigo tenía a su disposición todos los medios de
comunicación inalámbrica existentes en aquel momento, sobre todo,
equipos de microonda, lo cual le aseguraba una comunicación inmediata
entre sus diferentes unidades, y entre estas y el puesto de mando de
Bayamo o los puestos avanzados en Estrada Palma, Cerro Pelado,
Cienaguilla y otros puntos. Nosotros, sin embargo, teníamos que depender
de la habilidad, la astucia y la resistencia física de nuestros
mensajeros, capaces de recorrer largas distancias en las montañas, casi
siempre a pie, en un tiempo asombrosamente corto. Muchas veces los mensajes eran llevados por algún
combatiente escogido por el jefe de una de nuestras escuadras o
pelotones, con estas características que acabo de mencionar. Pero por lo
general, en el caso de los mensajes que yo enviaba desde donde tuviera
instalado en un momento determinado mi puesto de mando transitorio o
sencillamente desde donde me encontrara en esa ocasión, nuestro
intercambio de mensajes era realizado por un grupo selecto de
combatientes cuya función era la de actuar como mensajeros. De todos
ellos, quizás el más confiable por su rapidez y responsabilidad fue el
ocurrente Juan Pescao, ya mencionado en estas páginas. Otros nombres que
no puedo dejar de registrar son los de Edilberto González Rojas y
Eliécer Tejeda Peña, ambos subordinados a Remigio Álvarez Figueredo,
quien fungía como jefe de este pequeño grupo de mensajeros al servicio
de la Comandancia. Con ellos y con otros, nuestro Ejército Rebelde tiene
una enorme deuda de gratitud. Quizás muchos no hayan disparado jamás un
solo tiro ni hayan estado presentes en algún combate, pero todos se
merecen con creces el reconocimiento de su condición de combatientes,
pues también contribuyeron decisivamente a nuestra victoria. No debe olvidarse tampoco la labor desarrollada por
nuestros arrieros, responsables de trasladar con sus mulos todo tipo de
suministros, incluidos, en ocasiones, armas, municiones y otros
pertrechos de guerra. Era un trabajo de gran responsabilidad y plagado
de peligros, pues en cualquier momento estas arrias, generalmente
acompañadas por arrieros desarmados, podían caer en una emboscada
enemiga o ser blanco de un ataque aéreo. Recuerdo ahora el nombre de
Eduardo Rodríguez Vargas, Pipe, arriero de confianza de Celia,
quien por su íntimo conocimiento de todos los rincones de la montaña
prestó después del triunfo de la Revolución, durante muchos años, un
inapreciable servicio como práctico del equipo de investigadores
históricos que con su trabajo minucioso contribuyeron a reconstruir la
historia de la Sierra, y en los que me he apoyado para la redacción de
estas páginas. Mención especial en este recuento merecen los médicos
rebeldes. En condiciones sumamente precarias, a veces sin los recursos
mínimos necesarios, realizaron verdaderas proezas. Los heridos, tanto
los rebeldes como los guardias enemigos capturados tras un combate, y
también niños y otros pobladores de la montaña, deben sus vidas, en
muchas ocasiones, al empeño abnegado y eficiente de los médicos que
prestaban servicios en nuestras filas. Doctores como René Vallejo, Manuel Piti Fajardo, Julio
Martínez Páez, Bernabé Ordaz, Vicente de la O, Sergio del Valle, Fabio
Vázquez, Raúl Trillo y el dentista Luis Borges Alducín, entre otros, no
pueden dejar de ser mencionados en estas páginas. Varios de ellos, como
Vallejo, Piti Fajardo y De la O, realizaron, en varias oportunidades,
funciones de apoyo a nuestra acción, ajenas a su profesión médica. Dentro del teatro de operaciones de la ofensiva en el
Primer Frente funcionaban solamente dos instalaciones que pudieran ser
consideradas como hospitales sedentarios de campaña: el de Pozo Azul,
atendido por el doctor Vallejo, que en un momento determinado fue
preciso mudar a la zona de Limones ante la amenaza de que fuese ocupado
por una tropa enemiga que llegó hasta Aguacate, a unos cinco kilómetros
de distancia; y el de La Plata, establecido primero en Camaroncito, al
cuidado del doctor Martínez Páez, junto al río La Plata, que debió
cambiarse de lugar después que una crecida del río lo afectó
severamente, entonces fue ubicado en Rincón Caliente, a media distancia
entre la Comandancia y el barrio de Jiménez. A partir del mes de junio,
este hospitalito fue trasladado a la propia Comandancia, donde funcionó
durante la ofensiva, en instalaciones provisionales, y en el que
prestaron servicios, entre otros, aparte de Martínez Páez, los doctores
Ordaz, Fajardo, De la O y Trillo. En la Comandancia de La Plata se
conserva todavía el hermoso hospital construido después de la ofensiva
como instalación permanente, y el rústico vara en tierra que sirvió como
gabinete dental del doctor Borges Alduncín. Salvo estos hospitales, la
labor de nuestros médicos se realizó principalmente en el mismo campo de
batalla. Dentro de la actividad de retaguardia, mención aparte
merecen también las mujeres. En esta época no había surgido aún la idea
de la creación de un pelotón femenino, que cuajó en el mes de
septiembre, después de la ofensiva, al constituirse por iniciativa mía,
en contra de la opinión de algunos, el Pelotón Mariana Grajales. Las
mujeres presentes en nuestras filas durante la ofensiva, muchas de las
cuales integraron más tarde el pelotón de las Marianas, desempeñaron en
esta época funciones de apoyo de todo tipo, como asistentes de los
médicos, mensajeras, cocineras, ayudantes en tareas de suministro,
reparadoras de uniformes y calzado, centinelas; en fin, prestaron
valiosísimos y variados servicios. Ejemplar fue la labor de asistente de Celia realizada
por Teté Puebla, quien, además, como veremos en su momento, desempeñó
con eficacia la delicada misión de ser la emisaria enviada por el Che al
campamento enemigo en las Vegas de Jibacoa para negociar los detalles de
la entrega de prisioneros y heridos enemigos, efectuada el 23 de julio,
aún en plena batalla contra la ofensiva. Otras mujeres destacadas en esta etapa fueron Rita
García y Eva Palma, sobrevivientes milagrosas del morterazo que mató a
Geonel Rodríguez; Orosia Soto y Juana Peña, ayudantes de los médicos;
Olga Guevara, Angelina Antolín y Ada Bella Pompa. Papel decisivo, como parte de nuestra retaguardia
durante la ofensiva, correspondió a Radio Rebelde. La emisora que, como
se recordará, fue trasladada a finales de abril desde Pata de la Mesa,
en la zona del Che, hacia La Plata, funcionó durante los 74 días de
combate como vehículo de información a otros frentes rebeldes, a los
combatientes de la clandestinidad en el llano y a todo el pueblo, de lo
que estaba ocurriendo día a día en las montañas de la Sierra. Casi a diario, Radio Rebelde trasmitía un parte de
guerra, muchas veces redactado por mí, acerca del desarrollo y los
resultados de las acciones combativas. Por esta vía sus oyentes, dentro
y fuera de Cuba, recibían una información absolutamente veraz de lo que
ocurría, y podían hacer caso omiso de las falsedades, exageraciones,
omisiones y desinformaciones divulgadas por los medios de propaganda del
Ejército enemigo. En esta labor de Radio Rebelde participaron, de manera
decisiva: Luis Orlando Rodríguez, director titular de la emisora; el
técnico principal Eduardo Fernández, asistido por Orlando Payret, Luis
González y Otto Suárez, quienes fueron capaces de mantener la emisora
funcionando con regularidad a pesar de todas las dificultades; la
asistente Alicia Santacoloma, mecanógrafa y editora; los locutores Jorge
Enrique Mendoza, Orestes Valera, Ricardo Martínez y Violeta Casals,
quienes con sus voces llegaron a convertirse en exponentes emblemáticos
de la lucha rebelde. A propósito de los locutores, entre los papeles se
conserva esta nota mía a Orestes Valera, que incluyo en estas páginas
para mostrar la atención minuciosa con que yo seguía la labor de Radio
Rebelde, precisamente por la importancia que le concedía, a pesar de que
ya teníamos un futuro traidor, Carlos Franqui, que después de desertar
del Partido Comunista —entonces PSP— fue erróneamente captado por el
Movimiento 26 de Julio, y resultó ser, en realidad, un tránsfuga y
ambicioso que trataba de sembrar la cizaña del anticomunismo en nuestra
filas: Orestes: Vas adquiriendo un tono y un énfasis por radio
parecido a los locutores de Díaz Balart [Rafael Díaz Balart, principal
vocero del régimen batistiano]. No te vayas a ofender por eso. Solo
quiero que trates de superarlo. Tú sabes que la de clamación es un arte. Tú tienes voz sonora y dicción buena, pero das énfasis de gente fascinerosa a las frases. Ricardo [Martínez] le da un énfasis más amable aunque menos enérgico. Me luce que lo
perfecto para nuestras trasmisiones es el tono amable y el énfasis enérgico. ¿Podremos conseguirlo? Ayer me gustó más la
lectura de Ricardo. ¡Esfuérzate! Cuando hay condiciones todo es cuestión de
voluntad. Otra función crucial de Radio Rebelde fue la de servir
de enlace con el exterior, especialmente con los núcleos del exilio
revolucionario en los Estados Unidos, Venezuela y otros países
americanos. Por esta vía conocíamos, entre otras informaciones de
importancia, sobre la próxima llegada de algún cargamento de armas y
pertrechos, como el que arribó en el avión que aterrizó el 10 de mayo en
nuestra improvisada pista aérea del río La Plata, en la desembocadura
del arroyo de Manacas, a la que habíamos bautizado con el nombre en
clave de Alfa. Ya desde el día anterior yo tenía la sospecha de que
estaba próximo a llegar un avión, pues me habían mandado a preguntar a
través de Radio Rebelde si Alfa estaba lista, y yo había contestado
afirmativamente. En los primeros días de la ofensiva enemiga tuvimos
problemas con la comunicación mediante clave por Radio Rebelde. Ocurrió
lo que yo siempre había temido y sobre lo que había advertido en varias
ocasiones, y es que a la hora de descifrar algunos mensajes no contamos
con la clave adecuada. Nos pasó con un mensaje importante que debía
descodificarse mediante dos libros y una pluma que llegarían de Santiago
de Cuba. Nadie me pudo dar una explicación del paradero de los libros, y
tuve que contestar que el mensaje era imposible de descifrar por falta
de los elementos necesarios. Otro mensaje llegado de Miami, cifrado en
una clave numérica que dominaba el Che, tuve que enviárselo a Minas de
Frío para que él lo hiciera y pedirle que mandara a alguien de regreso a
explicarme el funcionamiento de esa clave. Pero, salvo estos tropiezos ocasionales, la comunicación
con el exterior funcionó bastante bien durante la ofensiva, gracias a
Radio Rebelde y a su dedicado personal. Un buen ejemplo de ello fue la entrevista de más de una
hora de duración que concedí a principios de julio a un grupo de
periodistas venezolanos. Recuérdese que el pueblo de Venezuela acababa
de librarse de la brutal dictadura de Marcos Pérez Jiménez. De esta
larga entrevista me parece oportuno citar el siguiente fragmento: Los venezolanos y los cubanos nos comprendemos bien, porque ambos conocemos el dolor de la
opresión y el precio de la libertad. Después del cubano el pueblo que
más me emociona en estos instantes es el de Venezuela. La profunda admiración que sentí hacia ese país, donde
nació el más grande hombre de este Continente, se acrecentó con el
extraordinario ejemplo de civismo que acaba de dar al mundo, cuando
muchos creían lejano el día de su hermoso despertar. A la admiración se une la gratitud por la hospitalidad
que allí encuentran los perseguidos políticos cubanos, la atención que
reciben en la prensa ya libre de Venezuela, las noticias que no puede publicar la prensa amordazada de Cuba y el dolor conque ese
pueblo hermano siente como si fueran propios los sufrimientos nuestros.
Y a la gratitud se une la esperanza: la esperanza de que
Venezuela siga adelante por el camino que se ha trazado, y la esperanza
de que nos ayude con el mismo espíritu conque Bolívar ayudó a otros
pueblos oprimidos, para buscar en la unión de las naciones libres de América Latina, la solidaridad y la
fuerza que nos preservasen de los graves peligros de la debilidad, la
desunión, la tiranía y el coloniaje. En esa misma entrevista, por cierto, dije lo siguiente
con relación al intento de huelga del 9 de abril de ese año: La movilización del pueblo para la huelga tiene una
técnica propia a la cual hay que ajustarse, y que está reñida con el
secreto, el rigor y la sorpresa que exigen las acciones armadas.
Mientras el éxito de una acción armada puede depender de muchos factores imponderables, la movilización del pueblo, cuando hay conciencia revolucionaria, llevada a
cabo con métodos correctos es infalible y no depende de eventualidades.
El paro general tenía extraordinario ambiente pero el Comité de Huelga cometió el error
fundamental de supeditar la movilización de las masas a la acción
sorpresiva de milicias armadas. A la seguridad de estas acciones de
carácter sorpresivo se sacrificó la movilización del pueblo. [¼
] La huelga es el arma más formidable del pueblo en la
lucha revolucionaria y la lucha armada debe supeditarse a ella. No se
puede llevar al pueblo a una batalla, como no se puede llevar a un
Ejército si no se le moviliza adecuadamente para el instante de la acción. Y eso ocurrió el 9 de abril. [¼
] El error no volverá a repetirse. A la huelga general no hemos renunciado como arma
decisiva de lucha contra la tiranía. Uno de los entrevistadores venezolanos me preguntó,
refiriéndose a la ofensiva enemiga en pleno desarrollo, si "ante el
brusco giro de los acontecimientos ¿es cierto que pensó abandonar la
Sierra Maestra?". He aquí mi respuesta: El Ejército Rebelde no abandonará jamás sus posiciones
de la Sierra Maestra como no sea para avanzar sobre el resto del
territorio nacional. La muerte o la victoria es la única alternativa que
aceptamos. Sin libertad y sin patria ninguno de nosotros quiere la vida. La idea de abandonar la Sierra
Maestra no llegó a tentarme siquiera cuando me vi con tres hombres y dos fusiles. En ese espíritu se ha forjado la conciencia de nuestros combatientes. Hemos aprendido a luchar
contra lo imposible. Aquí caerá gloriosamente si es necesario desde el
primero hasta el último rebelde. La patria no se abandona para salvar la
vida. Un ejemplo vale siempre más que un hombre. Muchos otros temas de interés abordaron con apetito
insaciable los entrevistadores venezolanos, entre ellos, el crucial tema
de la unidad y los planes de un futuro gobierno revolucionario, pero no
quiero alargar excesivamente este capítulo dedicado al papel de la
retaguardia rebelde durante la ofensiva. Solo me queda apuntar, por último, que también en plena
ofensiva comenzaron a sentarse las bases del aparato administrativo que,
al cabo, a partir del mes de septiembre, quedó constituido en la
Comandancia de La Plata con el nombre de Administración Civil del
Territorio Libre (ACTL), al frente de la cual estuvo Faustino Pérez
hasta el final de la guerra. Esta administración se dedicó al necesario
manejo de la vida económica y social de la montaña rebelde, vasto
territorio definitivamente liberado, cuya población carecía casi en lo
absoluto de todo, y llegó a estar integrada por ocho departamentos
encargados, de asuntos agrarios y campesinos, educación, salubridad y
asistencia social, justicia, promoción, industrias, obras públicas,
suministros y finanzas. Aspectos relevantes de su labor fueron la
asistencia médica, la escolarización, la alfabetización, el desarrollo
de infraestructuras para producir alimentos y la creación de no menos de
35 cooperativas campesinas. Al igual que las instituciones creadas por Raúl en el
Segundo Frente, la organización civil desarrollada en la Sierra Maestra
en los meses finales de la guerra elevó a un plano superior las
relaciones existentes, desde el inicio de la lucha en la montaña, entre
el Ejército Rebelde y los campesinos, y constituyó la semilla del nuevo
Estado que surgiría tras el triunfo revolucionario, fiel al espíritu
democrático y popular de la Revolución. |