Quevedo en Jigüe (Capítulo 11)
La llegada de esta tropa a Jigüe y su establecimiento en
ese lugar nos permitía preparar las condiciones para ejecutar el plan
que ya habíamos empezado a elaborar. De lo que se trataba era de
encerrar a la fuerza enemiga en un cerco del que no pudiera escapar,
mantenerla inmovilizada hasta lograr su rendición, detener y, si fuese
posible, destruir los refuerzos que se enviasen en su auxilio. Para
ello, el teatro de operaciones en Jigüe y en el curso inferior del río
La Plata reunía condiciones topográficas ideales. El campamento enemigo,
metido en el centro del sector meridional del territorio controlado por
nosotros, estaba rodeado por todas partes de firmes y altos que podían
ser ocupados con facilidad, por nuestro personal, y desde los cuales
podía mantenerse, con una cantidad relativamente pequeña de
combatientes, la presión, el bloqueo de suministros y el hostigamiento
necesarios para sostener un cerco efectivo. La única vía que tendría el
enemigo para reforzar a la tropa sitiada era la del río, por el camino
que subía desde la playa, y a lo largo del cual existían decenas de
lugares en los que se podían crear emboscadas eficaces contra cualquier
refuerzo. En este caso funcionaba nuestro conocimiento íntimo del
terreno, una de las prioridades del guerrillero y una de las cuestiones
a las que prestamos mayor atención desde el inicio de la lucha en la
Sierra Maestra. Ese conocimiento era lo que nos había dado pie para
concebir el plan de acción, y era, además, lo que nos permitía llegar a
la convicción de que el lugar que más se prestaba para el combate contra
los refuerzos, por sus características topográficas y por su distancia
relativa, tanto de la costa como de la tropa que sería sitiada, era
Purialón. El 28 de junio, apenas día y medio después de la llegada
del Batallón 18 a Jigüe, orienté a Paz las primeras órdenes
preparatorias del cerco y del establecimiento de la línea defensiva
contra los eventuales refuerzos. En cuanto a lo primero, reforcé la
posición de Podio en el alto de Cahuara con la escuadra de Ramón Fiallo,
que antes cubría algunos de los puntos de la costa al oeste del río La
Plata, y envié desde Mompié una pequeña escuadra de reserva, al mando de
Arturo Pérez, a copar el sendero que ascendía de frente desde Jigüe al
alto llamado de El Pino y a la zona de Mayajigüe. En cuanto a lo
segundo, le pedí a Paz que mandara un explorador a verificar si no
habían quedado guardias en Purialón. Yo contaba con la inminente llegada
de Camilo y su personal a La Plata para enviarlo a esa posición crucial,
mientras que los combatientes de Paz serían los que se encargarían del
cerco a la fuerza enemiga principal. En esa fecha, mi atención estaba centrada en la
preparación del golpe a la tropa estacionada en Santo Domingo. Pero,
incluso, esta planificación tenía que tomar en consideración la
posibilidad de que, al iniciarse el combate en Santo Domingo en la forma
prevista —al día siguiente—, la fuerza enemiga acampada en Jigüe
recibiera la orden de avanzar hacia el alto de La Plata para ir en
auxilio de sus compañeros, atacados del otro lado del firme de la
Maestra. Así se lo hice saber a Paz para que estuviera preparado, ya que
esa podía ser su oportunidad de dar el buen golpe que esperábamos con
tanta ansiedad. Sin embargo, durante todo el desarrollo de la primera
Batalla de Santo Domingo, entre los días 28 y 30 de junio, el Batallón
18 no se movió de su campamento de Jigüe. Según testimonio posterior del
comandante Quevedo, la primera acción concreta de su personal fue la
exploración realizada río arriba por la Compañía 103, una de las dos
integrantes de la fuerza acampada, que no arrojó resultado alguno. Todo
indica que esta incursión no se alejó mucho de Jigüe, pues ni siquiera
se acercó a las posiciones de Paz en El Naranjal, a menos de cuatro
kilómetros del campamento de Quevedo. El 2 de julio, el jefe del Batallón 18 envió dos
pelotones de su fuerza en misión de abastecimiento a la playa. Esta
hubiese sido una buena oportunidad para golpear al enemigo, pero todavía
no contábamos con el personal suficiente para cerrar el cerco. Otras dos ocasiones se presentaron al día siguiente, la
primera, por la mañana cuando regresaron a Jigüe los dos pelotones
custodiados por otros dos de la Compañía G-4, que integraba el Batallón
18, y que, como se recordará, había permanecido en la desembocadura de
La Plata; y la segunda, por la tarde, cuando esta última fuerza volvió a
su base en la playa. Al fin, el enemigo se movió el sábado 5 de julio. Esa
mañana salieron del campamento de Jigüe cuatro pelotones y parte de las
armas de apoyo del Batallón 18 —una bazuca y un mortero de 60
milímetros— en dirección a las cabezadas del río La Plata, a lo largo de
su curso superior. Como era de esperar, poco después chocaron con la
emboscada de Paz en El Naranjal. El combate comenzó exactamente a las 10:20 de la mañana.
Desde el día anterior yo me había movido a la zona de Meriño para
organizar el cerco que planeaba tender a la fuerza enemiga llegada el
día 3 a ese lugar. Allí me llegó un primer aviso de Camilo desde La
Plata informándome que escuchaba un fuerte tiroteo en dirección a la
playa, confirmado pocos minutos después por un recado similar del Che
desde Mompié. No fue sino hasta las 2:00 de la tarde cuando Camilo me
comunicó haber recibido un primer mensaje de Paz en el que informaba que
los guardias avanzaron en dos direcciones sobre su posición, y que había
tenido que abrirles fuego antes de que llegaran a las minas colocadas en
el camino. En realidad, ya a esa hora Paz había rechazado el avance
de los guardias después de un intenso combate de más de tres horas de
duración. Los pocos más de 30 combatientes rebeldes, parapetados en
buenas trincheras, decididos a resistir y actuando con inteligencia,
fueron capaces de frustrar el empuje de más de 150 soldados enemigos,
apoyados por un mortero, provistos de parque abundante y bajo el mando
de un jefe habilidoso. Junto a los hombres de Paz combatieron en la
decisiva acción de El Naranjal las escuadras de Hugo del Río, Joel
Pardo, Fernando Chávez y Vivino Teruel, así como el personal de la
ametralladora 50 operada por Fidel Vargas. La importancia del Combate de El Naranjal no estuvo dada
por la cantidad de material ocupado o las bajas sufridas por el enemigo.
En cuanto a lo primero, solamente pudo ocuparse un fusil Springfield,
varios cientos de tiros y algunas granadas de fusil. Las bajas enemigas
reconocidas ascendieron a ocho heridos, aunque Paz afirmó en sus partes
haber dado muerte a no menos de cuatro soldados. Radio Rebelde informó
después cinco guardias muertos. Sin embargo, el hecho tenía la enorme
significación de haber liquidado de manera definitiva la amenaza
planteada por la tropa enemiga en su avance desde el Sur. No solo se
impidió al enemigo alcanzar su objetivo y se le rechazó de regreso a su
campamento base, sino que se le propinó un golpe psicológico demoledor,
como lo demostraron los acontecimientos posteriores. Vale la pena citar
aquí la valoración realizada por el propio jefe del Batallón 18, el
comandante José Quevedo: [...] el saldo más doloroso para nuestros hombres era
moral: se notaba la decepción en todos y cada uno de ellos. Sin comentarios sabíamos, que no era tanto por el
fracaso, sino por el abandono constante de que se veían objeto por parte
del puesto de mando y del alto mando militar. Sabían que para la
operación habíamos pedido apoyo aéreo y no se nos había brindado; sabían
de los compañeros heridos, de que habíamos solicitado un helicóptero
para evacuarlos y no se nos había enviado; sabían por los comentarios de
sus compañeros, que los jefes de Bayamo hablaban de que los prisioneros
estaban mal custodiados, y más aún de que estaban de acuerdo con los
custodios, al extremo de que dichos jefes hablaban de que no se
explicaban cómo era posible que hasta el momento no los habíamos
rescatado, y que al salir a cumplir una misión tan "sencilla" se
encontraran ante un enemigo poderoso, que contaba con abundantes armas
automáticas, inclusive hasta con ametralladoras calibre 50. Está claro que en este análisis omitió una consideración
fundamental: no se trataba tanto de una pretendida superioridad rebelde
en armas y parque —que nunca existió— ni del supuesto abandono del que
fueron objeto los guardias por parte de los altos mandos de la tiranía
—que sí existió en alguna medida—, sino de la evidente calidad moral del
guerrillero en relación con la pobre moral combativa del guardia, por un
lado y, por otro, del buen conocimiento y adecuado aprovechamiento del
terreno por nuestros hombres, lo cual les confería una ventaja adicional
de mucha importancia. El propio Quevedo reconoció que entre los factores que
lo hicieron retirarse de nuevo hacia Jigüe figuró la consideración de
que los rebeldes desarrollaban el combate en el terreno escogido por
ellos y en posiciones "inexpugnables". Según el jefe del Batallón 18,
otros elementos tomados en cuenta fueron la necesidad de evacuar sus
heridos y el peligro de que su retaguardia se viera envuelta por las
fuerzas rebeldes. Esta última mención es interesante, pues era
precisamente lo que yo hubiese dispuesto si en ese momento contáramos
con los hombres suficientes para hacerlo. Se recordará que desde el 26 de junio, cuando Fernando
Chávez recibió la misión de preparar la defensa rebelde en el río más
abajo de Jigüe, y retirarse si tuviese que hacerlo hacia el alto de
Cahuara, ya estaba concebida por nosotros la variante de atacar con esa
fuerza al enemigo por la retaguardia, en caso de que los guardias
llegados a Jigüe prosiguieran su avance y chocaran con la emboscada de
El Naranjal. Pero después fue necesario llevar a Chávez a ese punto para
reforzar las posiciones de Paz, y quedaron en el alto de Cahuara solo
las escuadras de Podio y Fiallo. Por otro lado, la maniobra era casi
imposible desde el momento en que el enemigo dejó parte de su fuerza en
Jigüe, cuidando, precisamente, su propia retaguardia. Al día siguiente del Combate de El Naranjal, mi decisión
estaba tomada: concentrar un dispositivo lo bastante numeroso como para
poder de-sarrollar con todo éxito la operación de cerco y la destrucción
de refuerzos que habíamos concebido. Como parte de la preparación del
cerco, mandé a buscar ese día a Guillermo García, quien con su pelotón
estaba posicionado desde antes en el camino de San Francisco, con el
propósito de tapar la entrada al curso superior del río Yara desde El
Cacao o El Verraco. Después de la contención del enemigo en Santo
Domingo, era muy improbable que en esa dirección fuese a surgir una
amenaza de consideración. Guillermo llegó a La Plata el 7 de julio, el
mismo día del Combate de Meriño, y partió hacia la zona de Jigüe el día
8, luego de recibir detalladas instrucciones mías. Este personal hizo dos cosas al llegar a Jigüe, después
de una dura caminata por el firme de Manacas para rodear el campamento
enemigo. La primera fue explorar toda la zona para conocer en detalle
las posiciones que ocupaban los guardias y las medidas defensivas que
habían tomado. La segunda, llenar de trincheras toda la falda del firme
de Manacas, de cara al campamento enemigo, y la del firme de Cahuara.
Otra medida de reforzamiento del dispositivo rebelde en
Jigüe fue el traslado de la ametralladora 50 de Curuneaux hacia la
posición de Paz, quien se había mantenido en El Naranjal después del
combate, en espera de nueva ubicación. Curuneaux, como se verá en el
capítulo siguiente, había participado el día 8 en el Combate de Meriño.
Yo había decidido ocuparme personalmente de la dirección
general de toda la operación de Jigüe, teniendo en cuenta su carácter
complejo y la significación decisiva que pudiera tener una victoria
rebelde contundente en el desenlace, no solo de la ofensiva enemiga,
sino también, en el desarrollo ulterior de toda la guerra. Esto no
quería decir que carecíamos de jefes capaces de hacerlo. No tenía la
menor duda de que Camilo o el Che, por mencionarlos solamente a ellos
dos, tenían capacidad sobrada. Pero a mi juicio, la consideración
principal era que el jefe que dirigiera la operación debía tener la
mayor autoridad sobre un grupo numeroso de capitanes, a quienes durante
los próximos días se les exigiría el máximo, y debían, a su vez, exigir
el máximo a sus hombres. Tal decisión suponía mi traslado físico al teatro de
operaciones durante todo el tiempo que durase la batalla, y mi
dedicación casi completa a su desarrollo. Para ello tenía que resolver
el mando de los otros dos sectores del frente, en cada uno de los cuales
todavía estaban planteadas amenazas concretas. En el caso del sector de Santo Domingo, la presencia de
Sánchez Mosquera seguía siendo un elemento a tener en cuenta. Yo estaba
seguro de que aún el sanguinario jefe enemigo no había hecho su última
movida en el intento de alcanzar el firme de la Maestra en la zona de La
Plata. De enfrentar esa amenaza quedaría encargado Camilo, a quien de
hecho ya había convertido en jefe de todo el sector desde mi traslado a
la operación de Meriño, la noche del 3 de julio. En el caso del sector noroccidental, continuaría el Che
organizando la defensa del territorio rebelde en los alrededores de
Minas de Frío y las Vegas de Jibacoa, como lo había estado haciendo
generalmente hasta entonces. Aquí la amenaza estaba planteada, en primer
lugar, por la presencia del fuerte contingente enemigo en San Lorenzo y
la posibilidad de que intentara el asalto al firme de la Maestra en la
zona de Minas de Frío; en segundo lugar, por la continua ocupación de
las Vegas de Jibacoa por el Batallón 19 y el peligro de que esa tropa
pudiese forzar el acceso a la Maestra por la zona de Mompié o de las
propias Minas. Sin embargo, contar con estos dos lugartenientes me
ofrecía confianza más que suficiente para poder ocuparme de la operación
de Jigüe, y dejar en sus respectivas manos el cuidado de tan importantes
accesos al corazón del territorio rebelde. Estábamos convencidos de que la rendición de un batallón
completo y la destrucción de los importantes refuerzos que, sin duda,
enviaría el mando enemigo en auxilio de la tropa sitiada, serían golpes
demoledores para la tiranía, tanto en el orden moral como en el
material. Ciertamente, ya habíamos logrado detener el empuje enemigo y
la iniciativa había pasado en la práctica a nuestras manos. Pero no
podía, ni con mucho, decirse en ese momento que la ofensiva ya había
sido derrotada. Lo sería a partir del momento en que el batallón que
pensábamos cercar en Jigüe se rindiera. Si fuéramos a dividir en etapas los setenta y tantos
días que duró la ofensiva enemiga, tendríamos que señalar un primer
momento de desarrollo de dicha ofensiva, en el que la iniciativa
correspondió totalmente al enemigo, enmarcado entre el 25 de mayo y el
28 de junio, es decir, entre el comienzo de la operación de la toma de
Las Mercedes y el inicio de la primera Batalla de Santo Domingo, con el
Combate de Pueblo Nuevo. A partir de este momento se abrió una segunda
etapa que pudiera caracterizarse como de contención de la ofensiva, en
la cual el enemigo recibió los primeros reveses de consideración, y se
le inmovilizó o impidió avanzar en dos de los tres sectores. La única
excepción era la entrada de los guardias en Meriño, pero el resultado de
esa maniobra fue tan desastroso para el enemigo que la excepción no
basta para invalidar la regla. Esta etapa se prolongó tal vez hasta el
11 de julio, fecha en que comenzó la Batalla de Jigüe, a partir de la
cual se inició la etapa que pudiera denominarse de contraofensiva
rebelde, durante la cual la iniciativa nos perteneció por entero. Hay
también una excepción: la ocupación de Minas de Frío por el enemigo el
15 de julio, pero tampoco fue suficiente para impedir la caracterización
de este momento. Concluida con un resultado bastante favorable la
operación de Meriño, regresé de Minas de Frío a Mompié, y en la noche
del 9 de julio me trasladé al alto de Cahuara, encima del campamento
enemigo en Jigüe, adonde llegué al amanecer del día siguiente. Había
decidido establecer en este lugar mi puesto de mando mientras durase la
operación contra el Batallón 18 y los refuerzos, lo cual significaba
regresar a la etapa seminómada de la guerrilla, con campamentos en el
monte. No era posible dirigir una operación de esa envergadura por
control remoto, era vital hacerlo desde la misma línea de combate. Antes de salir de las Minas, me reuní con Lalo Sardiñas
y Andrés Cuevas, y les expliqué en detalle la misión que debían cumplir.
En su caso debían formar en Purialón la línea principal de contención y
rechazo de los refuerzos que vinieran desde la playa en apoyo de la
tropa que cercaríamos en Jigüe. A estos dos capitanes les correspondería
la tarea más importante en toda la operación planificada. El arrojo y la
capacidad combativa que habían demostrado en las semanas anteriores
justificaban plenamente la confianza que depositábamos en ellos y en los
hombres bajo sus órdenes directas. El esquema táctico se completaba con la misión que
tendría Ramón Paz, a quien pensaba darle la tarea de ubicarse también en
la zona de Purialón, con el objetivo de copar por la retaguardia a los
refuerzos, una vez que chocaran con la emboscada de Cuevas y Lalo. La
idea sería no solamente detener y rechazar al refuerzo, sino destruirlo.
La selección de Paz para esta misión era también obvia.
Este capitán había probado, primero en La Caridad y luego en el Combate
de El Naranjal, su inteligencia, iniciativa y decisión, condiciones que
lo convertían en el jefe idóneo para esta parte de la operación, que
requería esas cualidades de quien fuera a ejecutarla. Para ello era preciso instruir a Paz, quien aún estaba
ubicado en El Naranjal. Por eso, lo primero que hice al llegar al alto
de Cahuara, después de conocer por Podio y Fiallo la situación de las
fuerzas enemigas y las posiciones ocupadas por sus hombres, fue avisar a
Paz que iría a verlo para coordinar con él las ideas del plan, y pedirle
que saliera a mi encuentro por el camino del hospital de Martínez Páez
para que me diera tiempo a reunirme con él, y regresar esa misma noche a
Cahuara. Esto último era crucial para mí, ya que el plan debía comenzar
a ejecutarse en la mañana del viernes 11 de julio, y yo quería estar en
mi puesto en ese momento. Junto con ese aviso, le pedí a Paz que despachara de
inmediato, sin esperar por mi llegada al encuentro con él, la
ametralladora 50 de Curuneaux con su escuadra de apoyo. Esta era otra
pieza clave del plan, pues debía formar parte esencial del dispositivo
de cerco de la tropa enemiga acampada en Jigüe. Otros elementos de ese
dispositivo serían, en un primer momento, las escuadras de Fiallo y
Podio, redistribuidas en la falda del firme de Cahuara, inmediatamente
al oeste y noroeste del campamento de los guardias; la pequeña escuadra
de Arturo Pérez, que llevaba varios días posicionada en la subida hacia
el alto de El Pino, al norte de la posición enemiga; y el personal de
Hugo del Río que estaba junto a Paz en El Naranjal, tendrían que ocupar
posiciones en un pequeño firme al nordeste del campamento del Batallón
18, en dirección hacia El Naranjal. Este sería el personal destinado
inicialmente al cerco, que se iría completando y reforzando en la medida
de lo necesario. Después del mediodía del jueves 10 de julio emprendí la
marcha desde el alto de Cahuara a encontrarme con Paz. El camino se
hacía más largo y difícil a causa del rodeo que era preciso dar por toda
la loma de Jigüe para evadir el campamento enemigo y poder salir al otro
lado. Al poco rato de estar caminando se sintió el ruido característico
de la explosión de una de nuestras minas, relativamente cerca del lugar
por donde iba cruzando el pequeño grupo que me acompañaba, seguido de un
breve pero intenso tiroteo. Tomamos de inmediato las precauciones
debidas y esperamos tensos durante los minutos que duraron los tiros. Al
cesar toda actividad enviamos a uno de nuestros compañeros a explorar
los alrededores, y regresó con la noticia de que no se veía nada,
entonces decidimos continuar la marcha. Cuando nos topamos con el personal de la escuadra de
Arturo Pérez supimos la causa del tiroteo. Resulta que una patrulla
enemiga que subía por el firme, en dirección al alto de El Pino, tropezó
por sorpresa con la posición rebelde. El Vaquerito, que después de haber
terminado su trabajo de ayuda a Celia en las Vegas de Jibacoa había
solicitado ser enviado a la línea de combate, y lo habíamos asignado a
esta escuadra, decidió estallar una mina sin grandes esperanzas de
causar daño a los guardias, sino para amedrentarlos y ahuyentarlos. Se
logró hasta cierto punto el efecto, pues el enemigo dio vuelta y
emprendió una veloz carrera loma abajo, mientras que nuestros hombres
abrían fuego indiscriminado y se lanzaban a su vez, en carrera veloz,
loma arriba. El resultado fue una posición delatada, una mina
desperdiciada y varias decenas de balas gastadas inútilmente. Días después, por los informes de algunos de los
guardias capturados, supimos que no se trataba ni siquiera de una
patrulla, sino de tres o cuatro guardias que salieron a acompañar hasta
su casa en el alto de El Pino al práctico de su tropa, un campesino
llamado Isidro Fonseca. Confirmé, entonces, mi apreciación inicial de
que si la posición rebelde hubiese estado debidamente protegida por la
observación, y si se hubiese actuado con serenidad y decisión al
producirse el encuentro sorpresivo, habría sido posible capturar allí a
esos guardias, lo cual significaría la posibilidad de contar con una
apreciable fuente de información sobre la composición y los planes de la
fuerza enemiga que nos proponíamos hostigar a partir del día siguiente.
Este incidente cerca del alto de El Pino fue
sobredimensionado en un primer momento. Al producirse el encuentro con
los guardias y antes de mi llegada al lugar, Arturo Pérez envió un
mensaje alarmista e inexacto en el que daba a entender que un
contingente enemigo importante iba subiendo en dirección al alto de El
Pino, y que sus hombres se habían visto obligados a retirarse. De ser
cierta esta noticia, quería decir que los guardias habían intentado un
movimiento sorpresivo destinado a ocupar el estratégico alto de El Pino,
que dominaba la posición del enemigo en Jigüe, o quizás con el fin de
rodear la emboscada de El Naranjal y seguir hacia las cabezadas del río
La Plata y el firme de la Maestra. En cualquiera de los dos casos, la
retirada de la escuadra que protegía esa dirección dejaba abierto el
camino al enemigo, y se podía crear una situación muy peligrosa. Por suerte llegué al lugar casi inmediatamente después
del incidente, y pude percatarme de que lo informado por Arturo Pérez no
obedecía a la realidad. Pero a este primer mensaje se añadía poco
después la información también fantasiosa de que los guardias no solo
habían rebasado la posición rebelde en la subida de El Pino, sino que,
además, habían alcanzado la zona de Mayajigüe, del otro lado del macizo,
con lo cual podrían amenazar la retaguardia de nuestras posiciones en El
Naranjal y la propia zona de La Plata. El Che recibió las dos
informaciones y también se dio cuenta de que no resultaban muy
coherentes. No obstante, de manera preventiva instruyó por teléfono a
Camilo en La Plata para que enviara un refuerzo a cubrir el camino del
hospital. Una vez que nos dimos cuenta sin duda alguna de lo que
había ocurrido tomé la decisión allí mismo de desarmar a Arturo Pérez y
entregar el mando de la escuadra a El Vaquerito, con la indicación de
que debía ahora ocupar nuevas posiciones más cerca aún del campamento
enemigo. A todas estas, ninguno de mis dos lugartenientes
principales sabía que yo estaba al corriente de lo acontecido. Por el
contrario, como conocían de mi proyecto de trasladarme ese día al
encuentro con Paz, les preocupó el hecho de que no estaba ubicado, y que
andaba precisamente por la zona donde se decía que había ocurrido el
combate, con el consiguiente riesgo de ser sorprendido por los mismos
guardias que, se suponía, habían asaltado el alto de El Pino. Pero ya,
en las primeras horas de la noche, todo quedó aclarado, y por la
madrugada mandé de vuelta a donde estaba Camilo al refuerzo enviado por
él. Durante esa noche también quedó armada la trama para el
comienzo —al día siguiente— de la operación contra la tropa enemiga de
Jigüe. Ya expliqué la disposición de la línea organizada en Purialón
para esperar y rechazar a los refuerzos que vinieran de la playa, así
como las escasas fuerzas rebeldes que se ocuparían en una primera fase
de mantener el hostigamiento sobre los guardias sitiados. Un grupo de
estos hombres avanzaría en la noche sobre las posiciones enemigas, y se
acercaría al campamento lo suficiente como para abrir fuego al amanecer
sobre los guardias. La intención de esta primera escaramuza sería causar
entre el enemigo algunas bajas, lo que obligaría al jefe del batallón a
evacuarlos hacia la playa; ocasión que aprovecharía Guillermo, quien
estaría posicionado sobre el río en espera de la columna de guardias que
bajase desde Jigüe, para asestarles el primer golpe de consideración.
Así, según el plan, comenzaría la batalla, para la cual todo había
quedado dispuesto en la madrugada del 11 de julio. |