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Haití: el infierno de este mundo XVII

12 de febrero de 2010

 Un mes después del terremoto en Haití

Haití: el infierno de este mundo (XVII)

LETICIA MARTÍNEZ HERNÁNDEZ
 Fotos: JUVENAL BALÁN
 (enviados especiales)

Hace un mes, y acabada de llegar a Puerto Príncipe, cuando la gente corría desesperada y llorando de un lado a otro, entre decenas de cadáveres hinchados, amontonados y pestilentes, escribí en estas mismas páginas que el Haití que descubrían mis ojos, dolía, encolerizaba, entristecía... Hoy, cuando han pasado 30 noches, y niñas como Jeanne siguen durmiendo a la intemperie no puedo más que repetir, una y otra vez, la misma frase.

Las secuelas que dejó el terremoto...

Tener una casa de campaña es “un lujo” hoy en Puerto Príncipe.

Es viernes, y esta capital amanece bajo la tristeza de cumplirse un mes del sismo que mató a más de 230 000 haitianos entre los escombros de una ciudad en ruinas, una ciudad fantasma que a cada paso recuerda que son muchos los cadáveres que continúan insepultos. Esta triste realidad la volví a vivir ayer, cuando de los desgarrados pedazos de concretos, removidos por una enorme retroexcavadora, surgían descompuestos los cadáveres. Mis pies pisaban las ruinas de la Escuela Nacional de Enfermería; ante mí estaban los restos de decenas de muchachas que aquella fatídica tarde recibían la última clase de sus vidas.

Al infierno que cumple un mes, le siguen sobrando demasiadas angustias.

Entre los escombros puede estar la salvación de muchos.

Así de infernales continúan siendo los días en Haití. Para jóvenes como Mackenson, que cada jornada desde el amanecer del 13 de enero araña con sus manos los escombros de los mercados del boulevard de Dessalines, no parece terminar el sufrimiento de su pueblo. ¿Crees que algún día cambie? le preguntamos. Entonces responde: "No lo creo, si sucede ya habré muerto de viejo". ¿Y no te importa quedar atrapado entre estos pedazos de concreto y morir? volvemos a inquirirle. "Me salvé del terremoto, ya no me importa nada más". Enseguida voltea el rostro y vuelve a hundirse entre las cabillas retorcidas. Bajo el brazo trae apretujada una jaba vacía, al parecer este no ha sido un buen día entre escombros.

Decenas de haitianos, contratados por el Gobierno y ataviados con uniformes amarillos, recogen los escombros.

Conseguir comida sigue siendo una odisea.

A unos pasos de allí, vive Jaika. Esta niña de once años comparte el pequeño espacio de su casa de campaña con diez familiares más. Sus hermanas, su papá, su mamá, sus primas y tías se amontonan cada noche allí, en uno de los parques de Champs de Mars, y son afortunados, dicen, cuando el hambre los deja dormir. En una sillita frente al "nuevo hogar", y esperando quién sabe qué, estaba Jaika cuando la conocí. En sus brazos traía a otra pequeña, pero ni aun el cansancio de un mes atormentado, le impidió sonreír cuando le pedí que escribiera su nombre en mi agenda.

Jaika no fue a la escuela el día del sismo. Sabe que su colegio, como su casa, también se derrumbó, y hasta hoy no ha sabido de sus compañeros de clases. Dicen que el parque donde vive Jaika era uno de los lugares más lindo de Puerto Príncipe. Sin embargo, eso parece haber sido hace mucho tiempo. Ahora allí las casas de campañas, devenidas lujos, y los enclenques quimbos guardan muchos pesares: caras desesperanzadas y tristes; niños desnudos, sucios, y aún sonrientes; platos con un poco de comida que pasan de mano en mano; aseos desinhibidos a plena luz del día; pocas pertenencias amontonadas; cocinas improvisadas e insalubres; y el mal olor que golpea en el rostro a quien recién llega.

En una de las aceras de Champs de Mars pasa las horas Jacques Lesranc. Bajo cuatro palos y un trozo de tela, vende refrescos con la esperanza de luego llevar algo de comer a su familia que vive en una de las carpas. Pero la venta es escasa, solo 100 gourdes (un poco más de dos dólares) gana en cada jornada. Como él, muchos hacen lo indecible por obtener unos pesos al final del día.

En una sillita frente al “nuevo hogar” Jaika espera quién sabe qué.

Por 200 gourdes diarios, decenas de haitianos, contratados por el Gobierno y ataviados con uniformes amarillos, golpean con mazos los trozos de concreto. Tener un trabajo, a un mes del sismo, sigue siendo un privilegio. Mientras, cada vez son más las fachadas que ahora lucen un rojo y definitivo letrero: DEMOLER.

Parece que la tierra embravecida se ha calmado. Pero la ausencia de réplicas, no devuelve consuelos ni a Mackenson, ni a Jaika ni a los suyos, ni a Jacques... Es tanto el dolor, que ya esa palabra no logra atrapar lo que sucede en cada tramo de Puerto Príncipe. Por eso hoy, 12 de febrero, día de luto nacional, lamentos y manos alzadas al cielo sacudieron el amanecer, miles de haitianos vestidos de blanco y negro claman por la paz de los muertos, y el sosiego de sus enlutadas vidas. Al infierno que despierto hoy, le siguen sobrando demasiadas angustias.

Hoy, día de luto nacional, lamentos y manos alzadas al cielo sacuden el amanecer.

Muchos hacen lo indecible por obtener unos pesos al final del día.

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