Mucho cambió la vida de este joven desde el infortunado
12 de enero, cuando a las 4 y 53 p.m. recibía la última
clase del día en la Universidad. El piso del aula, en la
facultad de Lingüística Aplicada, comenzó a temblar, también
las sillas, las mesas, el pizarrón...
A la incredulidad del primer segundo, le siguió un tumulto
de muchachos corriendo aterrados en busca de la salida.
Algunos volvieron a ver la luz, otros como Jean no lo
lograron.
Narra, asombrado de vivir aún, que cuando llegó a la
escalera, un hueco se abrió bajo sus pies. Parece que
mientras habla vuelve a repasar cada momento del segundo
martes del año. Entonces no imaginó que estaría 48 horas
entre los escombros y los cadáveres de sus compañeros de
clases. Mucho menos pensó que perdería la pierna derecha en
la plenitud de sus 26 años.
A Jean lo rescató su familia, su cuñado Charles y los
primos Wesly y Bertha, los mismos que lo llevaron, adonde
los cubanos y continúan haciéndolo cada mañana. Jean tenía
la pierna completamente desgarrada. La ausencia de dolor
corroboraba el triste diagnóstico del cirujano Roy, quien,
luego de 36 años de labor, podía asegurar con ojos cerrados
que la única salvación del joven era la amputación de la
pierna, de lo contrario la gangrena podría matarlo.
Pero Jean no lo entendió. Solo pedía a los médicos
cubanos que se la curaran, que se la salvaran. Así estuvo
durante dos días, negado por completo, mientras se le
explicaba, casi en súplica, cuál era la situación. Dicen los
cubanos que vivieron la agonía, que lloraron también con él.
Quizás fue este sufrir mutuo, lo que hizo que Jean Wilmarck
entrara al salón de la mano de los galenos cubanos, esos
mismos que han compartido el dolor de cada haitiano. Y que
son felices cuando, mañanas como estas, Jean ríe y jaranea
mientras al compás del un, dos, tres