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Haití: el infierno de este mundo XVI

11 de febrero de 2010

Haití: el infierno de este mundo (XVI)

LETICIA MARTÍNEZ HERNÁNDEZ
Foto: JUVENAL BALÁN
(Enviados especiales)

Desde hace varios días a Jean Wilmarck lo acompaña una silla de ruedas. Cada mañana recorre un mismo camino: desde su casa en Puerto Príncipe hasta la pequeña sala de rehabilitación del hospital de Mirebalais, alejado 60 kilómetros de la capital haitiana. Allí los doctores cubanos lo hacen sudar. Una y otra vez va contando los abdominales con las manos atadas detrás de la cabeza. "Un poco más", le piden con cariño, y Jean Wilmarck vuelve a esforzarse.

Cada mañana, Jean Wilmarck asiste a la consulta de rehabilitación del hospital cubano en Mirebalais.

Mucho cambió la vida de este joven desde el infortunado 12 de enero, cuando a las 4 y 53 p.m. recibía la última clase del día en la Universidad. El piso del aula, en la facultad de Lingüística Aplicada, comenzó a temblar, también las sillas, las mesas, el pizarrón... A la incredulidad del primer segundo, le siguió un tumulto de muchachos corriendo aterrados en busca de la salida. Algunos volvieron a ver la luz, otros como Jean no lo lograron.

Narra, asombrado de vivir aún, que cuando llegó a la escalera, un hueco se abrió bajo sus pies. Parece que mientras habla vuelve a repasar cada momento del segundo martes del año. Entonces no imaginó que estaría 48 horas entre los escombros y los cadáveres de sus compañeros de clases. Mucho menos pensó que perdería la pierna derecha en la plenitud de sus 26 años.

A Jean lo rescató su familia, su cuñado Charles y los primos Wesly y Bertha, los mismos que lo llevaron, adonde los cubanos y continúan haciéndolo cada mañana. Jean tenía la pierna completamente desgarrada. La ausencia de dolor corroboraba el triste diagnóstico del cirujano Roy, quien, luego de 36 años de labor, podía asegurar con ojos cerrados que la única salvación del joven era la amputación de la pierna, de lo contrario la gangrena podría matarlo.

Pero Jean no lo entendió. Solo pedía a los médicos cubanos que se la curaran, que se la salvaran. Así estuvo durante dos días, negado por completo, mientras se le explicaba, casi en súplica, cuál era la situación. Dicen los cubanos que vivieron la agonía, que lloraron también con él. Quizás fue este sufrir mutuo, lo que hizo que Jean Wilmarck entrara al salón de la mano de los galenos cubanos, esos mismos que han compartido el dolor de cada haitiano. Y que son felices cuando, mañanas como estas, Jean ríe y jaranea mientras al compás del un, dos, tres... sube y baja el torso.

Entonces no puedo hacer más que volver a reverenciarlos cuando el doctor Roy me cuenta que luego de trabajar pasa a ver a Pierre Meriset, otra joven, muy bella dice, a quien hubo que reamputarle la pierna luego de que se le infestara la primera cirugía. No olvida el médico cubano cómo esta mujer volvió a entrar al salón con la foto de su pequeña hija apretada contra el pecho. Imágenes así se aferran a los ojos de nuestros médicos, quienes, aun después de salir de este infierno, seguirán soñando sus horrores.

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