Aunque el cartel siga allí, impasible, en
donde miles de haitianos plantaron su "hogar", mucho ha
amanecido desde entonces: han llovido críticas por la ayuda
prometida que tarda en recibirse, por la que llega y no se
reparte aduciendo problemas logísticos, también por una
enraizada corrupción, y hasta dosis de indolencia; se ha
reunido el mundo en una engañosa conferencia de donantes
para bailar al son de los millones que se pactan pero no
llegan; se ha convertido esta capital en una pasarela de
famosos, que ha visto desfilar desde el controvertido Ricky
Martin, la glamorosa Angelina Jolie, la sensual Shakira, la
estilizada Cristina Aguilera, hasta el romántico Julio
Iglesias, que llegó a entrevistarse con el presidente René
Preval, ojalá para no decirle que la vida sigue igual.
Mientras, los haitianos ni se enteran, o si
lo hacen no le ponen esperanzas después de tantas promesas
sin cumplir. Y es que la ayuda a Haití llevará el cartel de
cuestionable mientras no pase de los límites de la
emergencia para convertirse en un auxilio a largo plazo, en
una mano tendida que mire más allá de la cantidad de comida
por entregar, de los galones de agua a repartir, de las
dosis de vacunas a inyectar... De nada valdrá que el
aeropuerto vuelva a repletarse de aquellas pacas, de
aquellos voluntarios, cuando existe un país sin
infraestructura para repartirla, cuando más que sabido está
que quienes vienen pronto regresan con la foto del "haber
cumplido", dejando tras de sí un sinfín de problemas sin
resolver.
Ya me lo decía una tarde de enero aquel
sabio anciano que sentado a la puerta de lo que alguna vez
fue su hogar, cuestionaba ciertos auxilios: "No necesitamos
pescados, necesitamos que nos enseñen a pescar, necesitamos
que nos den la vara para hacerlo nosotros mismos". Razón
tenía el hombre de tantos años, razón al hablar de un país
que ve endurecer sus suelos por falta de sembrados, de
maquinarias, de fertilizantes; que importa la mayoría de sus
alimentos, mientras los campesinos terminan vendiendo sacos
de arroz que dicen USA en los infernales mercados de las
ciudades; que carga con uno de los índices de desempleo más
alto del mundo; que cuenta con 0,2 médicos por cada 10 000
habitantes; que carece de maestros, que más del 85% de sus
graduados universitarios han salido del país. Con tales
lastres es imposible desarrollar una nación, así la
comunidad internacional se desangre enviando millones de
toneladas de ayuda.
Es que este país, más que un montón de pacas
"salvadoras" que lleguen cada vez que la naturaleza se
enfade, precisamente con los más pobres, urge de doctores,
enfermeros, profesores, ingenieros, técnicos, que construyan
una nación menos vulnerable, cuestiones que no resolverán el
montón de Organizaciones no Gubernamentales (ONG) que
trabajan en Haití. Y no lo resolverán porque sus luces son
cortas, porque no cubren políticas universales, porque en
las orillas de lo local naufragan sus probadas buenas
intenciones. Si a ellos sumamos las ONG que se instalan en
cualquier punto de la geografía haitiana sin contar con la
anuencia de las autoridades del país, sin suscribirse a la
política de sus ministerios, entonces el problema se agrava,
pues implica una ilegitimación del Estado.
Haití precisa de manos mejor extendidas, de
manos que ayuden a levantar, no a poner curitas en extremo
vulnerables. Quizás para cuando el mundo decida aprender a
ayudar, entonces el cartel que cuelga a la entrada del campo
de desplazados siga tan impasible como la tarde de enero en
que se izó. Quizás aquellos miles de haitianos que
levantaron "hogar" allí continúen esperando la buena ayuda
que tanto ha tardado en llegar. Mientras tanto, Cuba seguirá
apostando a una solidaridad verdadera, perdurable.