PUERTO
PRÍNCIPE.— Hoy de Haití casi ya no se habla en el mundo y la
mayoría de los que estaban se han ido con las honrosas
excepciones conocidas...
Dicen que el tiempo pasa volando. Y quizás
al amanecer de este miércoles algunos chasquearon los dedos
para preguntar sorprendidos: ¿Cuatro meses del sismo? ¿Cómo
es posible que el tiempo pase tan rápido si parece que fue
ayer? A esa hora entonces Ruth despertó aquí en la misma
chabola que hace tantos días es su hogar. Para ella, como
para el más de un millón y medio de personas que quedaron
sin techo, habrá pasado un siglo, dos, quizás tres... desde
que un endemoniado temblor los dejara sin nada más que mucha
miseria.
Es 12 mayo. Regresan los rezos, las manos
alzadas al cielo, las plegarias por el "aún estar vivos" y
por "la tranquilidad de las almas" de los más de 222 000
fallecidos aquel martes. A las 4 y 53 de la tarde muchos
volverán a recordar el instante preciso en que la tierra
bajo sus pies comenzó a tambalearse, el instante en que
tantas vidas dejaron de ser ante una muerte brutal, y otra
más lamentable aún: la muerte en vida que padecen tantos
miles de haitianos.
Quien camine esta ciudad hoy, y lleve
recorriéndola cuatros meses, sabe que las cosas han
cambiado, que a pasos bien pequeños se desbroza un camino
demasiado largo. Ante la total ausencia de informaciones
sobre este país, tan mediatizado todas las veces que la
naturaleza decide ensañarse con él, muchos preguntan qué ha
pasado con los que armaron quimbos en espacios abiertos, con
los escombros que taparon la ciudad, con las pronosticadas
réplicas, con la prometida ayuda. Lo cierto es que la
"normalidad" parece regresar a Puerto Príncipe, una
normalidad inquietante para quien se resista a creer que
tantas personas vivan tan sórdidamente. Las plazas siguen
llenas de "casitas", algunas de lonas, nailón, otras de
maderas con ventanas, puertas y hasta con candados que
pretenden cuidar lo poco.
Muchos escombros continúan inamovibles,
pareciera tarea de titanes limpiar los miles de sitios
derrumbados, y los otros tantos por derribar ante tamaña
vulnerabilidad. Sin embargo es visible lo hecho cuando las
calles dejan de atascarse por los bloques de cemento
zarandeados, y las nuevas construcciones, de los más ricos
claro está, comienzan a levantarse. Mientras, peligrosamente
en las afueras de la ciudad crecen enormes montañas de
escombros, como si moverlos de un lado a otro resolviera la
situación. Algunos calculan que limpiar esta capital
demorará más de un año, pero todo dependerá de la llegada de
equipos pesados, hoy escasos en el trasiego de esta urbe.
Han vuelto a Puerto Príncipe, por fortuna,
los niños con uniformes y mochilas a un curso escolar tan a
medias como casi todo lo que sucede en este país. Cada
mañana llegan a las carpas o aulas de madera y techo de zinc
que hoy son sus escuelas. Por ahora no recibirán clases. Ha
dicho el Ministerio de Educación que es tiempo de jugar,
cantar, dibujar... para superar los traumas del terremoto.
También se ha anunciado que reciben allí una comida al día:
aliciente para quienes en casa no encuentran qué comer.
¿Lo más temible de todo? Cada tarde llueve
en esta ciudad, acaso como anuncio de la peligrosa temporada
de lluvia, antesala de los huracanes, que ha entrado por la
puerta ancha. Cuando en estos días del cielo cae más que
agua bendita son miles los que pasan en vela la noche
cuidando de no mojarse allí en sus maltrechos hogares,
mientras la amenaza de enfermedades pende como espada de
Damocles, y los desagües siguen inundados de basura hasta el
tope. Y aunque comenzaron los tardíos traslados de
campamentos hacia lugares más seguros, muchos se resisten a
apartarse de la capital, lugar donde les es más factible
subsistir.
Cuando Puerto Príncipe intenta sacudirse
tanta desgracia, los escenarios internacionales siguen
siendo tribunas de promesas bien frágiles. Del dinero
solicitado a los países donantes solo se ha recibido una
parte, recordatorio quizás de lo sucedido en 1998 cuando la
comunidad internacional prometió una enorme cifra para
aliviar los daños del huracán Mitch y solo se materializó
una pequeña parte. Al llamado de Ban Ki Moon, secretario
general de la ONU, de no olvidar a Haití, se suma también el
ultimátum de UNASUR a sus miembros para cumplir con la ayuda
pactada de 300 millones.
Entretanto la ayuda cubana, que ya existía
más de un decenio antes de que temblara la tierra haitiana,
ahora multiplicada ratifica su permanencia. En estos más de
120 días hasta aquí han llegado otros especialistas de la
salud para juntarse en esta batalla por la vida, también
representantes de manifestaciones artísticas con la única
pretensión de provocar sonrisas entre tanta calamidad.
Así se vive en esta ciudad a cuatro meses
del temblor que la convirtió en el infierno de este mundo,
donde la capacidad de asombro no encuentra día de descanso,
mientras algunos intentan sobrevivir, otros siguen sentados
sobre los escombros de lo que alguna vez fue su hogar. Y
entre los que siguen aquí cuatro meses después está Sean
Penn, la celebridad que llegó a los pocos días del temblor.
Y quien suponga que este día 12 llegó
demasiado pronto, la cara de Ruth al preguntarle de
esperanzas le hablará de letargos que se eternizan en la
plaza donde vive. Nada, que para algunos la realidad cuatro
meses después no es la misma, pero es igual.