Portada

 De nuestros reporteros

Haití: el infierno de este mundo

 Galerías

 Conozca Haití

 Mensaje de los Cinco

De nuestros reporteros

30 de marzo de 2010

Pasajes de un Haití que desconocía

LETICIA MARTÍNEZ HERNÁNDEZ
foto: JUVENAL BALÁN
(Enviados Especiales)

PUERTO PRÍNCIPE, Haití.— Cuando en la mañana del 15 de enero bajé de aquel avión IL-18, la primera imagen que vino a mi mente era la de haber llegado al mismísimo infierno de este mundo, frase que hasta hoy ha acompañado muchas líneas de este diario. Entonces robé y trastoqué el famoso título de Alejo Carpentier aunque... ¿habría llegado al reino de este mundo que narró el célebre novelista?

Los niños son el mayor tesoro de Haití.

No tenía idea de lo que le esperaba a mis ojos. Sabía que sería duro, triste, inenarrable, pues los temblores de aquel martes trágico, tambaleaban, también, demasiados años de pobreza. A las pocas cosas que traía en el equipaje sumaba un montón de malos presagios, pues el Haití que descubren los medios de comunicación es el Apocalipsis adelantado, el hades donde poco más de diez millones de personas pasan sus vidas. Pero luego de 75 días viviendo en Haití, he descubierto un país con mucha vida, a pesar de la tragedia que se ensaña con hacer reinado aquí.

¿El primer impacto? La honradez de su gente. En este Haití, por tantos años satanizado, he sabido de personas nobles, tan nobles que duele cuando a veces bajan la cabeza frente a prepotentes hombres blancos. Aquí he conocido de familias que sin tener nada y viviendo bajo telas en los parques, se juntan para compartir la miseria. He sabido de haitianos que se desviven para que tus días en su tierra sean felices a pesar de la lejanía, y también de la pobreza. Todavía me sorprendo cuando son sonrisas, guiños y apretones los que te reciben en los campamentos donde viven miles en la desesperanza. Quizás por eso no entiendo, aunque debiera hacerlo a esta altura del campeonato y tratándose del personaje, cuando el "higiénico" Bush limpia su mano luego de un saludo: respuesta de quienes golpean en pleno rostro y luego lo siguen haciendo cuando caes al piso y agonizas.

Algún día de enero un corresponsal del periódico español El País, que quizás ya usó su boleto de regreso, diagnosticaba que esta era una nación borrada del mapa. Entonces me resistí a creerlo. Por eso cada vez que recorro esta tierra, me empeño en buscar lo que el viento, ¿o el temblor?, no se llevó. Allí sigue el compa sonando estridentemente en cada esquina, en cada tap tap abarrotado, como una especie de tabla salvadora cuando la desazón atiborra, como la vía para demostrar a tantos incrédulos la alegría de vivir que colma a los haitianos. Por eso no es raro que en la calle la gente baile hasta el delirio, y los extranjeros sigan quedando boquiabiertos y deseosos de alguna vez poder mover sus cuerpos así.

Y es que Haití es mucho más que sus tragedias. Es además su dialecto, que lo hace único en el mundo, esa mezcla de francés (idioma oficial) con lenguas africanas, con español, inglés... que llaman creole, y que marca la frontera entre ricos y pobres. Mientras más afrancesado hables más instrucción y dinero debes poseer. Es también el arte naif que cuelgan en cualquier plaza, cuyos cuadros descubren colores brillantes, un aguzado sentido del humor, los exuberantes paisajes, la evocación de un país feliz...

Cada sábado o domingo aquí devienen una sorpresa para quien sale pensando en volverse a topar con la pobreza prendida al atuendo de la gente. Son esos días para descolgar del perchero, quizás, la única ropa de gala, la elegida para lucir hermosos en los templos adonde van a pedir a Dios por sus vidas. Y no hablo de cualquier mejor ropa, sino de corbatas, sacos, pantalones con filo, batas de encaje, pamelas luminosas... mudas que luego volverán a guardar hasta la próxima congregación en la iglesia. Haití es un país devoto, más del 80% de sus habitantes practican la religión católica, por eso no es raro encontrar plegarias estampadas en cualquier lugar. Otros prefieren alinearse al vudú para creer que hay vida después de morir. Y en esa percepción de la muerte son habituales las fortificadas tumbas situadas al lado del hogar, allí donde la familia vela por la seguridad de los suyos ante el temor de que sean convertidos en cadáveres ambulantes, o zombis.

Cuando se habla de esta tierra pocos mencionan la bella Citadelle, la fortaleza más grande de América construida por 20 000 haitianos; el Palacio de Sans Souci, conocido como el equivalente caribeño del Versalles de Francia y que fuera casi destruido por un sismo en 1842; y los Edificios Ramiers, símbolos nacionales de la libertad por ser de los primeros construidos por esclavos libres. Todos ellos conforman el Parque Nacional Histórico: Ciudadela, Sans Souci, Ramiers declarado Patrimonio de la Humanidad en 1982.

Este es el Haití lleno de vida, de gente, de historia, de colores, de música... que descubren mis ojos. Ese que duele más mientras más lo conoces. Ese que ni aun las despiadadas sacudidas de la tierra logran borrar. Ese al que tender una mano deviene obligación, en medio de un mundo supuestamente civilizado.

Subir