Con apenas 13 años de edad, que cumplí el 20 de
agosto de 1960, ingresé en las milicias junto a mi hermano Luis, que
había nacido en el 46.
Somos de una colonia cañera llamada Sao, en el
antiguo central Francisco, actual Amancio Rodríguez, mi casa era un
cuartel del Ejército Rebelde, y mi padre fue mensajero y combatiente
del comandante Camilo Cienfuegos, a su paso por allí cuando la
invasión hacia Yaguajay.
Después
del 1º de enero de 1959 vinimos con el viejo para La Habana, y el
capitán Osmany nos puso a estudiar con su secretaria, y así pudimos
aprender algo, pero la cosa se fue poniendo mala por culpa de los
yankis, y decidimos hacernos milicianos.
El viejo trató de persuadirnos y nos habló de las
Patrullas Juveniles y los Jóvenes Rebeldes, pero nosotros siempre
quisimos hacer lo que no habíamos podido realizar durante la guerra:
combatir frente a frente al enemigo.
Así, en Jaimanitas, donde residíamos, nos
permitieron al fin ser milicianos, aunque por lo menos a mí me
pusieron tremendas trabas por la edad, y ni yo mismo recuerdo cómo
fue que me aceptaron.
El fusil FAL que me asignaron era casi más grande
que yo, pero me las arreglé para entenderme con él.
Nos incorporamos al segundo curso de artillería
antiaérea en la Base Granma en enero de 1961, y durante la caminata
de los 62 kilómetros, mi hermano y yo, acostumbrados a caminar y
correr por los montes, íbamos de una punta a la otra de aquella
larga columna, dándole ánimo a los demás para que nadie se rajara y
todos llegaran al final.
Durante el curso nos fue bien, y de vez en cuando
hacía alguna maldad y chiquillada, porque a cada rato me salía lo de
niño a flor de piel, ya que esa es la edad de los juegos y los
lápices y las libretas, y yo andaba ya con fusiles y balas y
ametralladoras.
Siempre me perdonaban por ser el más chiquito,
aunque los tenientes me metían tremendas descargas y me ponían
castigos de cuclillas, planchas y esas cosas. Pero la verdad es que
los Carmenate siempre andábamos inventando algo y nos decían que
éramos las mascotas de la artillería.
El 17 de abril por la mañana, mi batería que era la
J, fue enviada hacia la zona de combates, que ni siquiera sabíamos
dónde se encontraba. Salimos con las seis piezas de cuatro bocas
checas, calibre 12,7, y al pasar por los pueblos la gente nos
saludaba y nos gritaban consignas de apoyo y aliento.
Al llegar al central Australia, algunos soldados y
milicianos nos miraban asombrados y decían que éramos unos
chiquillos. Recuerdo que uno dijo: "si este es el refuerzo que nos
va a proteger, estamos bien jodidos... ".
Después demostramos que estaba equivocado, porque
los muchachitos de las cuatro bocas les dimos duro a los aviones
mercenarios, y a los que no derribamos, les impedimos que cumplieran
su misión de masacrar a la población y atacar a nuestras tropas.
Durante esos días sentí como si estuviera fajado con
los "casquitos" de la tiranía en la Sierra Maestra o en los llanos
de Camagüey y Las Tunas.
El 18 de abril, a la entrada de Playa Larga, supe de
verdad lo que era el combate contra los aviones, pues nos
enfrentamos a dos B-26 enemigos. Ya por la tarde volvimos a la
carga, y si no es porque se había cambiado una pieza de su lugar de
emplazamiento, nos hubieran ocasionado varios muertos, porque un
rocket cayó donde mismo estuvo emplazada.
Después continuamos el avance hacia Playa Girón, y
el 19 por la mañana nos recibieron con una verdadera lluvia de
morterazos, cañonazos y ráfagas de ametralladoras 50. Allí
resultaron heridos varios compañeros, y cayó combatiendo Juan
Domingo Cardona, que no era de mi batería, pero por falta de un
chofer, se incorporó a nosotros en la Boca de la Laguna del Tesoro.
También vi caer a varios combatientes de la PNR, que
avanzaban junto a nosotros. Esas escenas de ver a compañeros heridos
y muertos, lejos de darte miedo, te hacen combatir con más odio y
rencor al enemigo.
Por fin los mercenarios comenzaron a rendirse y a
huir, y entramos en Playa Girón junto con el Batallón de la Policía,
cuyos integrantes se prendieron duro, pero duro de verdad.
Allí, para mi sorpresa, nos encontramos con el
viejo, quien nos dijo que era un orgullo para él ver a sus dos hijos
combatiendo como verdaderos soldados. Nos separamos y no volvimos a
vernos hasta muchos días después, ya de pase en la casa.
Participé también en la búsqueda y captura de
mercenarios escondidos en los montes, y en otros lugares. Recuerdo
que estando en una de las cabañas de Girón, detrás de un
refrigerador que estaba tapado con una lona, vi un par de botas y
aquello me extrañó. ¡Y resulta que era uno de los mercenarios que se
cagó del susto y nos pedía que no lo matáramos!
Le dije que no éramos asesinos como ellos, y que
sabíamos respetar a los prisioneros, y lo entregamos a los
compañeros encargados de custodiarlos.
De regreso a La Habana, subimos en mi camión un
fragmento del avión que derribaron nuestros compañeros cerca del
central Australia, y que hoy se exhibe en el Museo de la Revolución.
Después seguí un tiempo en las Fuerzas Armadas
Revolucionarias, y cuando me desmovilicé pasé a trabajar como
operador de equipos pesados en la construcción de carreteras y
presas en Pinar del Río.
Posteriormente cumplí una misión internacionalista
en Angola, entre 1977 y 1979, también como artillero antiaéreo.
Yo no sabía que había sido el más pequeño de los
combatientes de Playa Girón, pero el periodista José Mayo, compañero
nuestro de la artillería antiaérea y autor del libro Los niños
héroes de Playa Girón, asegura que sí.
Y aquí estoy, ya no tan chiquito, pero sí con el
mismo entusiasmo de siempre y mayor fidelidad a nuestro Comandante
en Jefe, a quien algún día quisiera tener el honor de conocer
personalmente, para nada más decirle: ¡Ordene... !