En abril de 1961, me encontraba en el poblado villaclareño de
Atillo, al frente de una escuela de formación de milicianos para
proseguir la Lucha Contra Bandidos (LCB), y quitarle la posibilidad
al enemigo de contar con un apoyo armado interno en las montañas del
Escambray.
Pero se decidió terminar esos cursos y fui destinado como Jefe
Militar del Sector 4 Sagua-Corralillo, que es mi tierra natal. Ya en
esa fecha yo tenía los grados de capitán del Ejército Rebelde e iba
a solicitarle al Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque, mi
traslado hacia el Caney de las Mercedes.
En
la madrugada del 17 de abril me dirigí al Escuadrón 31 de Santa
Clara, y allí me encontré un gran movimiento de soldados y
milicianos, con fusiles, metralletas, mochilas y cantimploras, y al
indagar qué ocurría, se me informó que había ocurrido la advertencia
de Fidel el día antes donde proclamó el carácter socialista de la
Revoución: se había producido un desembarco de mercenarios por Playa
Girón.
En honor a la verdad, yo ni siquiera sabía dónde estaba ese lugar
y más o menos me explicaron, tras lo cual salí disparado hacia allá.
Partí de inmediato en un Buick rojo del 58, con mi chofer, el
compañero Teodosio Miranda Rodríguez, a quien considero como un
verdadero hermano.
Llegué como a las 8 o las 9 de la mañana del 17 de abril a
Yaguaramas y le envié una nota a los comandantes René de los Santos
y Raúl Menéndez Tomassevich, quienes estaban al frente de las
operaciones en esa zona, y la respuesta fue que enseguida, por mi
condición de capitán, asumiera la jefatura de dos compañías de
milicianos: una perteneciente al Batallón 117 y la otra al Batallón
111, reforzada con compañeros de otras unidades.
Al frente de esta tropa comenzamos a avanzar, hasta que nos
encontramos con un compañero herido sobre la carretera, quien nos
pedía a gritos que lo auxiliáramos. A rastras pudimos llegar hasta
donde estaba tendido y ensangrentado, y logramos sacarlo y
entregarlo a los sanitarios, que comenzaron a curarle una herida en
la parte delantera del cuello, para remitirlo de inmediato en lo que
se pudiera hacia un hospital.
Informé de esto al comandante de los Santos y me ordenó que
continuáramos avanzando para enfrentar a los paracaidistas
mercenarios que se habían posicionado cerca de allí.
Recuerdo que entramos por un campo de caña para ocultarnos del
enemigo, y aquello comenzó a arder y de pronto se armó tremendo
tiroteo, durante el cual cayó el compañero que operaba la bazuka que
llevábamos para enfrentar a los tanques.
El comandante de los Santos me había transmitido la orden del
Comandante en Jefe de que por esa dirección en la cual avanzábamos
teníamos que llegar a Playa Girón antes de las 6 de la tarde del 19
de abril.
Me comunicaron que el 18 desde por la tarde se iba a realizar una
gran preparación artillera para ablandar las posiciones enemigas. Y
así fue. ¡Nadie sabe cuántos cañonazos les tiraron nuestros
artilleros a los mercenarios, pero fue durante toda la tarde, noche
y madrugada del 18 de abril!
Más adelante me encontré con el comandante Víctor Bordón y con el
capitán Emilio Aragonés, que avanzaban con una compañía de tanques
en dirección a Playa Girón. Miré el reloj, y al calcular en un mapa
la distancia, me percaté que a ese ritmo no tenía tiempo para estar
a las 6 de la tarde en Girón y cumplir estrictamente la orden de
nuestro Comandante en Jefe, y por la inexperiencia de aquellos
primeros años tomé un yipi y decidí avanzar a toda velocidad
delante de los tanques.
Pasé rápido por San Blas. Y ya cerca del Helechal los mercenarios
atrincherados allí nos abrieron fuego y fui herido en el muslo y
hombro derechos, y tenía esquirlas de granadas de mortero en la
espalda.
El compañero Miranda me cubrió con su cuerpo y me arrastró hacia
la cuneta, y aquello se convirtió en un verdadero infierno, pues los
mercenarios nos disparaban, nosotros les disparábamos a ellos y los
milicianos que venían detrás de nosotros también disparaban.
Miranda me subió a un vehículo bajo los proyectiles, y me
trasladó hacia una posta médica en Yaguaramas, desde donde me
remitieron en un carro de repartir leche hacia Santa Clara.
Recuerdo que mis acompañantes se preguntaban cómo yo estaba vivo
si mi gorra con los grados de capitán estaba agujereada por el
frente.
Yo estoy seguro que debe habérseme caído y en la tierra recibió
esos impactos, pues de lo contrario no estaría haciendo este relato.
Y ahí comenzaron sustos más grandes que los del combate, pues
además de las anteriores heridas, se llegó a pensar que tenía otra
de mayor gravedad en un riñón a partir de una supuesta esquirla
alojada en ese órgano y que se me debía operar de urgencia, y todo
resultó que tenía el pedazo de metralla incrustado en el
calzoncillo.
Me trasladaron a una clínica con más recursos, donde me atendió
el doctor Lima Recio, especialista en rayos X, quien también ordenó
hacerme otra placa, pero insistió en que me la hicieran sin pantalón
ni calzoncillo, se comprobó felizmente el error.
A 50 años de aquellos acontecimientos, lo que más me ha
impresionado siempre ha sido la visión y la estrategia de nuestro
Comandante en Jefe, quien ordenó desde el primer instante aniquilar
rápidamente al enemigo, para impedirle establecer una cabeza de
playa, constituir allí un gobierno de esbirros y traidores y
solicitar la intervención directa del ejército de Estados Unidos.