Cuando
una mañana del año 1960 Luís Ferrer Falcón le dijo a la subdirectora
de la escuela del Centro de Dependientes que estaba equivocada en
cuanto a su aseveración de que los "americanos habían sido los
ganadores absolutos de la Segunda Guerra Mundial", unos cuantos en
el aula supusimos que ella moriría ahogada en su palidez.
Alta y elegante en los preámbulos de los sesenta,
envuelta en un tenue perfume cuyo rastro podía seguirse gratamente
por los pasillos, la subdirectora no era una mala persona en lo
absoluto, y nos respetaba en el tratamiento profesor-alumno desde
una seriedad y distanciamiento muy pocas veces abiertos a una
sonrisa.
Todo cuanto decía parecía avalado por una sólida
cultura y no hay que dudar que la tuviera, solo que marcada por una
visión parcial del mundo.
Nadie la había impugnado nunca y la mañana en que
Luís Ferrer Falcón la interrumpió para decirle que el general
Eisenhower, entonces presidente de los Estados Unidos, no era el
dios político y militar que ella estaba proponiendo, le descubrimos
en el rostro el mismo signo de espanto que debió prevalecer en los
aristócratas de Luís XVI viendo a los sans-culotte marchar hacia la
Bastilla.
La mayor parte de los alumnos que cursaba aquel
octavo grado debía tener unos catorce años de edad, pero no sé por
qué Luis Ferrer Falcón ya había cumplido los dieciséis.
Dos años perdidos que no debieron ser por modorra
ni nada similar, pues siempre estuvo entre los alumnos más serios y
destacados y, a partir del encontronazo con la subdirectora, el
"pensante" y más respetado del grupo durante aquellos meses
convulsos en que buena parte de la muchachada no podía explicarse
por qué los americanos (tan buenos y heroicos en sus películas y
cómics, además de excelentes músicos y peloteros) se estaban
poniendo en contra de una Revolución justiciera.
Un buen día, Luís Ferrer Falcón se perdió del aula
y aunque la subdirectora no dijo nada, pareció agradecer la
ausencia.
Un año más tarde, el presidente Eisenhower le pasó
a Kennedy la batuta de la invasión a Playa Girón y días después de
la victoria nuestra, trabajando como aprendiz de caja en el
periódico HOY, me volví a encontrar con Luís Ferrer Falcón en letras
de plomo, integrante de una lista de combatientes caídos,
provenientes de la Escuela de Responsables de Milicia.
Medio siglo desde entonces, me digo mientras miro
aquella foto del grupo de octavo grado tomada en las escaleras de la
escuela que daba al patio, y él aparece, largo y flaco, medianamente
sonriente, como casi todos nosotros, mientras en un extremo, hacia
la altura, la respetable subdirectora trata también de poner su
mejor cara, pero no puede.