CRIMEN DE BARBADOS. Aniversario 30.

Treinta años después

Cuando el dolor perdura

SIGFREDO BARROS
sigfredo.bs@granma.cip.cu

Miércoles 6 octubre de 1976. El teléfono del departamento de deportes suena insistentemente. Son aproximadamente las 8 y minutos de la noche. Descuelgo el auricular y una angustiada voz de mujer pregunta: ¿usted podría decirme algo acerca de un accidente en el vuelo que venía de Venezuela? Me coge de sorpresa, no sabía de lo que me estaba hablando, le confieso mi ignorancia y cuelgo.

Sin imaginármelo, comenzaba para mí una verdadera prueba de fuego. Horas después la verdad comenzaba a abrirse paso: el avión de Cubana que hacía el vuelo regular de Caracas a La Habana, con escalas en otros puntos del Caribe, había explotado en el aire. No era un accidente, sino un atentado terrorista, un crimen horrendo, un golpe bajo y artero a la Revolución que andaba por sus 17 años de vida.

Un día después, la redacción del periódico era todo un hervidero. La catástrofe implicaba a todos los departamentos: deportes, por la presencia del equipo de esgrima que regresaba victorioso a la Patria; nacionales, por las decenas de pasajeros de múltiples profesiones, entre ellos los tripulantes de la nave; internacionales, por el hecho de viajar también en el avión siniestrado once estudiantes guyaneses y cinco funcionarios norcoreanos; culturales, por las múltiples personalidades que aportaron sus valiosas opiniones.

La tarea principal era entrevistar a los familiares de las víctimas, darle a conocer al mundo las personalidades de los hombres y mujeres vilmente asesinados por una mano inmisericorde y cruel. Se trabajó sin descanso —eran tiempos de "periódico en caliente", con las cajas y los linotipos rezumando olor a plomo—, empatando una jornada con otra: periodistas, fotógrafos, diseñadores, correctores, trabajadores del taller...

Nunca olvidaré la primera entrevista. Frente a mí estaba sentado un hombre fuerte, de pocas palabras. Era el padre de Inés Luaces, una estudiante de Estomatología nacida en Camagüey con 21 años en el momento del desastre. Se interrumpía constantemente, los recuerdos de Inés se le agolpaban. Me llamaron la atención sus manos, manos fuertes y gruesas, manos de constructor. No sabía dónde ponerlas: las abría, las cerraba, las ponía en las rodillas y luego las elevaba al rostro. Su Inés —una de las "negritas" a las que hizo alusión con cinismo inigualable el despiadado asesino Orlando Bosch—, se le había ido para siempre y él se afanaba por colocar sus recuerdos en orden, uno a uno, para no olvidarla jamás.

No se me borrará de la memoria la última. Era la mañana del 14 de octubre. Casi nos mareamos en el carro buscando el hogar de Cándido Muñoz, uno de los floretistas desaparecidos. Por fin, en un rincón de San Francisco de Paula, un anciano nos señaló una casita de madera y nos dijo: "Ah, sí, el deportista, todos lo hemos llorado por aquí".

En la sala nos recibió la madre. Una mujer delgada, serena, a pesar de la desgracia que la embargaba. Comenzó a hablarme de Cándido, su Cándido, el orgullo del hogar, el ejemplo. Esta casa se llenaba los domingos de muchos de sus compañeros del interior y, cuando se iban, les decía: "No se olviden de besarla, que esa es mi madre". Todo el mundo lo quería por cariñoso, alegre, comunicativo.

Aquella mujer seguía hablándome, derramando lágrimas tras lágrimas, inconteniblemente. Yo no me atrevía a mirarla, permanecía aferrado a mi libreta de notas, como a una tabla de salvación y con la desesperación porque los minutos no se me siguieran convirtiendo en horas.

Han pasado 30 años. Pero el dolor perdura. Perdurará por siempre, como recuerdo eterno a los Mártires de Barbados.

   

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