Hoy, pasadas tres décadas del acto terrorista, nuevamente escribo
con orgullo sobre los Mártires de Barbados.
Y hablo de su hidalguía, porque defendieron a nuestra Patria con
honor. Con su intrepidez, esas esperanzas olímpicas ganaron las ocho
medallas de oro en disputa y por cuarta ocasión consecutiva los
Campeonatos Centroamericanos y del Caribe de Esgrima. Sus preseas
aún refulgen desde el fondo del mar para cegar a sus asesinos.
En estos días de recordación retornan a la mente los momentos de
ira y dolor vividos hace seis lustros. Los instantes iniciales,
cuando todavía no se tenían todos los pormenores sobre la voladura
del avión CUT-1201 de Cubana; las jornadas de intensa búsqueda de
los restos mortales a más de 600 metros de profundidad frente a las
costas de Barbados!
Fue muy triste y difícil a la vez —para quienes conocimos a
muchos de esos jóvenes y departimos con ellos en los torneos Fonst
in Memoriam y en los campeonatos nacionales— entrevistar a sus
familiares en medio de la tragedia.
Y mientras los seres más queridos de los caídos hacían un
esfuerzo supremo por ofrecer algunos detalles acerca de su paso por
la vida y el deporte, como golpes efímeros de luz pasaban por mi
mente la contagiosa gracia cubana del entrenador Santiago Hayes; la
amabilidad de Luis A. Morales (Billito), quien después de destacarse
como atleta y sobresalir por su destreza en la organización de
eventos, asumió con éxito la secretaría de la Confederación
Centroamericana y del Caribe de Esgrima; la humildad y el desvelo
mostrados por el armero Jesús Gil para resolver cuanto problema
surgiera; la candidez y entereza de la floretista Virgen Felizola;
la calidad de la pinareña Nancy Uranga, a sus 22 años de edad
estudiante de Ciencias Biológicas en la Universidad de La Habana.
No pretendo mencionarlos a todos, como tampoco olvido que entre
los 73 muertos en el crimen de Barbados estaban 11 guyaneses y cinco
ciudadanos de la República Popular Democrática de Corea. Pero,
permítanme una licencia: hablarles un poco acerca del viejo Gil, un
hombre que proveniente de otra profesión, sin conocer nada sobre
floretes, espadas y sables, impulsado por el amor al trabajo, se
convirtió en un imprescindible.
La instalación situada en Prado y Trocadero era en esos años 70
el escenario por excelencia de la esgrima. Un edificio antiguo y
majestuoso, en el corazón de La Habana.
Allí, en un pequeño sitio, tenía Jesús Gil su taller de
reparaciones. Alicate en mano, iba y venía por la sala durante las
competencias o los entrenamientos, haciendo caso omiso de quienes
jaraneaban con él y sus "inventos" para mantener las armas en uso.
Ese era Gil. Amistoso, abnegado, noble. En una ocasión me senté a
su lado mientras intentaba arreglar un florete, y le pregunté con
cierto aire de chanza: ¿Usted no se cansa de reparar tantas armas
viejas? A lo que ripostó con una estocada a fondo: ¿Acaso a ti te
aburre el periodismo?
Jesús Gil fungió como armero del equipo Cuba y de los otros siete
elencos participantes en el IV Centroamericano y del Caribe de
Caracas 1976.