La sed en el desierto genera espejismos y hacen falta más que oasis
para calmarla.
Observo con preocupación que algunas personas están a la espera de
que el anuncio de determinadas medidas resuelvan de por sí, de ahora
para ahorita, necesidades domésticas acumuladas, espirituales o que
tengan un reflejo automático en el consumo.
Una cosa será encarar el despeje de algunas medidas relacionadas
con las llamadas "prohibiciones", como puede ser, por ejemplo, el
acceso al turismo, la venta de equipos, y otra, digamos que el asunto
de la doble moneda, donde debemos avanzar en su solución pero cuyas
complejidades son enormes, o seguir creyendo que todo se puede
dilucidar aumentando salarios sin contrapartida material.
Como han pasado poco más de 20 años desde que se adoptó la política
del turismo internacional, considero imprescindible recordar que la
industria turística alcanzó su mayor desarrollo en la Revolución para
facilitar el pleno acceso de los cubanos. La prioridad al turismo
foráneo (aun cuando se han mantenido algunas capacidades para
nacionales) fue el resultado de una situación crítica del país, que se
asumió por la propia dirección revolucionaria a regañadientes y a
sabiendas de que siempre generaría incomprensiones y resquemores.
Pero no había otra alternativa y obedeció a hechos económicos
incuestionables.
Descalabrado el mercado natural que teníamos con los países
socialistas y la Unión Soviética, recrudecida la guerra económica con
nuevas medidas extraterritoriales yankis a partir de la ley Torricelli,
junto a la obsesiva política de procurar nuestro aislamiento
internacional, coyunturas que dieron paso a la severa crisis que hemos
llamado periodo especial, ¿de dónde podía el país obtener de manera
rápida más divisas para acrecentar los recursos que permitieran
adquirir los bienes materiales indispensables, preservar en cierta
manera la industria nacional y no renunciar a los planes de
desarrollo, en momentos además que como nación exportadora de materias
primas los precios internacionales han estado alterados
constantemente?
Junto a ello, estuvieron presentes además otras muchas
consideraciones de limitación del acceso y entre ellas una de fuerza
mayor: el deseo de evitar la desigualdad en una sociedad marcadamente
igualitarista.
Las circunstancias de este momento son diferentes y ese es el
análisis que hoy quizás se esté ponderando con otra óptica más
ajustada a la realidad.
Ahora, "el pollo de nuestro arroz con pollo" se reduce a una
ecuación matemática: no es posible esperar a que se resuelvan más
necesidades si no se trabaja más, si no se produce más.
Por eso es elemental comprender que la dirección del país no puede
decir de hoy para mañana que desaparece la doble moneda, que tuvimos
que adoptar como algo perentorio cuando empezamos a buscar fórmulas
propias para remontar el momento más crítico y agudo del periodo
especial.
Si se despenalizaba la tenencia de divisas, si se daban pasos
positivos en la relación con la comunidad cubana en el exterior y el
envío de remesas, si se adoptaban formas de propiedad y empleo con la
creación de las empresas mixtas y se ampliaba el marco de cooperación
internacional en diversos sectores económicos, sociales, culturales y
deportivos, era imprescindible contar con un peso convertible que
tuviera cada vez mayor fuerza como moneda nacional, mucho más después
que desterramos el dólar.
No hay que ser experto para plantearse qué es lo que le da valía a
una moneda, como no sea el valor productivo, de servicios o de otra
índole financiera que la respaldan.
En nuestro colectivo nos hemos planteado varias veces la hipótesis
de qué pasaría si se dice que mañana desaparece la doble moneda. No
hay que ser sabio para imaginarse que la gente arrasaría de inmediato
con los mercados, ¿y después, qué?
Indudablemente, lo esencial para que mejoren los servicios, para
que mejore el consumo, es que haya productos y recursos. Y esos no
caerán del cielo, surgirán del trabajo y que gane más salario el que
más produzca.
Y desgraciadamente hay un segmento no despreciable en nuestra
sociedad que no tiene en el centro de sus inquietudes la mentalidad de
productores, quieren vivir sin trabajar y consideran que meroliqueando
lo van a tener todo a cuenta de los demás.
Nuestro legítimo afán por vivir mejor estará siempre condicionado
por el desarrollo económico que alcancemos.
He ahí lo imprescindible de que la esfera productiva aporte más,
con eficiencia y calidad y que evitemos el gasto de miles de millones
de dólares en importaciones y así ayudar a recuperar la industria
nacional.
El grueso de lo que se vende en las tiendas en divisas no es de
nuestra industria nacional, es importado: también la mayor parte de lo
que se consume en los servicios turísticos es importado, hasta
vegetales hubo que importar en un momento determinado en un embarque
aéreo que un compañero llamó un día como el vuelo de la indignidad, y
muchos olvidan que buena parte de lo que consumimos en nuestra
subsidiada canasta básica familiar, proviene igualmente de las compras
en el exterior y cada vez más caras.
No menos importante es que la actividad presupuestada combata sin
tregua la mentalidad gastadora que tenemos en muchos lugares y que es
un despilfarro de recursos al no establecerse por las administraciones
las normas de gastos elementales.
Si uno se fija, en el discurso administrativo, salvo excepciones,
no se escucha que en el centro de las preocupaciones esté la
productividad del trabajo, los costos, el rendimiento, mientras en el
ahorro siguen predominando la formalidad y el consignismo. Así no
avanzaremos.
Este carro tiene gasolina para rato, pero tenemos que halar parejo.
La nación no puede seguir gastando tanto dinero y comprometer su
balanza de pagos. Sería imperdonable que por nuestra inercia
hipotecáramos el futuro.