Dicen los aludidos que "es mejor que se hable, bien o mal, pero
que se hable, porque es síntoma de que no se pasa desapercibido". Y
en eso pensé cuando un alud de informaciones cablegráficas allende
los mares comenzó a irrumpir, a crecer desenfrenadamente, como
enorme bola de nieve lista para enfriar emociones.
Que si Raúl limitó el tiempo de mandato a un máximo de dos
periodos consecutivos de cinco años; que si Fidel traspasó los
cargos a su hermano; que si el líder histórico se jubiló; que si los
cambios, hechos para apuntalar, no se harán a corto plazo; que si el
Sexto Congreso no dejó sorpresas de ningún tipo... Entonces, intenté
sumergirme en el raro silencio del bullicioso Cerro, con el fin de
volver a vivir las señales de una cita que, como mismo dio mucho
para hablar (nunca los "escribas de la Cuba castrista" tuvieron
tantos titulares para lucirse en sus medios) también dejó un halo de
complicidad entre los que tuvimos la suerte de presenciarla.
Y si algunos se quedaron solo en la silueta que rodea las cosas,
sin gastar un segundo en intentar rellenarla; otros hallamos las
sutilezas que hacen de esta Revolución "lo más grande de la vida",
como gritara una vecina en medio del ajetreo perpetuo de su hogar.
Entonces fue necesario regresar a la sala de las conmociones para
inmunizar la hipotermia de los cables desesperanzadores. Volver a
ver al Comandante, ese que dice haber recibido demasiados honores,
aplaudiendo feliz y de pie, la elección del nuevo Primer Secretario;
asistir otra vez al momento en que Raúl cede gentil su asiento a
Nemesia, como para que nadie allí olvidara los horrores curados por
esta Revolución; escuchar por segunda oportunidad la lista de los
miembros del Comité Central del Partido, obligada a hacerse
perfectible en el intento de juntar jóvenes, mujeres, negros,
mestizos... y encontrar entre ellos los nombres de Armando Hart o
Melba Hernández, ambos empeñados en abandonar las sillas de ruedas
cuando sus nombres retumbaron, esas sillas que ahora atan sus
esfuerzos pero no sus ánimos siempre intactos.
Fue oportuno, en el intento de curar la mala intención convertida
en noticia de último momento, recordar a los que allí lloraron, a
los que no lo hicieron pero el nudo en la garganta casi los asfixió,
a los que se tomaron de la mano sin siquiera conocerse para cantar
La Internacional. Revivir también, avergonzados, las críticas duras,
ciertas, desafiantes. Volver a oír, además, el compromiso de honor
de que el Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista
de Cuba tiene como misión principal y sentido de su vida defender el
Socialismo, perfeccionarlo... y no permitir nunca el regreso de aquel
régimen oprobioso que tanto laceró a esta Isla.
Así, sanada luego de la algarabía del más allá, fue bueno seguir
al cantor, tararear que nadie va a morir, menos ahora que esta mujer
sagrada inclina el ceño. Y es que a pesar de todas las piedras del
camino para tropezar, del lado de acá siguen naciendo caprichos
irreverentes: señales de una Revolución que no se cansa de desandar,
amén de tanta alharaca inútil.