Cuando parecía improbable que el Sexto Congreso del
Partido estremeciera en escalas mayores a los que a él asistieron,
un honor inesperado petrificó a cada uno en su asiento, para medio
segundo después hacerlos estallar en aplausos y vivas.
El querido Comandante en Jefe, Fidel, volvía a la
sala que por tantos años ha transformado en una trinchera del verbo,
y desde la cual siempre se proyectó como un soldado de las ideas.
Al verlo, varios sueños que ya había cedido al rango
de la utopía repentinamente se fundieron e hicieron corpóreos: por
fin, escribiría una nota en la que informara dónde y cuándo estuvo
Fidel (anhelo relegado por mi generación de comunicadores) y
atesoraría el recuerdo de cuando, por primera vez en mi vida,
presenciara juntos a Fidel y a Raúl, hermanos más de causa que de
cuna, mitades individuales de una unidad compacta que no lleva otro
nombre que el de liderazgo de la Revolución.
En lo que tarda la sangre en conectar el corazón con
la memoria, mi primera vivencia en un congreso partidista me
trasladó al día milagroso en que, diez años atrás, las manos
poderosas del único Comandante en Jefe (eternizadas por el trazo
lírico de Guayasamín), dejaron en las mías el carné de la Unión de
Jóvenes Comunistas.
Con total nitidez reviví las emociones que me
sacudieron entonces: un segundo para vencer la incredulidad, dos
para recuperar el aliento, tres para que el júbilo me desbordara.
Enorme y generoso, bajo el cielo por techo de la
Tribuna Antimperialista, me dedicó una sonrisa, una caricia en el
pelo, unos minutos de atención, hasta que el sollozo me dejó
agradecerle por la obra redentora.
Tan humilde y tan inmenso estuvo de nuevo ahora en
la sala de plenarias del Palacio de Convenciones, tomando notas como
cualquiera de nosotros cuando una frase preclara lo mereció;
aplaudiendo emocionado, cual delegado entre mil, la elección de sus
compañeros de lucha: Raúl como Primer Secretario, y Machado como
Segundo.
Y es que Fidel es mucho Fidel, como afirmó Raúl. Su
luz no cede, no se apaga; refulge mientras más se cultiva la
dignidad plena del hombre.