General de Brigada Calixto García Martínez Fidel siempre ha hecho realidad lo que ha pensado Desde su juventud, el hoy General de Brigada Calixto García Martínez se unió a Fidel Castro en su aspiración de que todos los cubanos pudieran tener una patria digna. Calixto, licenciado en Ciencias Sociales, no es una persona locuaz. Entrevistarlo no resultó fácil. Además, en estos momentos, su salud no lo acompaña. Sin embargo, la conversación resultó muy interesante. Demostró tener excelente memoria y me narró diversos hechos de su vida de revolucionario, desde el 10 de marzo de 1952 hasta nuestros días LUIS BÁEZ —¿De qué parte del país es usted?
— Soy matancero. Nací en los límites entre Matanzas y Las Villas en un lugar llamado Tría. A la caída del gobierno de Gerardo Machado nos botaron de donde vivíamos y mi familia se mudó para Motembo.—¿En qué año nació? —En 1928, aunque en la inscripción de nacimiento aparezco como que nací en 1931. Somos ocho hermanos. Desde los cuatro años me criaron mis padrinos. Estudié en una escuelita llamada San Rafael de Guachinango, que se encontraba ubicada en un lugar llamado La Reserva dentro de la finca de mi padrino. En el Hogar Infantil de Colón llegué hasta octavo grado y de ahí pasé a la Escuela Provincial de Agricultura, en Matanzas, para hacerme maestro agrícola; donde cursé dos años. Los estudios los terminé en La Habana en el Instituto Agrícola que había en Rancho Boyeros. —¿Qué hizo al terminar los estudios? —Al graduarme, en 1949, regresé a Matanzas. No encontré trabajo en mi profesión y tuve que ponerme a chapear para poder vivir, hasta que decidí virar para la capital. —En La Habana, ¿cómo subsistió? —Conseguí trabajo en la droguería Johnson, en Obispo y Aguiar, en la Habana Vieja, como auxiliar del departamento de envases. En ese trabajo me sorprendió el golpe del 10 de marzo de 1952. —¿Cuál fue su reacción? —Ese mismo día me fui para la Universidad donde tenía algunos amigos. Apoyo el llamado a la huelga general, pero finalmente no ocurrió nada. —¿Quién fue su primer contacto revolucionario? —Ñico López, al que conocía del local del Partido Ortodoxo en Prado No. 109. —¿Cómo conoció a Fidel Castro? —Mediante Ñico López. Recuerdo que Ñico me dijo que ahora sí la lucha revolucionaria iría adelante, pues podíamos contar con un gran jefe que es Fidel Castro. Personalmente conocí a Fidel en un acto celebrado en horas de la noche en Prado No. 109. Recuerdo que en su intervención planteó que el momento era de Revolución, luchar con las armas en la mano y no de discursos. —¿Qué pasos dio? —Se creó una célula. El jefe era Ñico. Comenzamos a hacer prácticas de tiro en la Universidad y en el poblado de Los Palos. En una de mis visitas a la Universidad conocí a Raúl Castro, con el que he mantenido una estrecha amistad durante más de cuarenta años.
—¿Cómo se enteró de que iba a participar en el ataque al cuartel Carlos Manuel de Céspedes en Bayamo? — Fui para Oriente sin conocer cuáles eran los planes. En Bayamo, Ñico me dijo que nos quedábamos en esa ciudad y me explicó la tarea.La noche del veinticinco nos alojamos en una casa particular. Nos probamos los uniformes. Dormí hasta que me avisaron para ir a la acción. —¿A qué hora comenzó la acción? —A las cinco de la mañana. La información que nos habían facilitado no era correcta. Al fallar la información, falló la acción. Estuvimos combatiendo alrededor de hora y media, hasta que decidimos retirarnos. — ¿Cómo pudo irse? — Me quité el uniforme. Debajo llevaba ropa de civil. Cogí rumbo a la carretera. Ñico le vendió su reloj a un campesino para poder comprar los pasajes. En medio de esa situación, no teníamos noticias de lo que ocurría en Santiago de Cuba. A la salida de Holguín, el ejército registró el ómnibus. En Jatibonico nos bajamos y un familiar de Darío López nos dio dinero para continuar hasta La Habana. —En la capital, ¿qué hizo? —Fui al cuarto que tenía en Teniente Rey No. 8 entre Oficios y Mercaderes. Me cambié de ropa y seguí rumbo al trabajo. A las dos horas, el Servicio de Inteligencia Militar (SIM) me fue a buscar a la droguería. —¿Lo cogieron? —No. Me les fui. —¿Cómo se les escapó? —Un compañero me avisó de la presencia de los guardias. Me encontraba en el tercer piso y bajé por el ascensor privado del viejo Johnson. Cogí por Aguiar, O’Reilly hasta que me pude montar en un ómnibus de la ruta siete y fui hasta el Cotorro. De ahí seguí hasta el central Zorrilla, en Los Arabos, provincia de Matanzas. Al llegar, me enteré de que el ejército me estaba buscando y tuve que esconderme varios días en un cañaveral. Los compañeros del Movimiento me avisaron que regresara a La Habana para asilarme en una embajada. — ¿Logró asilarse? —Sí. Pero antes permanecí tres días en el cuartucho en que vivía Gerardo Abreu (Fontan) en la calle Galiano. Finalmente, logré entrar en la embajada de Uruguay. La tiranía se negaba a darme el salvoconducto bajo el pretexto de que no tenía motivos para asilarme, a pesar de que mi nombre aparecía como uno de los muertos en la acción de Bayamo. El embajador uruguayo les planteó a las autoridades que eran responsables de lo que me pudiera ocurrir. A los veinticinco días partí hacia el exilio. —¿A qué país? —A Costa Rica. Pienso que fui de los primeros en romper la tradición de que el asilado tenía que salir para el país asilante. En esos días, Ñico también se marchó en calidad de exiliado para Guatemala. —¿Cómo le fue la vida en Costa Rica? —Muy dura. No conseguía trabajo. Vivía del dinerito que me mandaba mi hermana para pagar la casa de putas donde dormía. En San José conocí a algunos políticos latinoamericanos que estaban en el exilio. Algunos llegaron a presidente en sus respectivos países. El jefe del gobierno costarricense era José Figueres. También entablé amistad con el Che Guevara, al que veía en el Soda Palace, un café que se encontraba en el centro de la ciudad y al que acudíamos en horas de la noche muchos asilados. Pienso que fui el primero que le hablé al Che de Fidel, de Cuba y de nuestro Movimiento 26 de Julio.
—¿Qué tiempo permaneció en Costa Rica? —Siete meses y medio. No tenía comunicación con Cuba. No había noticias de nuestros compañeros. Decidí irme para otro país, en que el contacto con La Habana fuera más factible. —¿Adónde viajó? —A México. Tuve que cruzar Honduras, país en que permanecí un mes. Igualmente me tocó la difícil tarea de tener que atravesar por la Nicaragua de los Somoza. Pasé mucho trabajo, pues llevaba muy poco dinero. —¿Tenía algún contacto en México? —Ninguno. Dio la casualidad de que Ñico y otros compañeros que estaban en Guatemala también habían viajado rumbo a ese país. Nos reunimos para acordar el camino a seguir. En esos momentos, en México había varios movimientos seudorrevolucionarios que me hicieron tentadoras ofertas para que me pasara a sus filas. Todas las rechacé. Permanecí firme al lado de Fidel, que se encontraba preso en Isla de Pinos. —¿De qué vivió? —Sería mejor decir como subsistí. Llegué a México con un peso en el bolsillo. Tuve que dedicarme a buscar trabajo. Fueron momentos muy difíciles. En una ocasión estuve diecisiete días viviendo a base de un café con leche diario. Para poder tomarlo, tenía que esperar a un compañero que salía de su trabajo a las tres de la madrugada, que me ayudaba a pagarlo. Me consiguieron un puesto de masajista. De eso no sabía nada. No me quedó más remedio que aceptar la proposición y convertirme en masajista. —¿Cómo se las arregló? —Comencé a laborar en un club de béisbol. Tuve la enorme dicha de que el manager era el gran pelotero cubano Martín Dihigo, quien me enseñó en qué consistía el trabajo. Eso me sirvió para recorrer la zona norte del país, Durango, Chihuahua, Torreón, Aguascalientes. También hice de extra en la película: China, la reina de la selva. Me tenía que tirar de una altura de unos veinte metros para un río. Aunque no era buen nadador me lancé en varias ocasiones. Cuando hay necesidad, todo es posible. En el transcurso de esa situación el tiempo seguía caminando y mi desesperación consistía en cómo continuar en el movimiento revolucionario. En eso me sorprendió la amnistía a Fidel y al resto de los compañeros. —¿Cuándo volvió a ver a Fidel? —Al llegar a México. En esos momentos me encontraba viviendo en Jalapa. Saber de su presencia me dio tremenda alegría. Aunque éramos pocos, estaba Fidel, lo que quería decir que éramos muchos. Con Fidel, Raúl, Juan Almeida, Jesús Montané y otros compañeros, comenzó a renacer y a organizarse el movimiento que culminaría con la expedición en la que desembarcaríamos en la provincia oriental. En México se movían elementos masferreristas, batistianos, trujillistas, que tenían la intención de asesinar a Fidel. La capacidad del jefe de nuestro movimiento le permitió eludir esas persecuciones. Fuimos adquiriendo nuevos medios, recursos y armas. Parte de esas armas me tocó cuidarlas. —¿En dónde? —En una casa. Era tan reservado el lugar, que no podía salir a la calle. Al mismo tiempo de ser guardián del armamento, tuve que aprender a cocinar. En esa situación permanecí un mes. Después comenzamos la preparación combativa. —¿En qué consistía? —Nos levantábamos a la cinco de la mañana. Caminábamos varios kilómetros hasta llegar a un club de tiradores llamado El Águila o El Azteca. Aquí tiré por primera vez con fusil calibre 30,06. Entre los distintos grupos formábamos competencia a ver cuál era el que mejor tiraba. La mayoría de las veces los blancos eran conejos y el grupo que los mataba se los llevaba para su casa. También acudíamos al bosque de Chapultepec. Allí aprendimos a remar. El regreso lo hacíamos también a pie. Diariamente caminábamos varios kilómetros. Después pasamos a otro tipo de entrenamiento más duro. Varios de los grupos ya habían salido de Ciudad México. Una parte fue para el estado de Veracruz. A mí me mandaron para el rancho La Rosa. Empezamos a realizar entrenamientos en horas de la noche. Caminábamos hasta treinta kilómetros por pinares, selvas. Nos tropezamos con algunas serpientes. Pero nos fuimos adaptando. Cuando más avanzados nos encontrábamos, las dos terceras partes de los futuros expedicionarios fuimos detenidos por la Policía Federal. Mantuvieron presos algunas semanas a la mayoría de los compañeros hasta que fueron puestos en libertad, a excepción de dos. —¿Quiénes fueron esos dos? —El Che y yo. Permanecimos detenidos cincuenta y cinco días. Las autoridades de inmigración alegaban que nuestros documentos no se encontraban en regla y que nos iban a deportar. Se realizaron muchas gestiones para evitar que nos deportaran. Cuando decidieron ponernos en libertad, lo hicieron con la advertencia de que en seis días teníamos que arreglar nuestros papeles. Nos escondimos de manera que ni los chivatos, ni la Federal, ni ninguna otra policía mexicana nos pudiera detener. Nos fuimos para el estado de México, para un lugar llamado Ixtapan de la Sal. Pasábamos como estudiantes, pero no era un lugar favorable para el Che que padecía de asma y en la noche, a causa del clima, le daban los ataques, uno tras otro. Recuerdo que por primera vez en mi vida inyecté a alguien en las venas y fue precisamente al Che. Decidimos trasladarnos para Toluca y nos alojamos en un cuarto de la azotea de un hotel. Nos pasábamos el día estudiando. Íbamos del hotel directamente a la biblioteca de la ciudad, de manera de no llamar la atención. Teníamos pocas noticias del resto de los compañeros. Una tarde llegó Cándido González, quien nos dijo que rápidamente recogiéramos nuestras cosas, pues nos íbamos. Todas las pertenencias cabían en una pequeña maleta. Montamos en un carro y regresamos a Ciudad México. El Che se quedó en la casa de un compañero y seguí para donde se encontraban Fidel y Raúl. Me dio tremenda alegría volverlos a ver. Raúl tenía en la mano un papel con una lista de nombres. —¿En qué consistía la lista? —Eran los nombres de los compañeros que vendríamos en el Granma. También se daban los toques finales a la estructuración de los pelotones y escuadras. En un momento determinado Fidel me entregó cien o doscientos pesos y me dijo que, cuando oscureciera, me fuera con Roberto Roque Núñez para Pachuca y que durmiera esa noche allí. En horas de la mañana deberíamos trasladarnos a Villa Juárez y alojarnos en determinado hotel y esperar que viniera un contacto a recogernos. Hicimos todo lo que nos orientaron. Al poco tiempo de estar hospedados llegó nuevamente a buscarnos Cándido González. Fuimos hacia un sitio, no recuerdo si era una casa o un hotel, donde ya estaban despachando el personal hacia Tuxpan. Vimos fusiles, uniformes y a familiares de compañeros. El Che, Roque y yo fuimos los últimos en salir hacia donde estaba el barco anclado. Antes de marcharnos, Fidel le dijo al Che que lo esperaría hasta el máximo y que buscara la manera de llegar de todas formas. —¿En qué fueron? —No había un carro por ningún lado. Pasaba el tiempo y no encontrábamos a nadie. De repente, en medio de la carretera, apareció un auto de alquiler. Nos dijo que cobraría ciento ochenta pesos por llevarnos de Villa Juárez a Tuxpan. Era una enormidad, pero aceptamos. El problema nuestro era llegar. Por el camino el chofer se acobardó. No quiso continuar el viaje. El Che me dijo que velara por mi lado que él se encargaría de controlar al conductor del vehículo. De todas maneras llegamos a Poza Rica, que era la mitad del camino. Le pagamos solo la mitad de lo acordado. El propio chofer nos consiguió otro taxi que nos condujo hasta Tuxpan. Le pagamos noventa pesos. Tuxpan es un pueblecito. Al primero que vimos fue al compañero Juan Manuel Márquez. Nos orientó continuar. Al poco rato nos encontramos a otro expedicionario que nos dijo que cogiéramos hacia la izquierda. Íbamos sin hablar con nadie. Solo atentos a las señas de los compañeros hasta que llegamos al río y vimos el yate. El compañero Almeida en su libro: ¡Atención! ¡Recuento! ofrece algunos datos técnicos del Granma: embarcación de recreo para realizar travesías cortas, con camarotes y literas para dormir siete personas; dos motores Diésel de seis cilindros y doscientos cincuenta caballos de fuerza cada uno; cuatro tanques de combustible con capacidad total de ocho mil litros. Nueve nudos, velocidad crucero y 13,25 m de eslora. Ya en el sitio se encontraba un grupo numeroso de compañeros. No sabía si había otra embarcación. —¿En qué momento abordó? —Decidí montarme enseguida, pues me preocupaba que fuera una sola nave y me quedara en tierra al no caber tanta gente. Fui de los primeros en abordar el Granma. Me instalé en un pequeño camarote. Más tarde fueron subiendo los demás. Comenzaba a amanecer y el tiempo estaba malo. No había permiso de salida para los barcos, pero como nos encontrábamos en un río, no se notaba mucho la mar picada. Llegó el momento de poner los motores a funcionar. Comenzamos a navegar lentamente. —¿Cómo realizó la travesía? —A medida que avanzábamos se iba moviendo cada vez más, hasta que llegó un momento que no sabíamos si estábamos montado en un yate o en un cachumbambé. El mar estaba encrespado y mecía la embarcación de un lado para otro. Me entró la preocupación de que pudiéramos naufragar. Me recosté y me quedé dormido. Al despertar, ya era de día. Al segundo día de navegación, Fidel vino a verme y me preguntó cómo me encontraba. Fui de los pocos que no se mareó. El Comandante en Jefe tampoco se mareó. Una gran parte de los compañeros se marearon, de una forma u otra. Al tercer día decidí salir del camarote. —¿Qué se encontró afuera? —Imagínate como podíamos ir ochenta y dos hombres en tan poco espacio, en unión de los equipos que llevábamos. Uno acostado a los pies de otro, otros con una parte del cuerpo fuera, otro ocupó el camarote de donde yo había salido. Los dos primeros días nos tocó media lata de leche condensada por persona. No la tomé para evitar marearme. El segundo día tampoco quise tomarla. Al tercero me comí una naranja. Al cuarto nos dieron una tajadita de queso con mortadella. Al quinto, una naranja que se había echado a perder y para el resto, no había más nada. Fidel iba arreglando las mirillas. Comprobando el estado general del armamento. Del quinto al sexto día comenzamos a ponernos los uniformes. El penúltimo vimos un pequeño cayo que estaba sembrado de maíz. También se veían, en la distancia, algunas mata s de plátano. Fue la primera tierra que contemplamos después de la salida de México. El último día el compañero Roque se subió al techo para ver si descubría el resplandor del faro de Cabo Cruz. El yate dio un bandazo y Roque cayó al mar. Fue algo que solo se ve en las películas. Como había sido marinero tenía conocimientos de natación y sabía cómo sostenerse en el agua. Fidel dio órdenes de que no nos po-díamos ir sin encontrarlo. Pasamos varias horas buscándolo. Era de noche. No se veía. Cuando habíamos perdido la esperanza, se escuchó un grito de que Roque había aparecido. Se le tiró una soga y lo rescatamos. Eso nos retrasó la llegada a las costas cubanas. Desembarcamos de día. Por nuestra fonía nos enteramos que cerca había un guardacostas. Este, a su vez, también nos detectó. —¿Dónde creyó que había llegado? —A un cayo, a un manglar que se perdía de vista. Al lanzarme al mar con el peso que traía encima, el agua me daba prácticamente por los hombros y no podía ni levantar los ojos. Al poco tiempo la aviación comenzó a ametrallarnos y el guardacostas también nos abrió fuego. La tierra firme no aparecía. Caminábamos y caminábamos y el fango a veces nos llegaba a la rodilla y otras al pecho. Aquello parecía interminable. Apenas avanzábamos. Parecía que estábamos mejor en el yate. Todo me daba vueltas y no estaba mareado. El vaivén del barco nos había desgastado. —¿Qué fue lo primero con que se tropezó? — Al llegar a tierra firme lo primero conque tropecé fue con la casa de un campesino. Después tuve contacto con algunos carboneros, gracias a los cuales, pude comer por primera vez un poquito de frijoles. Los alimentos que consumíamos los pagábamos. La aviación se mantuvo todo el día bombar-deándonos. Por la noche continué la marcha. Antes de amanecer estábamos en Alegría de Pío. No me percaté de dónde me encontraba. A un lado estaban los cañaverales, al otro el monte. Acampé en el medio, en un lugar, que en la oscuridad parecía una continuación del monte. Eran matorrales cubiertos de bejuco. —¿Cuál era la intención? — Acampar de día y seguir la marcha por la noche. Como éramos un grupo numeroso por donde pasábamos, dejábamos rastro, especialmente cuando alguien cortaba alguna caña y se la iba comiendo. Eso dio lugar a que los soldados descubrieran nuestra ruta. Había transcurrido la mañana. Alrededor del mediodía aparecieron unas avionetas y detrás los aviones. Yo pertenecía al pelotón que comandaba Raúl Castro. Momentos antes de iniciarse el fuego, un italiano que venía con nosotros nos explicó cómo debíamos movernos en el momento del combate. Decía que cuando se sentían los tiros, lo primero que uno tenía que hacer era tirarse al suelo, oír de dónde venían y decidir por dónde irse. No había terminado de aconsejarnos cuando sonó el primer disparo. Pensé, que era un disparo escapado, pero al instante era una lluvia de balas lo que caía sobre nosotros. Me acordé de la explicación, pero no lo encontré a mi lado. Al parecer, no había escuchado de dónde venían los tiros. Por cierto ese compañero italiano llamado Gino Donne pudo escaparse, llegar a La Habana e irse del país. Más nunca he vuelto a tener noticias de él. Fueron instantes muy tensos. Habíamos sido atacados por sorpresa. Nos encontrábamos en un sitio que no conocíamos. Los disparos venían de tres flancos. Me desplacé. Pude meterme en el cañaveral en unión de Carlos Bermúdez —padecía de reuma—, y de Calixto Morales. Continuamos avanzando y pasamos la guardarraya. Entramos en otro cañaveral. No podíamos salirnos porque tropezábamos con el ejército. Además no sabíamos hacia dónde coger. Le dieron candela al cañaveral que estaba al lado de nosotros. El fuego comenzó a extenderse. Los guardias se metieron a peinar el cañaveral. Al amanecer, apareció nuevamente la aviación ametrallando. Era un avión detrás de otro. Me tocaba para ver si estaba vivo. No teníamos agua. No podíamos cortar caña para comer porque hacíamos ruido. Lo que pude cortar fue un pequeño renuevo de caña y nos lo repartimos a pedacitos para calmar un poquito la sed. Al día siguiente no llegaron los aviones y decidimos irnos. Montamos los fusiles. Salimos a la guardarraya. No escuchamos ningún ruido. Ni observamos ningún movimiento. Habían pasado unos minutos cuando oímos gallos cantando. Pensamos que cerca debían existir algunas casas. Cogimos para el lado contrario. Después supimos que en esos bohíos se encontraba el ejército. Desgraciadamente muchos compañeros llegaron a esas casas y la mayor parte fueron detenidos y posteriormente asesinados. — ¿Qué decisión tomó? —Internarnos nuevamente en los montes. Había muchos arrecifes. Nos pasamos el día caminando. Al llegar la noche, no teníamos dónde acostarnos, porque todo eran arrecifes y pedruscos. Aquello estaba lleno de cangrejos. A algunos compañeros le comieron los zapatos. Cogimos uno y lo repartimos entre los compañeros para amortiguar la sed. Al amanecer nos orientábamos por el sol. Por la noche, cuando la veíamos, por la Estrella Polar. Empezamos a subir a la altura de "Boca del Toro" con el ejército detrás de nosotros. Al llegar al arroyo, vimos que había un precipicio de unos treinta metros. Logramos bajarlo por unos bejucos amarrados a los palos, con los fusiles atravesados. En el arroyo tomamos agua. Hacía bastante tiempo que no lo hacíamos. Ya de noche, en la cercanías de Boca del Toro, encontramos una familia que nos dio galletas, dulce de guayaba y nos orientó el rumbo a seguir. Seguimos avanzando. Tocamos en algunas casas. Cuando abrían y nos veían decían: "sigan, sigan". Continuamos por un camino desconocido. Al llegar a una casa y pedir ayuda nos mandaron a entrar inmediatamente y nos informaron que a doscientos metros estaban acampados los guardias. Tuvimos la fortuna de haber llegado al hogar del hoy Comandante de la Revolución Guillermo García. Cuando el ejército levantó el cerco seguimos nuestro rumbo. Bermúdez no podía caminar y Morales lo hacía con dificultad, pero seguimos nuestra marcha a la Sierra Maestra, que veíamos a lo lejos. Llegamos a las minas de Manacal donde nos encontramos a un señor muy bien vestido montado en un mulo. No le dijimos que éramos expedicionarios pues podía ser un colaborador del ejército. En ese mismo sitio nos tropezamos con un campesino y le dijimos la verdad. Nos llevó adonde estaba Crescencio Pérez, gran conocedor de la zona, al que encontramos en Manacal Arriba. Nos informó que otros expedicionarios habían pasado y que tenía noticias de que ha-bían otros por los alrededores. Nos quedamos esa noche ahí. Al siguiente día le pedimos que nos ayudara a llegar hasta la Sierra Maestra. El compañero Bermúdez ya no podía dar un paso. Dejarlo allí era un problema. Tampoco podíamos seguir con él. En esa disyuntiva llegó un campesino con un mensaje de Fidel. Al saber que Fidel estaba vivo me dije: la Revolución está salvada. —¿Qué decía? —Se había enterado de que estábamos allí y que nos reuniéramos con él, en un lugar conocido por Las lomas de los Negros, a un costado de las Minas de Manacal. Hacia allí fuimos. El encuentro fue inolvidable. Fidel nos recibió con alegría y como siempre, con una profunda fe en la victoria. En esos momentos me vinieron a la mente sus declaraciones en México: "Si salgo llego, si llego entro y si entro triunfo". —¿Cuál fue el combate más duro en que participó? —Todos los combates son peligrosos. Participé en varios. Cada vez que iba a entrar en acción me ponía tenso, pero cuando tiraba el primer disparo me ponía en forma. El combate del Uvero fue muy duro. Fue nuestra primera acción de envergadura, aunque ya habíamos atacado al cuartel de La Plata. El de Guisa también fue feroz, pero ya estábamos cujeados. —Después del triunfo revolucionario, ¿qué cargos militares ha desempeñado? —Antes te diré que en el Granma vine como Sargento y terminé la guerra como Comandante del Ejército Rebelde. Después del 1ro. de Enero de 1959 he desempeñado diversas funciones militares: Jefe del Cuarto Distrito de Matanzas, Jefe del Ejército de Oriente; he estado al frente de la Dirección de Retaguardia y del Departamento Militar del Comité Central del Partido, y otros. —Han pasado 40 años del desembarco del Granma. ¿Por qué triunfó la Revolución? —Por la existencia de un hombre llamado Fidel Castro, que supo canalizar los deseos de liberación de su pueblo. Además, se nutrió de un grupo de compañeros muy valiosos, de hombres extraordinarios como Ñico López, que se quedaba sin comer a pesar de tener dinero en sus bolsillos, pero que era incapaz de tocarlo, pues eran aportes económicos para hacer la Revolución. Tuvimos la suerte de contar con una persona tan fantástica como el Che. Sabía llegar a los compañeros. Hablo de él como si estuviera vivo, porque hombres como el Che no mueren. O un ser tan valiente, íntegro, con voluntad de hierro, como Camilo Cienfuegos, que no cabe la menor duda que era excepcional. O Celia Sánchez, que se convirtió en la madre de todos nosotros. Cuando digo madre, es un concepto mucho más amplio de como se menciona normalmente. O alguien tan arriesgado, decidido, valiente y con una calidad humana que sobrepasa cualquier parámetro, como Juan Almeida. O un hombre tan firme en sus convicciones, pero de profunda sensibilidad como Raúl Castro. Si Fidel es grande, Raúl también lo es. Lo que ocurre es que es el hermano. Fidel siempre ha hecho realidad lo que ha pensado. Río cuando escucho a algunos comentar que Fidel ha cambiado. Están equivocados. Es el mismo hombre que conocí hace más de cuarenta años en Prado 109; mantiene el mismo entusiasmo, confianza y optimismo en el triunfo, pero con mas experiencia por el paso de los años. Si cuando éramos pocos nos llevó a obtener un "Primero de Enero". Ahora con un pueblo junto a él, nos conducirá nuevamente a otro Primero de Enero. 1996 |
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